La educación sexual —cuando se transmite con honestidad,
conocimiento y sensibilidad— es mucho más que un conjunto de instrucciones
anatómicas, recomendaciones sanitarias o información sobre las relaciones
sentimentales. Es, ante todo, un “proceso ético”. En el hermoso ensayo La llama doble, el nobel de literatura, Octavio
Paz, sostiene que el amor, el erotismo y la sexualidad, forman una unidad que
solamente adquiere su pleno sentido cuando se integran dentro de un horizonte
de dignidad, respeto y libertad. Para Paz, el erotismo humaniza al deseo, lo
eleva y lo convierte en una fuerza creadora; pero esta humanización no puede
desplegarse sin un fundamento ético que la oriente. Por ello, la educación
sexual y la vida en pareja, encuentran en la ética no una barrera moralizante,
sino un principio organizador que permite que el deseo, no se convierta en
violencia, manipulación o distorsiones instrumentales, sino en un espacio de
encuentro.
En sociedades donde la sexualidad suele ser abordada
desde el silencio, el tabú o la simple tecnificación biomédica, la ética
aparece como la pieza faltante. Educar sexualmente sin ética, equivale a
transmitir datos sin sentido, técnicas sin responsabilidad y libertades sin
dirección. Paz advierte que el erotismo es siempre una transgresión, una
ruptura de límites, pero también una forma de ritual que podría convertirse en
un espacio donde dos seres se entregan, reconociéndose mutuamente como fines,
no como instrumentos. Esta idea —que dialoga profundamente con la filosofía de
Emmanuel Kant, también se relaciona con la tradición humanista latinoamericana—
pues es crucial para comprender por qué la educación sexual debe formar en valores,
en juicio crítico y responsabilidad afectiva. La ética enseña que el cuerpo del
otro no es un territorio a conquistar, sino un “vínculo a cuidar”; que el
placer, lejos de ser un peligro, se vuelve más pleno cuando se comparte desde
la confianza y la libertad; y que la sexualidad sin conciencia, se degrada en
consumo, descuido o daño desde la pornografía.
En La llama doble,
Paz desarrolla la imagen del amor como una fuerza que se sostiene entre “el
fuego del erotismo” y “la luz de la comprensión”. Esta metáfora es radicalmente
educativa: el deseo sin la luz del pensamiento, se extravía y puede tornarse
destructivo. La comprensión, sin el fuego del deseo se vuelve fría, estéril y
moralizante. La ética se ubica, exactamente, en el siguiente punto de
equilibrio: ilumina el deseo sin extinguirlo, orienta la pasión sin
domesticarla. En la educación sexual, este equilibrio implica enseñar que la
libertad erótica no puede ser entendida como mero impulso, sino como una
práctica de cuidado mutuo; que el consentimiento no es una formalidad jurídica,
sino un acto profundo de reconocimiento; y que el amor exige una “responsabilidad
emocional”, con el objetivo de proteger la integridad del otro.
Para la vida en pareja, la ética es, simplemente,
indispensable. Paz afirma que el amor moderno es frágil porque oscila entre el
idealismo romántico y el nihilismo sexual de la sociedad de consumo, en buscar
la intimidad del placer, sin las implicaciones del amor profundo y el
compromiso mutuo. Las parejas se deshacen cuando no pueden sostener la doble
llama: cuando el erotismo se apaga en la rutina, o cuando la vida afectiva es
sustituida por la prisa, los celos, la inseguridad o la banalidad.
Octavio Paz nos recuerda también que, incluso en la
máxima intimidad —en la cama, después del acto amoroso— sobreviene un instante
de extrañeza radical: el giro del cuerpo, la mirada al otro ser desde una
distancia relativa y la pregunta silenciosa pero abismal, “¿quién eres?”. Este
momento no expresa lejanía, sino la condición humana del amor: nunca poseemos
al otro, nunca lo agotamos, pero al mismo tiempo, nunca lo conocemos del todo.
La extrañeza no destruye la relación; al contrario, la
funda éticamente, porque nos obliga a reconocer la alteridad irreductible del
compañero o la compañera. En esa conciencia de límites —la comprensión donde el
ser amado es un misterio que no se clausura— se juega el desafío moral de unir
erotismo con amor y sexualidad. El erotismo, sin esa aceptación del otro como
diferente, se convierte en dominio o fantasía narcisista. El amor, sin ese
misterio, cae en rutina o ilusión de propiedad; y el sexo, sin esa apertura, se
reduce a técnica o descarga. La pregunta “¿quién eres?” es, en realidad, la
puerta ética que transforma el deseo en encuentro y la intimidad en una
búsqueda compartida donde el otro nunca se convierte en objeto, sino en un ser
libre con quien reinventamos el vínculo amoroso.
La ética aporta una forma de orientación alternativa:
invita a comprender que el amor es una construcción diaria, que requiere
verdad, escucha, responsabilidad y un respeto que no se negocia. El erotismo,
cuando se vive éticamente, no se degrada en posesión, ni tampoco en violencia
emocional; se transforma en una exploración compartida donde ambos en la pareja
crecen, se reconocen y se reconstruyen.
En consecuencia, la educación sexual ética no solo
previene riesgos —como embarazos no deseados o violencia de género— sino que
prepara a las personas para amar mejor. Enseña a abandonar el narcisismo, a
cultivar la empatía, a entender la “vulnerabilidad del otro como un lugar
sagrado”. La ética, al configurar el amor como una experiencia de reciprocidad,
vuelve posible que la sexualidad deje de ser un territorio de confusión y
dolor, para convertirse en un espacio de libertad responsable y de profunda
intimidad.
La propuesta de La
llama doble, desde una lectura sobre ética, amor, erotismo y el ejercicio
del buen sexo, sigue siendo urgente en el siglo XXI. Solo la ética puede salvar
al amor de su propia fugacidad; solo la educación sexual fundada en la ética
puede hacer de las relaciones de pareja un encuentro auténtico, libre de
máscaras y violencias; y solo la doble llama —el fuego del deseo y la claridad
de la conciencia— puede devolverle a la vida afectiva su dignidad más alta. En
un mundo que trivializa el amor o lo convierte en mercancía y pornografía, la
ética se vuelve ese umbral donde la sexualidad recupera su misterio, su belleza
y su poder de humanización.


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