ORÍGENES DE LA CONSTRUCCIÓN DEMOCRÁTICA EN BOLIVIA: LOS PARTIDOS POLÍTICOS Y SU BÚSQUEDA HEGEMÓNICA INCONCLUSA

La firma del Pacto por la Democracia en 1985, una época de ilusiones pero también de frustración colectiva debido a la formación de partidos neo-oligárquicos.


Introducción

Este artículo reflexiona sobre algunos problemas del desenvolvimiento democrático en Bolivia, que ya llegó a ser un periodo de 36 años (1982-2018). Específicamente, analiza el papel desempeñado por los partidos como actores centrales del sistema político, quienes buscaron desarrollar formas hegemónicas en el periodo de sus raíces tempranas entre 1985 y 1994. La construcción hegemónica intentó ser impulsada cuando los partidos políticos se convirtieron en las estructuras de mediación por excelencia entre la sociedad civil y el Estado en Bolivia. Es más, la democracia boliviana ingresó en lo que se denomina el umbral de regularidad del periodo 1985-1994 con elecciones presidenciales y municipales frecuentes y consistentes. Sin embargo, esta característica de desarrollo político trató de comprenderse por medio de las teorías de la gobernabilidad y estabilidad políticas de la democracia representativa, en lugar de complementarse el análisis con la aparición de formas hegemónicas que fueron marginando otros tipos de representación y participación.

   Sugiero abordar el desarrollo de la democracia desde la perspectiva de la hegemonía, examinando el sistema de partidos y los procesos de legitimación y consenso que aquellos promovieron. El súbito poder que adquirieron los partidos desde las elecciones de 1985, no sólo realzó su papel en el sistema electoral, sino que inauguró un nuevo tipo de prácticas políticas hegemónicas que fueron más allá de las teorías de la gobernabilidad. En concreto, se forzó una visión según la cual, toda praxis política debía quedar en los marcos de un conjunto de políticos, supuestamente, profesionales, tecnócratas y circuitos de élites dirigentes que despreciaban cualquier posibilidad de participación de la sociedad civil. De hecho, el concepto de sociedad civil fue considerado como un espacio homogéneo y abstracto, dejando al margen las capacidades de acción política de las clases sociales, los movimientos indígenas y otros actores que podían ser identificados como defensores de una democracia directa.

Ahora bien, el análisis de posibles formas de hegemonía nos introduce en otro nivel de complejidad pues, “(…) como en todas las situaciones políticas y sociales, los resultados obtenidos no son ciertamente la realización directa, por transcripción, de las estrategias de los actores y son más bien el ‘efecto de composición’ de la acción y efectos cruzados y sobre-determinados de los ‘intereses’ y sus estrategias, que en muchos casos son incompatibles o no fácilmente negociables (...)”[1]. El estudio de los pactos de gobernabilidad que buscaron solidificar la persistencia estable de nuestra democracia, podría comprenderse de manera más clara al analizar la construcción hegemónica que se trató de lograr como efecto de la influencia del sistema de partidos con representación parlamentaria por encima de la sociedad civil; es decir, a partir del intento por instaurar un conjunto de partidos oligopólicos.

El ingreso al Parlamento con sus listas de diputados y senadores, para después conformar gobiernos, dio a los partidos una notoriedad muy grande frente a la cual, probablemente, no estaban preparados debido a que los líderes partidarios reprodujeron de inmediato una cultura política antidemocrática y fuertemente retórica para defender la gobernabilidad que, en el fondo, representó la excusa para instaurar una hegemonía cimentada en el monopolio de la representación, aunque carente de debates ideológicos y planteamientos programáticos. La búsqueda hegemónica, sin embargo, fue una tarea inconclusa y llena de contradicciones.

La gobernabilidad como un juego privilegiado de los partidos

Al realizarse un diagnóstico bibliográfico sobre la historia del sistema democrático en Bolivia, puede detectarse la existencia de pocos estudios respecto de la hegemonía y su arquitectura en el sistema político. Si bien se analizaron los cambios en los parámetros de la acción política y la dinámica del nuevo orden político que adquirió especiales connotaciones desde 1985, se advierte una ausencia con relación al tratamiento detallado en la acción de los partidos políticos y la construcción de nuevos códigos de hegemonía para dominar en el sistema democrático.[2]

  Los cambios suscitados desde el final del gobierno de la Unidad Democrática y Popular (1985), otorgaron a los partidos una centralidad y peso enormes. De hecho, se pensó que solamente ellos podían dar un nuevo rumbo para salir de cualquier tipo de crisis económica, social y política. La contradicción más clara, sin embargo, estuvo en la historia misma de los partidos, puesto que en las elecciones de 1979 y 1980, casi todos quebraron el sistema político e inviabilizaron la elección del presidente porque siempre manifestaron un culto al caudillismo, indisciplina y dobles estándares en sus posiciones ideológicas. Los partidos políticos actuaron de modo pragmático para aprovechar la decadencia de las dictaduras y reclamar para sí un dudoso derecho de propiedad sobre el nuevo tipo de juego democrático.

La intolerancia, el complot y la confabulación, revelaron que los partidos eran tan dañinos como las consecuencias nocivas de la dictadura. Como bien afirmó el politólogo Eduardo Gamarra, “las disputas por la distribución de puestos y cargos (patronaje político) fue un problema aún más agudo. Partidos en el Congreso demandaban puestos a cambio de apoyo legislativo, sin embargo, por el tamaño reducido de las fuentes de patronaje, hasta los miembros del partido en función de gobierno eran excluidos de los beneficios patrimoniales. El resultado fue un asalto inmediato sobre el poder ejecutivo. En el Congreso Nacional, los partidos políticos y las facciones inmovilizaron la actuación del ejecutivo por medio de investigaciones, ‘golpes constitucionales’, y otros aspectos similares. El primer ‘golpe constitucional’ se produjo en noviembre de 1979 cuando una conspiración entre militares y miembros del Congreso derrocó al gobierno interino de Walter Guevara Arce. Variaciones de este esquema fueron comunes entre 1982 y 1985 (…)”[3]. La erupción de los partidos en los comienzos de la era democrática, no significó un cambio real en la cultura política autoritaria, sino sólo la posibilidad de reacomodarse como opciones de poder después de la dictadura.

A partir de las presidenciales de 1985, llamó la atención el tipo de relaciones que se establecieron en las pugnas políticas y las confrontaciones electorales del sistema de partidos, cuyas tendencias parecían pasar de un sistema multipartidista polarizado hacia uno moderado[4], en el cual brotaban progresivas restricciones, pretendiéndose institucionalizar un monopolio entre los partidos más sólidos en aquella época y con mayor peso electoral, como fue el caso del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Acción Democrática Nacionalista (ADN), el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Unidad Cívica Solidaridad (UCS), Movimiento Bolivia Libre (MBL), Movimiento Revolucionario Tupac Katari de Liberación (MRTKL), Conciencia de Patria (CONDEPA).

El sistema de partidos tendió hacia la formación de partidos oligopólicos[5] dentro del juego del poder, desterrando toda alternativa de discusión ideológica para representar a las clases obreras, grupos étnicos y masas populares. La reacción oligopólica (autopercibirse como la élite privilegiada de unos pocos llamados a ejercer la praxis política), surgió cuando se utilizó como argumento a la gobernabilidad, que fue entendida únicamente como la ingeniería de partidos y dirigentes, aparentemente más funcionales y profesionales para definir la estabilidad democrática. Llamó la atención que luego de la dictadura de Banzer y Juan Pereda Asbún, la reorganización de los partidos fuera un hecho ampliamente celebrado como una señal plenamente democrática; pero cuando las elecciones empezaron a encasillarse dentro del discurso de la gobernabilidad, se hizo mofa de la cantidad de partidos que existían, partidos en los que únicamente cabía un líder y sus seguidores dentro de un “taxi”, llegando a crear inclusive partidos fantasmas[6].

El multipartidismo fue cuestionado para después tratar de cerrar las puertas y concentrar todo alrededor de un grupo oligopólico, supuestamente más representativo, aspecto que fue muy arbitrario. En todo caso, la capacidad de representar políticamente que tenían los partidos, estaba relacionada con estrategias populistas, faccionalismo, excesivo sectarismo, patronazgo y un excesivo culto a la maniobra que eran capaces de hacer los principales dirigentes partidarios, en función de las tretas para llegar a un gobierno a como dé lugar.

Ya sea por la memoria colectiva de lo que simbolizó la hiperinflación y el desastre socio-político del gobierno de Hernán Siles Zuazo (1982-1985), como debido a la desconfianza en las alternativas revolucionarias o utópicas del movimiento popular, todos los medios de comunicación y los sectores que formaban la opinión pública, decidieron apoyar al sistema de partidos como aquellas estructuras útiles para darle un nuevo impulso a la naciente democracia. Sin embargo, se observó también que “la restitución de procesos de elección de gobernantes se ha visto acompañada, en los últimos años, de una serie de reformas a la normatividad que los rige, restringiéndose la legalidad de algunas formas de representación de la sociedad civil y su presencia legítima en las instancias de discusión y decisión gubernamental, favoreciéndose la concentración forzada de la representación en pocos sujetos representativos que harían más eficaz la función de gobierno en términos de racionalidad formal y de eliminación de contradicciones y diferencias significativas en el ámbito estatal”[7].

Surgió, entonces, una conducta intransigente manifestada por los partidos, en términos de la no aceptación de otras formas de representación política, predominando cierto carácter de discriminación sistemática de los movimientos sindicales y las organizaciones populares, junto con la poderosa influencia de los medios masivos de comunicación social que internalizaron en la conciencia cotidiana un modelo de democracia donde los partidos eran los únicos sujetos protagónicos del sistema democrático, porque en sus manos debía[8] estar la responsabilidad de la modernización y consolidación de dicho sistema. Este escenario dibujó un panorama especial donde las formas hegemónicas pasaban por la construcción de élites políticas que, sobre todo, pertenecían a los partidos más importantes. La dinámica de élites encajaba muy bien con la tradición caudillista de los partidos, es decir, solamente un pequeño grupo buscaba moverse para atrapar la mejor porción del poder que pudiera, razón por la cual los dirigentes nunca iban a permitir que se desarrollará una institucionalidad democratizadora dentro de los partidos, ni nuevos ni tradicionales.

En consecuencia, las formas de hegemonía y consenso como resultado de la importancia de los partidos políticos oligopólicos dentro de la democracia representativa, impulsaron una estrategia que, básicamente se enraizaba al interior del Parlamento. Los partidos eran el instrumento operativo en el sistema político boliviano y, al mismo tiempo, dibujaban las fronteras de aquello que se convirtió en la dinámica del poder: participar en elecciones, ofrecer programas de gobierno superficiales, más publicitarios y no ideológicos, así como delimitar sus acciones que se colocaban por encima de la voluntad popular porque los partidos se veían a sí mismos como los protagonistas de más valor y con mayor vocación de poder[9].

Las acciones de los partidos se orientaron, fundamentalmente, hacia la organización de gobiernos con los pactos de gobernabilidad para beneficiar solamente a ciertos grupos de interés, sin tratar de democratizar el acceso a la toma de decisiones y utilizando el discurso de la democracia, únicamente como pretexto para promover conductas y visiones donde los jefes de partido, construían una democracia restringida y autoritaria en los hechos, además de manifestar un discurso solamente declarativo en cuanto a la transformación productiva, económica y estatal que brindara al sistema democrático una mayor sostenibilidad.

El sistema de partidos jamás tuvo un papel central en la identificación de políticas económicas adecuadas para un relanzamiento de las estructuras productivas y competitivas. Todo lo contrario, muchos parlamentarios optaron por la defensa miope de intereses gremiales y por copiar las fórmulas de los organismos multilaterales de desarrollo en materia de reformas y ajustes estructurales en la economía. La ciudadanía, en contrapartida, vio que los pactos de gobernabilidad no respetaban el principio de la soberanía del pueblo y asumió que los partidos funcionaban, una vez más, como oligarquías antidemocráticas. Los partidos no eran las viejas estructuras de expresión clasista, revolucionaria ni utópica, sino organizaciones más maleables que con dificultades promovían una discusión programática. Sus ideologías eran una mezcla variable y ubicua de múltiples fragmentos, en la era de la publicidad a través de la televisión.


Democracia de representación delegada y búsqueda hegemónica

Los contenidos que asumió la construcción hegemónica en las formas de interacción política que se establecieron a partir de 1985 entre el Estado, el sistema de partidos y la sociedad civil, se condensan en lo que se denomina una democracia de representación delegada y arbitraria[10]. Ésta debe ser entendida como un tipo de régimen donde los partidos políticos más representativos utilizaron el voto ciudadano como un cheque en blanco para luego tomar decisiones totalmente alejadas de los intereses del país y el Estado. Como diputados o senadores, la gran mayoría de los partidos buscaron beneficios personalistas y prestigio individual. Esto dio lugar a un fenómeno nada nuevo pero muy influyente: los partidos eran máquinas institucionales para canalizar ambiciones personales por medio de ideologías improvisadas y retóricas discursivas, expresadas a través de los medios de comunicación, sin poder transformar efectivamente la sociedad y la realidad más profunda de las estructuras estatales.

Como miembros de diferentes gobiernos, los partidos utilizaron al Estado como un trofeo político para hacer negocios, degenerando en una distorsión permanente de las políticas y la gestión pública transparente. De hecho, entre 1985 y 1990 no hubo ningún criterio normativo para ejercer una gestión pública racional. Recién con la implantación de la Ley de Administración y Control Gubernamentales (SAFCO) (julio de 1990) se normaron los procedimientos para las contrataciones estatales y la administración más ordenada de los recursos públicos. Los resultados lamentables de esta democracia de representación delegada se resumen en dos factores: corrupción y estatalidad débil. Tales formas de interacción ligadas a un Estado ineficiente, se desenvolvieron al interior de una sociedad que había escogido como régimen de gobierno a la democracia representativa. Incluso hoy la Ley SAFCO es constantemente manipulada, según el cálculo político de los partidos que tiene un control decisivo al interior de un gobierno.

Los conceptos como “pactos de gobernabilidad” y “estabilidad democrática”, no solamente fueron internalizados por los intelectuales, sino también por los políticos de turno. Es así que después de las elecciones presidenciales de 1989, volvieron a instaurarse otros acuerdos similares al Pacto por la Democracia de 1985, esta vez entre ADN y el MIR, quienes dieron lugar al Acuerdo Patriótico, para continuar en 1993 con el pacto por la gobernabilidad entre el MNR-MRTKL-MBL-UCS. En mi criterio, la lógica de los pactos señala una tendencia única: acuerdos de gobernabilidad neo-oligárquicos[11] y una enorme influencia clientelar al interior del aparato estatal, como los rasgos más sobresalientes de las formas de hegemonía a cargo de los partidos políticos que, curiosamente, en las teorías de la gobernabilidad eran considerados como lo más saludable para la democracia boliviana.

Es por esta razón que el concepto y los alcances de la gobernabilidad nunca tuvieron un efecto práctico para reducir la ineficiencia en la gestión pública o para mejorar la toma de decisiones en función de una administración más transparente. El sorpresivo pacto entre el ex dictador Banzer y Jaime Paz que lo acusó de ser asesino, para luego abrazarse en un acuerdo que olvidaba la represión al MIR en los años 70, mostraba cómo ya no importaban ni la ideología, ni la institucionalidad partidaria, sino únicamente la búsqueda hegemónica con el fin de desarticular la representación soberana del voto popular.

Las teorías de la gobernabilidad no pudieron ser utilizadas para pensar, por lo menos, una política efectiva de control de la corrupción porque una de sus consecuencias pragmáticas se desvió solamente a la conformación de gobiernos a través de acuerdos entre los partidos, haciendo la vista gorda cuando emergían serios problemas de abuso de autoridad, desinstitucionalización y manipulación de los poderes del Estado para beneficiar a la clientela partidaria. Los partidos pensaron que la mejor forma hegemónica de la praxis política era el fomento del clientelismo estatal y la prebenda como carta de negociación para aumentar la interpelación directa hacia diversos sectores sociales.

Algunos cambios en la reestructuración del poder ejecutivo como la reducción del número de ministerios y viceministerios, reformas en materia constitucional para incluir diputados uninominales o reformar el poder judicial, junto con las discusiones en torno a la puesta en marcha de la Ley de Participación Popular (1993) en Bolivia, posibilitaron el estímulo de una cultura política democrática que, sin embargo, chocó con la conducta displicente de los partidos[12]. Ningún partido tuvo una propuesta seria de desburocratización estatal y sus apuestas tan solo se dirigieron a ver la posibilidad de ingresar al Congreso para definir la elección del presidente, gracias a los pactos de gobernabilidad, con la esperanza de tener un espacio de supervivencia dentro del Estado, pero no así en la formación de lealtades con las bases y clivajes sociales. El objetivo era controlar instituciones públicas y así tener un acceso directo a los réditos inmediatos de la representación. Las masas populares habían votado por los partidos y, al mismo tiempo, se habían alejado de cualquier incidencia efectiva en las políticas públicas y las instituciones más estratégicas.

Al mismo tiempo, los partidos políticos atravesaron por un proceso de constante deslegitimación ante los ojos de la sociedad civil, lo cual provocó también que determinadas instituciones democráticas como el Parlamento, caigan presas de la desconfianza y la crítica mordaz porque los partidos con representación parlamentaria no demostraron efectos contundentes en cuanto a la articulación y combinación de intereses verdaderamente honestos al interior del sistema político[13].

     Aún a pesar de que los partidos y el Congreso nacional se encuentran hasta el día de hoy fuertemente desprestigiados, se construyeron los códigos hegemónicos asentados en el fortalecimiento de la mediación entre el Estado y la sociedad civil. De acuerdo con algunas encuestas de opinión política, los partidos políticos todavía eran considerados por la población como instituciones imprescindibles[14] para la democracia en Bolivia. Esta percepción estuvo influenciada, sobre todo, por los medios de comunicación que vendieron la idea de partido como instrumento natural para la estabilidad económico-política. A su vez, los partidos que impulsaron los pactos de gobernabilidad, vendieron muy bien otra idea a los medios de comunicación a través de publicidad y beneficios económicos para interpelar a la población con el discurso de una democracia moderna, ligada siempre a los partidos fuertes como actores privilegiados en el manejo del poder.

¿Cuáles fueron, entonces, las formas de construcción de la hegemonía política en el período 1985-1994, fruto de la influencia que poseían los partidos oligopólicos como el MNR, ADN, MIR y CONDEPA? La construcción hegemónica a través de determinadas actitudes partidarias, tuvo un hito histórico como el Pacto por la Democracia de septiembre de 1985. A partir de esta fecha, los partidos que incluso estuvieron vinculados a las dictaduras de Banzer (1971-1978) y García Meza (1980-1981), se convirtieron en los principales referentes del sistema democrático, aunque no tardaron en mostrar conductas negativas, sobre todo en lo referido al patronaje como si fuera un fin en sí mismo, junto al desestabilizador problema del narcotráfico que afectó, por igual, a todos los partidos en cada gobierno desde 1982.

Si se hiciera un profundo análisis sobre la penetración del narcotráfico en las esferas gubernamentales, aparecerían preocupantes datos como la curiosa influencia casi mítica de Roberto Suárez Gómez, apodado el rey de la cocaína que, supuestamente, hasta ofreció pagar la deuda externa en 1982 durante la crisis económica y la hiperinflación del gobierno de la Unidad Democrática y Popular (UDP). A la fecha se sabe claramente que Suárez Gómez financió el golpe de Estado de Luis García Meza el 17 de julio de 1980[15].

En el gobierno del Pacto por la Democracia, volvió a aparecer en la escena política con el escándalo de los narco-vídeos donde Suárez Gómez estaba disfrutando de relaciones muy cercanas con políticos representativos de la época como los diputados de ADN, Alfredo Arce Carpio y Mario Vargas Salinas. Para agravar más la situación, el asesinato del científico Noel Kempff Mercado en 1986 desató el escándalo de la fábrica de cocaína más grande en América Latina, Huanchaca, que involucraba a varios jerarcas de la administración de Paz Estenssoro e inclusive a estrategas del gobierno de los Estados Unidos.

Ya en la época del Acuerdo Patriótico, nuevamente saltaron a la palestra política los narco-vínculos que conectaban al narcotraficante Isaac “oso” Chavarría, militante del MIR, con el ex presidente Jaime Paz Zamora. De hecho, éste fue casi obligado a renunciar a la vida política al finalizar su gobierno en 1993, precisamente debido a los narco-vínculos. El nuevo gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997), tampoco se salvó de los problemas cuando en 1995 apareció el caso del “narco-avión”, al despegar del aeropuerto de El Alto, un carguero con veinte toneladas de cocaína. El avión fue detenido en Perú y se hizo casi imposible explicar cómo el gobierno no podía, o no quería, luchar con esta gangrena del narcotráfico y sus poderosos vínculos con la política boliviana.

Los instrumentos funcionales de la construcción hegemónica y el consenso que se difundió en la sociedad, inaugurando un proceso de relativa estabilidad democrática desde 1985 hasta, prácticamente el año 2002, fueron los medios de comunicación, los intelectuales oportunistas de las organizaciones no gubernamentales que enajenaron el discurso de la modernización económica y gobernable neoliberal como si fuera la fórmula mágica para el progreso, y los organismos de cooperación internacional como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Todas estas influencias de dominación consensual buscaban imponer, sutilmente, los ajustes de economía de mercado que desestabilizaron la democracia, sobre todo cuando apuntalaron las políticas de privatización de las empresas estatales.

Al explicar los mecanismos a través de los cuales se puso en práctica la hegemonía política y el consenso que ejercieron los partidos políticos en la competencia política[16] por mantenerse en el poder, se encuentra lo siguiente:

a)      El sistema de partidos colocó en un mismo plano estratégico a la democracia de representación delegada, las reformas de economía de mercado y la acción representativa de los partidos, que desprestigiaron otras alternativas para el ejercicio de la participación como los sindicatos o los movimientos sociales.
b)      El código ideológico principal articulaba la idea de modernización que estaba relacionada con la occidentalización de la cultura junto con la economía de mercado, además de destacar que los pactos gobernables llevados a cabo por los partidos, no eran sino evidentes para una democracia más efectiva. De aquí que cuanto mayor fue la intensidad del discurso sobre la supuesta modernización, mayores también fueron las posibilidades de reclamos y exigencias múltiples de representación que venían de la sociedad civil. Frente a esto, las formas hegemónicas de los partidos pusieron en práctica soluciones políticas restrictivas y autoritarias, generando un divorcio entre las élites partidarias y varios grupos clasistas y étnicos del país.
c)      El llamado periodo neoliberal fue difundido como una oferta de bonanza, donde el Estado estaba desprestigiado y era mucho mejor dejar que los rumbos del desarrollo sean guiados por el sector privado y, sobre todo, por el individualismo posesivo, en lugar de las visiones revolucionarias, desacreditadas debido a la desaparición de la Unión Soviética y la idea del socialismo en el mundo postindustrial.
d)     Más que una equivocación estratégica al dejar todo en manos del mercado, sobre todo los servicios de salud, educación y la explotación de los recursos estratégicos como el petróleo y los minerales, el problema apareció en torno a la promesa incumplida del neoliberalismo: el desarrollo era igual a los ajustes de mercado; la participación y las funciones del Estado eran igual a daño económico e ineficiencia y, en consecuencia, las promesas de la igualdad y prosperidad iban a venir por medio de una simbiosis entre la democracia de los partidos y la economía de la globalización. Esto, sin lugar a dudas, fue una proposición que terminó por fracasar en Bolivia.
e)      Así, la democracia de representación delegada podía hacer lo que creía conveniente porque después del voto ciudadano, las decisiones tomadas por las oligarquías partidarias eran lo más trascendental.

Por lo tanto, los pactos políticos[17] favorecieron la gobernabilidad como el eje de auto-reproducción en el poder, donde la forma partido monopolizó la interacción política entre el sistema político y la sociedad civil, a partir de búsquedas hegemónicas relacionadas con la modernización política, que era el discurso de las élites dirigentes. Los partidos no se propusieron consolidar la democracia, en términos de una renovación para transformar las instituciones del Estado con el propósito de lograr una gestión pública, orientada a resultados eficientes y sólidos para conducir el desarrollo con equidad. Los partidos creyeron ser los únicos llamados a construir la democracia, poniéndose por encima de todo. Esto sucedió claramente en las elecciones de 1989 donde el partido que obtuvo el tercer lugar en los resultados electorales, tomó el poder al ser elegido en el Parlamento el MIR y Jaime Paz como presidente.

El código hegemónico de comunicación en aquel entonces, transmitió la idea de que si la Constitución permitía que los tres candidatos más votados ingresaran al Congreso en su carrera a la Presidencia, aunque nadie haya alcanzado la mayoría absoluta en las urnas, era explicable que para evitar dejar en vilo al país, las élites eligieran al tercero. Era legal y satisfacía la expectativa de gobernabilidad. En los hechos, lo más importante era ser gobierno y beneficiarse con los espacios de poder, haciendo un uso arbitrario de la democracia de representación delegada. Los partidos habían sido delegados por el voto para decidir, aparentemente, lo más conveniente para el país. En este caso, los medios de comunicación y algunos intelectuales que elogiaban los pactos políticos como si fuera una innovación para la gobernabilidad, convencieron a la población sobre las bondades de una lógica elitista, en lugar de buscar resultados como la democracia directa o la legitimidad preeminente del voto universal en las urnas, considerados como una ilusión perfeccionista.

La nueva construcción hegemónica fue conectando la ideología neoliberal modernizadora, el sistema de partidos, los procesos de consenso y los pactos como instrumentos para el afianzamiento de la legitimidad y el funcionamiento institucional del sistema político[18]. El arsenal conceptual que es necesario incorporar, podría partir de la concepción gramsciana sobre el significado de la hegemonía[19]. Las conductas partidarias instauraron cierta unidad ideológica en la sociedad boliviana, que no consistió en la imposición de una ideología dominante de clase social sino, más bien, en la venta de un convencimiento pragmático: la representación democrática debía ser liderada por los partidos porque éstos eran, inclusive, mejores que el propio Estado. Los partidos trataron de involucrar al Estado con el fin del proceso revolucionario de1952, el cual se había agotado junto con el modelo estatal de intervención en la economía y la sociedad. Si el Estado estaba desinstitucionalizado y quebrado, entonces los partidos iban a transformarlo en un recurso manejable.

El sentido gramsciano apunta a que la sociedad civil no sea sino la base ética del Estado o la ideología en sí misma. Con los partidos oligopólicos, se buscó demostrar que ni la sociedad boliviana, ni el mundo podrían sobrevivir sin el liberalismo económico como el centro de las acciones partidarias. Así, la nueva base moral de la política era el impulso de los ajustes estructurales y el fortalecimiento del sector privado como el pivote de la sociedad civil, en reemplazo de otros actores como los sindicatos y la Central Obrera Boliviana (COB). De esta manera no había ninguna posibilidad de acción de parte de algún sector de la sociedad civil porque la praxis política era la prerrogativa de las élites políticas y económicas. Esta era una nueva orientación que incluía la imposibilidad de ir más allá del mercado y la necesidad de aceptar todo tipo de políticas para ir en contra del estatismo. Los elementos ideológicos descansarían en un principio que estaría siempre suministrado por las élites dominantes: los partidos políticos como ejes de las coaliciones gubernamentales.

El principio hegemónico[20] era la democracia representativa que, con el tiempo, se transformaría en la democracia de representación delegada, gobernable y neo-oligárquica. Para dicho principio, toda consecución democrática debería estar solamente en manos de los partidos políticos; es decir, en los ámbitos del sistema político, única y estrictamente. Los partidos serían quienes profundizarían la democracia en Bolivia porque ese sería su destino. La política era una libertad que se desenvolvía en el seno de la democracia representativa, lejos de la sociedad civil y sobre la base de pugnas de poder reglamentadas con normas precisas.

En consecuencia, toda decisión se restringiría sólo a la acción de los partidos políticos dominantes. Al menos eso parecían expresar los discursos cuando se hablaba de la supuesta eficacia de tecnócratas en el Estado para asegurar un plan económico y un tipo de dominación que permita la estabilidad, evitando conflictos violentos. Sin embargo, la modernización estatal no representó una variable determinante para las élites, al igual que las insuficiencias de los planes económicos para la capitalización de las empresas estatales propuestos con mayor fuerza por el gobierno de Sánchez de Lozada desde 1993. Las élites oligárquicas de los partidos asumieron de forma acrítica la privatización de la economía y construyeron discursos exitistas al tratar de dirigir su hegemonía[21]. Se iba a privatizar o capitalizar las empresas estratégicas, sin tener un nuevo tipo de estructura institucional que permita al Estado enfrentar nuevos retos. El viejo Estado iba a ser profundamente afectado, junto con la acción de un conjunto de élites partidarias de orientación irracional y ensimismadas en sus ventajas.
           
    Por otro lado, surgieron problemas como los de representación y representatividad de los partidos políticos. Pero “(…) en nombre de los procedimientos democráticos se piensa en realidad en la reducción de la deliberación y del espacio público mediante la privatización de temas de la sociedad en los dominios exclusivos de los saberes técnicos, en la confianza del juego de cintura del representante frente a las restricciones de los sistemas en que vivimos, en la asociación sistemática de la ocupación popular con la posible desestabilización política. En el fondo, se supone que los representantes deben representar algo que ya está definido, como si fuera un dato preexistente al mismo ejercicio de la representación, un dato natural, un a priori sólo alterable en la próxima campaña electoral”[22].


    
     Las teorías de la gobernabilidad y la democracia pactada, pensaron que su modelo institucional para lograr acuerdos políticos iba a convertirse en una visión estructural para la durabilidad democrática pero, en el fondo, dichas teorías fueron únicamente circunstanciales. Los pactos de gobernabilidad sirvieron para elegir presidentes y asegurar alianzas parlamentarias que después se desactivaban, sobre todo al persistir un divorcio entre los partidos y la sociedad civil. Los problemas de la representación política en Bolivia nunca terminaron de resolverse sino que permanecieron como una debilidad muy profunda, además de ser opacados por la ocurrencia momentánea de la democracia pactada.
           
    No por nada se observaban casi a diario una serie de comportamientos intolerantes que mostraban los partidos políticos, cuando se hablaba sobre mayor participación popular en las decisiones políticas, el peso que pudieran tener los Comités Cívicos, o el recurso de los plebiscitos y referéndums para la reforma de la Constitución Política del Estado (CPE). Recuérdese, por ejemplo, las severas críticas del ex presidente de la Cámara de Diputados, Guillermo Bedregal del MNR hacia la gestión de Hernán Siles durante la UDP, afirmando que dicho gobierno cometió el terrible error de permitir una hiper-democracia.

   Aunque el primer gobierno de Sánchez de Lozada (1993-1997) envió al Congreso la Ley de Participación Popular para democratizar los recursos y las decisiones de los gobiernos municipales, quedó pendiente la posibilidad de llevar a cabo una descentralización política en las estructuras estatales. “Todo aparato estatal debe desarrollar un poder de cohesión antes que su poder de coacción”, solía decir Gramsci. Por esta razón, la principal estrategia de cohesión para la democracia de los pactos se cimentó sobre el obsolescencia de las ideas del socialismo, la desconfianza respecto a las políticas sociales redistributivas y la acusación de inutilidad en todo esfuerzo por pensar que el Estado pudiera liderar un proceso nuevo de productividad e inserción eficaz en la economía global del capitalismo post-industrial.

  Las nuevas formas de hegemonía partidaria también permitieron ver la crisis o un desgaste de las viejas formas hegemónicas. Los códigos de hegemonía anteriores al desenvolvimiento de la democracia representativa en Bolivia, estaban casi agotados como la influencia del modelo estatal populista que nació a partir de la Revolución Nacional de 1952, la ilusión de ofertar una revolución armada de corte comunista y las alternativas más equitativas en las políticas sociales, relacionadas con el Estado de Bienestar (Welfare State). Las críticas de los partidos hacia la visión estatista del bienestar, dio lugar a que la sociedad sospeche de la capacidad del Estado para otorgar equidad con eficiencia. Desprestigiar al Estado de Bienestar fue parte de los ataques contra las raíces objetivas de la revolución de 1952 o los intentos socialistas, debido a la desaparición del comunismo a escala universal en 1991.

     La forma orgánica del Estado Benefactor era una dimensión holista y abarcadora de todo tipo de demandas sociales en la época de la revolución nacional. En estas condiciones, la estructura monoproductora de minerales y la dependencia de un tipo de capitalismo extractivo, hizo que en Bolivia el Estado adquiriera una fuerza inusitada, mientras que el sistema político estuviera dominado por la fuerza del movimiento obrero, minero y toda forma de organización sindical articulada en la COB. Como partido, el MNR de los años 50 era líder indiscutible de un sistema no competitivo que degeneró en el interregno dictatorial desde el golpe de Estado de René Barrientos en 1964, hasta Hugo Banzer en 1978. Las viejas formas hegemónicas de la revolución nacional reprodujeron a su interior la imagen de un Estado benefactor, identificado como una fuerza providencial que lo brindaba todo, logrando la lealtad de amplios sectores por su acción económica y social, incentivando también la participación de las masas y transformándose en el principal agente regulador de la acumulación capitalista[23].

      Sin embargo, poco a poco el Estado dejó de ser el centro de la praxis política debido a la ideología neoliberal del Estado mínimo. Entre 1985 y 1994, las nuevas formas de hegemonía y legitimación descansaron en el emerger de la forma partido como el principal factor de socialización política y expresión para la realización del poder. A partir de entonces, se trata de reestructurar el Estado del 52, instaurándose una nueva tendencia cuyos principales elementos son: a) el fortalecimiento del sistema de partidos; b) la recuperación del poder para clientelizar el Estado mediante un orden político que reconozca solamente a los partidos como los únicos actores políticos, evitando así las situaciones en las que el Estado esté permanentemente asediado por la sociedad civil, lo cual daba como resultado la inestabilidad política de una sociedad autoritaria que estuvo presente en el país entre 1964 y 1982; y, finalmente, c) la estructuración de un orden normativo formal para el funcionamiento de la democracia, es decir, reglas de juego para fomentar la alternabilidad del poder con elecciones periódicas, sumadas a la consolidación de consensos entre élites políticas y económicas[24].

      Estas son las características que muestran cómo se fue cerrando el mercado de alternativas políticas, en el cual los partidos lograron llevarse la mejor tajada. Todo esto trae aparejada la desestructuración de las viejas identidades colectivas, las mismas que, en su disolución, permitirían el nacimiento del ciudadano anónimo como nueva identidad y como sujeto de interpelación para privilegiar la lógica de un ciudadano igual a un voto[25]. Los mecanismos acerca de cómo se convierte el ciudadano en un nuevo sujeto de interpelación, descansan en el relevo de las creencias colectivas incubadas al calor del Estado del 52, dándose lugar a la presencia de nuevas emisiones discursivas e ideológicas que surgen a partir de la identidad entre democracia representativa y partido político.


     
    Las formas de hegemonía del sistema de partidos se fueron expresando a partir de la internalización en la conciencia cotidiana de la identidad entre democracia igual a partido político, o de su expresión contraria: la ausencia de democracia sería igual a la ausencia de partidos. La articulación de una opinión pública a partir de los medios masivos de comunicación defendió a los partidos como los protagonistas esenciales del sistema político, preparando a la sociedad civil como el molde receptor del consenso oligopólico. Esto ocurrió, sobre todo, desde la televisión, donde también empezaban a emerger los líderes de opinión mediáticos como Carlos D. Mesa Gisbert, Eduardo Pérez Iribarne, María René Duchén, Juan Carlos Arana o Jaime Iturri Salmón, influyentes presentadores de noticias que fueron moldeando la aparente fortaleza ideológica de los partidos, justamente a partir de la debilidad de la vieja polarización ideológica tradicional entre izquierda y derecha.

  Otro aspecto importante de las fallas de funcionamiento político en los orígenes de la democracia en Bolivia, fueron los conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Las pugnas Ejecutivo-Legislativo no significan otra cosa que la manifestación de posibilidades “prácticas”, aprovechadas, tanto por los presidentes como por los legisladores para hacer más eficaces y racionales sus funciones. Sin embargo, la lucha institucional de los poderes del Estado permite apreciar también las diferencias entre el poder para definir e influir en la agenda de políticas públicas, frente al poder de aprobar decretos presidenciales, dos aspectos de una dinámica política de “oportunidades” donde los órganos legislativos no actúan haciéndose doblegar por el Ejecutivo, sino que tratan de adaptarse al juego de equilibrios relativos, moviéndose entre acciones proactivas y reactivas.

  Este vaivén proactivo-reactivo en Bolivia, tuvo que ver con el funcionamiento específico de las instituciones como el sistema electoral, el sistema de partidos y el conjunto de incentivos para generar coaliciones, consensos, así como el reconocimiento de no poseer información completa sobre aspectos específicos de una política pública, mitigar los impactos que tienen los presidentes para dañar al Legislativo, o simplemente echar mano de la mayoría parlamentaria en función de reproducir el poder desde el gobierno, que es lo que caracteriza al sistema presidencial en el país.

 Los conflictos, delegación, usurpación y discrecionalidad en las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo en el periodo 1985-1994, marcaron las pautas para discutir cómo identificar y medir la calidad de una democracia. Esto implicaba el análisis de las condiciones electorales que tiene la sociedad para cambiar gobiernos que no han cumplido con sus promesas, o no pudieron implementar buenas políticas para resolver problemas concretos. La calidad de la democracia en Bolivia tiende a ser mala, regular o deficiente, al observarse con mayor detalle el proceso de toma de decisiones y las relaciones de poder entre los presidentes, sus burocracias y los parlamentarios.

 Tanto el Poder Ejecutivo como el Congreso bolivianos, trataron de imponer visiones unilaterales, fracasando en la fundación de una hegemonía concertada. La gran mayoría de las veces, el Congreso se desprestigió al no haber el suficiente debate y mostrar solamente una capacidad para aprobar leyes por conveniencia coyuntural o por ganar incentivos políticos de corto plazo, como por ejemplo, la satisfacción de los jefes de partido de las coaliciones de gobierno. Entretanto, el Poder Ejecutivo actuó con una vocación autoritaria, forzando los decretos presidenciales y al vaivén de las presiones populistas para un beneficio también inmediatista, sin políticas de Estado que posean la solidez de la concertación con la sociedad civil y la previsión hegemónica del consenso duradero.

   El choque de poderes entre 1985 y 1994 ayudó a pensar por qué los gobiernos aprobaban leyes demasiado vagas, con mucho detalle inútil para complicar la implementación de una política pública, o de qué manera las legislaturas de los gobiernos de la democracia pactada, delegaban más poder a las agencias ejecutivas, que también trabajaban con arbitrariedad, sin coordinación eficiente, generando estructuras de gobierno divididas, donde los legisladores endosaban mayor confianza hacia algunos burócratas muy influyentes o hacia comisiones especiales que intentaban actuar de forma más independiente en cualquier conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Un caso patético de esta naturaleza fue la capitalización de las empresas estatales que fue encomendada a burócratas inescrupulosos, frente a las dudas y las pugnas entre los ex Presidentes como Jaime Paz y Gonzalo Sánchez de Lozada que tuvieron una concepción sesgada e incompleta de las políticas de privatización, reforma estatal y capitalización de beneficios sin tener un Estado fortalecido.

   Tanto los presidentes como los congresales del periodo de la democracia pactada en Bolivia, calcularon un conjunto de “impactos diferentes”, según los resultados finales de una política o agenda de gobierno incompleta o contradictoria. Las disputas entre la Constitución, una ley, decreto y estatuto legislativo fueron asumidas como un “costo de oportunidad” para obtener una hegemonía de los partidos que dominaban las coaliciones de gobierno, o intentaban un control más riguroso sobre las políticas públicas. Todo degeneró en una especie de laberinto que respondía, tanto a la administración del poder por el poder, como a la toma deficiente de decisiones, donde ciertas instituciones se subordinaron o autonomizaron unas de otras al interior de un Estado donde los partidos de los gobiernos de coalición trataban de beneficiarse con la explotación de cargos y salarios.

  El antagonismo entre la discreción de las burocracias dominantes que desafían la autoridad política, y la obediencia disciplinada ante las instrucciones del Poder Ejecutivo, depende de los contextos institucionales como la solidez de los pactos políticos para estructurar gobiernos, o el poder hegemónico de un presidente que posee grandes márgenes de acción y maniobra decisoria. La discrecionalidad de los presidentes para imponer decretos, o los bloqueos del parlamento para afectar al Poder Ejecutivo en el periodo 1985-1994, fueron dos caras de la misa moneda: todos se comportaron como actores irracionales, sin proyecto hegemónico de largo aliento, tratando de influir de una manera inorgánica en el proceso de formulación e implementación de diversas políticas públicas, afectando simultáneamente la transparencia, rendición de cuentas y una respuesta ineficaz de las instituciones que implementaban las decisiones. Todos los gobiernos de coalición, siempre estuvieron desarticulados, sin coherencia programática para ejecutar una sola visión de gobierno y naufragando al final, al no imponer un proyecto hegemónico.

Conclusiones

    Las pretensiones hegemónicas duraron muy poco y todo empezó a deteriorarse de manera impresionante. Los pactos de gobernabilidad dejaron de ser una opción de poder en el ascenso a la presidencia dentro del sistema político. Su posicionamiento a la cabeza del Estado durante el periodo neoliberal (1985-2005), estuvo fuertemente marcado por tres influencias decisivas: la primera tiene que ver con la articulación política de coaliciones de gobierno entre el MNR, ADN, MBL, MIR, UCS, CONDEPA y Nueva Fuerza Republicana (NFR) a partir de 1996. Supuestamente, esto garantizaba las exigencias de gobernabilidad para afianzar la elección de presidentes y otorgar así estabilidad al sistema democrático representativo. Sin embargo, estas coaliciones nunca lograron un consenso político acerca de planes de gobierno serios. Tampoco tuvieron visiones de reforma estatal a largo plazo y solamente se dedicaron a reclamar cuotas de poder clientelar para los partidos que pensaban en construir una hegemonía al margen de las demandas de una democracia más inclusiva.

La segunda influencia fue la percepción y diagnóstico equivocado que hizo la democracia pactada sobre las condiciones de la economía de mercado, endiosando irreflexivamente las políticas de privatización de empresas y servicios públicos. Las diferentes versiones de la derecha reeditaron un viejo estilo caudillista e ingenuo: descartar, de golpe y sopetón, otras formas institucionales de la democracia como el referéndum, las asambleas constituyentes y el control social en presupuestos participativos, descalificando las ideologías indianistas y todo tipo de concepciones que legitimen de mejor manera la toma decisiones gubernamentales. Las estrategias hegemónicas de los partidos dominantes fueron elitistas en exceso, prebendales con sus correligionarios y poco consecuente con la modernización de sus partidos que siguieron siendo máquinas para canalizar intereses personales.

El tercer aspecto que marcó buena parte de las gestiones gubernamentales de la derecha: las administraciones de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989), Jaime Paz Zamora (1989-1993), Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997, 2002-2003), Hugo Banzer (1997-2001), Jorge Quiroga (2001-2002) y Carlos Mesa (2003-2005), fue su estilo de liderazgo: no convertir sus estrategias presidenciales en mecanismos que sean más receptivos hacia el carácter multicultural e indígena de la ciudadanía democrática. Estos gobiernos representaron a una ideología conservadora en el momento de imponer diferentes políticas públicas, fueron extremistas en la privatización y poco flexibles para reformar las instituciones democráticas con capacidad de gestión sin caer en atolladeros autoritarios.

El discurso político del modelo institucional de la democracia pactada cayó en el desprestigio porque las grandes masas del país creyeron que el paradigma neoliberal nos entregó al endeudamiento, al estancamiento productivo, la estigmatización de ser un país indígena sin posibilidades de modernización homogénea y la burocratización de un Estado centralista que nunca se reconciliaba con la diversidad del pueblo. El modelo, identificado en gran medida con la derecha, perdió iniciativas hegemónicas y se negó sistemáticamente a incorporar en sus visiones de futuro a los valores de igualdad de oportunidades, dignidad, equidad, institucionalidad e interculturalidad.

En todas las coaliciones de la gobernabilidad neoliberal reinó un ambiente de pugnas internas por fracciones de poder. El modelo de los pactos políticos exageró la evaluación del país para llamar la atención popular y aparecer como los superiores que estaban destinados a dominar el Estado porque tenían mejores instrumentos y conocimientos. Todo fue una quimera. Nunca fueron una fuerza unida y bien articulada. La democracia pactada no pudo controlar a sus socios políticos en función de compromisos futuros y lealtades legítimamente democráticas. Las coaliciones fueron débiles para estructurar un solo plan de gobierno debido a la ausencia de mecanismos de coordinación política. Cada partido era una isla que buscaba sacar provecho inmediato y unilateral.

El modelo de la gobernabilidad careció de una capacidad de control racional y estratégico del Estado. Aplicaron algunas directrices de la economía de mercado junto con un conjunto de objetivos gubernamentales extremadamente generales y ambiguos. La democracia pactada tiene una profunda crisis de credibilidad ideológica, abandonó la innovación y la renovación de líderes, dejando de transmitir una imagen de dirección al no presentar metas y propuestas precisas de consolidación democrática. Lo que queda es únicamente una lista de intenciones sobre reformismo democrático y retóricas que apelan a la igualdad y lucha contra la pobreza que ya no responden a las demandas de una sociedad hastiada con los rostros de Jaime Paz Zamora, Jorge Quiroga, Samuel Doria Medina y Sánchez de Lozada.



Asimismo, es un hecho que los partidos políticos perdieron el monopolio de la representación y canalización de las demandas sociales y políticas en toda América Latina, apareciendo nuevos espacios que privilegian más lo regional y local que el Estado Nacional. A su vez, en todo el mundo existe un proceso de transformación de lo que es la polis; es decir, aquel lugar donde se toman las decisiones respecto a la marcha de una sociedad. Hoy día aspiramos a reconstruir la política pero, al mismo tiempo, tratamos de fijarle barreras para evitar que ésta se involucre con todo y atropelle con corrupción.

La política necesita contrapesos. El poder no puede hacer lo que quiera y los políticos tampoco pueden tratar los ámbitos públicos como si fueran privados. Esta necesidad de limitar el poder de los políticos hizo promover la eliminación del monopolio de la representación a través de los partidos. Sin embargo, esta reforma de los partidos trae el surgimiento de espacios también autoritarios de ejercicio del poder. Así nacen algunos líderes mesiánicos en los ámbitos locales y tótems imbatibles en las regiones con tradición caudillista que pueden ser un revés para la administración del aparato público.

     Esto fue igualmente visible en el caso peruano y brasileño donde todo terminó mal, precisamente por la irrupción de outsiders: gente que ingresa a la política pero que viene fuera de ésta, personas que tienen éxito en el mundo de los medios de comunicación, los negocios o los sindicatos, pero en el ámbito del sistema político sucumben ante la corrupción, como el caso Fernando Collor de Melho (presidente de Brasil 1990-1992) o las acciones dictatoriales de Alberto Fujimori (presidente de Perú 1990-2000). La crisis del sistema político en Bolivia y la incapacidad de renovación democrática en el liderazgo de derecha e izquierda, expresan diferentes formas huecas que no pueden transformar el ámbito de lo político.

Allí donde el sistema de representación pierde legitimidad, es muy probable que los liderazgos carismáticos y personalistas que vienen de otras dimensiones –no de la política– ocupen el espacio político. La gravedad actual de la crisis hace que la sociedad civil rechace del mismo modo a los outsiders, los cuales podrían tender a desaparecer, por lo menos en teoría, en cuanto el sistema de partidos y el sistema político de representación formal vuelvan a ser legítimos. Es decir, que los partidos discutan aquellas cosas que tiene que discutir pues no van a desterrar los liderazgos autoritarios de corte mesiánico por arte de magia. Ahora bien, tampoco se trata de eliminar a los outsiders, sino de evitar que invadan el terreno de la política, así como se trata de que la política no invada el ámbito de la vida privada de cualquier ciudadano.

  Los outsiders deben comprender que su legitimidad, cultivada en un escenario fuera de la política, no es trasladable al ejercicio del poder y la administración estatal. Allí donde brota una crisis del sistema de partidos, la gente usa o promueve líderes carismáticos para el ámbito que requieren pero, generalmente, no convierte su apoyo en votos y, por lo tanto, la participación de las múltiples agrupaciones ciudadanas constituye una superficie deleznable porque en lugar de representar los intereses colectivos y nacionales, podrían copar espacios para la satisfacción de gustos restringidos, haciéndonos tropezar con el sentido trágico de la política.

       La política como tragedia significa que hoy no se puede reconstituir la idea de polis, Estado y sistema de partidos, desvaneciéndose las posibilidades de recuperar las formas de consolidación democrática porque grandes segmentos de la ciudadanía parecen buscar a la política solamente para ganar dinero, insertarse de mejor manera en el mercado y consumir; es decir, estamos en un ciclo histórico donde se desvalorizó la política, degeneraron las acciones colectivas y el sistema de representación se convirtió en un negocio que degradó a la autoridad. La política es ahora una actividad mediocre, anti-cívica y finalmente, trágica que muestra la destrucción del honor para no comprometerse con los intereses de lo público y una auténtica sociedad democrática.

  Discutir las implicaciones y vigencia de la hegemonía en los sistemas democráticos es fundamental. Una vez más, Antonio Gramsci se convierte en el autor marxista que consideraba la hegemonía como la creación de una síntesis muy elevada de dirección y predominio ideológico; es decir, una fusión de objetivos e intereses de las clases aliadas y dominadas con los intereses de la clase dominante. La hegemonía hace que todos sus factores ideológicos y de poder, se articulen en una voluntad colectiva, convirtiéndose en el nuevo protagonista, con la fuerza de aplicar transformaciones y ejecutar la revolución, mientras dura el “proceso envolvente” de la hegemonía.

    La hegemonía en los sistemas democráticos es un reto, tanto estratégico como gerencial para deliberar, convencer, aplacar conflictos desestabilizadores y refundar la autoridad estatal controlando todo tipo de cambios. Para la hegemonía, el Estado podría ser entendido desde el punto de vista cibernético; en decir, el proyecto hegemónico equivale a saber modelar y dirigir el Estado como un verdadero “cerebro para la sociedad”. El problema radica en la existencia, de forma explícita o implícita, de un choque entre varios proyectos hegemónicos; es decir, de actores, partidos y movimientos sociales que se expresan, de manera pluralista, en las democracias competitivas.

  Es importante desentrañar cuáles son los principios articuladores de cualquier proyecto hegemónico, sean éstos autoritarios, donde se trata de imponer cualquier orientación por la fuerza; totalitarios, que aplican la violencia y el genocidio; deliberantes, en los cuales resalta el combate de argumentos; y legitimadores, que utilizan recursos tecnológicos donde dominan los medios de comunicación, la propaganda y el pragmatismo para convencer a la opinión pública por medio de ficciones discursivas momentáneas.

   Toda hegemonía, debido a su raíz política de conducción estratégica y guía estatal que une coerción y consenso, debe establecer una verdadera renovación intelectual, simbólica y propositiva, cuyo fin es convertirse en nuevas opciones de vida y tareas políticas con visiones universalistas al interior de la sociedad civil.

     En la actualidad, una hegemonía es la capacidad para imaginar ideas, llevarlas a la práctica, generar consentimientos, persuadir, negociar y lograr que las clases dominantes y dominadas confíen mutuamente en un trayecto de beneficios colectivos. La hegemonía valora mucho a las “ideas”, pues toda lucha ideológica entra en su pleno contenido por medio del debate de diversas proposiciones.

   Sin embargo, la hegemonía también implica cierta lógica militar para destruir las viejas formas de dominación porque los nuevos principios unificadores tratan de llegar a ser otra brújula que reorienta a las viejas conductas, creencias y concepciones éticas: la hegemonía tiene contenidos democráticos pero también autoritarios. ¿Será el régimen democrático, en el fondo, una mezcla entre tolerancia y lucha a muerte por obtener una nueva matriz cultural y estatal? La democracia exige que toda idea sea discutida, cuestionada y relativizada, favoreciendo diferentes estructuras de significados y legitimación. Al mismo tiempo, la democracia busca ser un orden social fuerte que sobreviva a los conflictos disgregadores.

   Los conflictos giran en torno a las intenciones que tienen los proyectos hegemónicos para convertirse en un poder constituido, controlar el Estado y generar nuevos aparatos de hegemonía. Éstos son una madeja institucional que contribuye al sistema político para asegurar la dominación-dirección, tratando de estrechar los lazos entre la sociedad civil y sociedad política.

     La importancia de las ideas y las estrategias para constituir un orden con autoridad que no dude en utilizar la violencia cuando así se necesite, tendrían que reflejarse también en una robusta metamorfosis intelectual y moral. Por último, hegemonía y democracia parecen ser compatibles con aquellas revoluciones simbólico-políticas que requieren grandes reformas educativas, culturales, mentales, institucionales y militares. De otro modo, las ilusiones hegemónicas se congelan en la violencia e imposiciones instrumentales sin sentido. El sistema de partidos políticos en Bolivia nunca estuvo a la altura de las exigencias de la consolidación democrática y tampoco pudo construir un proyecto hegemónico que implemente una estructura de dominación durable. Los partidos se deslegitimaron y en algunos casos estuvieron a punto de destruirse. Así, la democracia boliviana debe, necesariamente, reorientarse hacia la imprescindible renovación y democratización de los partidos. De otro modo, es altamente probable que regresen las dictaduras o se fortalezcan las características autoritarias en el manejo del poder, aspecto que también desinstitucionalizará y liquidará las posibilidades de subsistencia de la democracia en el largo plazo.

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[1] Lazarte, Jorge. “¿Hay una lógica en la política?”; en: Bolivia: certezas e incertidumbres de la democracia, Los Amigos del Libro - ILDIS, La Paz, 1992, p. 51.
[2] Los estudios más sobresalientes pueden reunirse en los siguientes trabajos de investigación, ampliamente difundidos: Lazarte, Jorge. Bolivia: certezas e incertidumbres de la democracia en Bolivia, tres volúmenes; Movimiento obrero y procesos políticos en Bolivia (historia de la COB 1952-1982), ILDIS, La Paz, 1988; Mayorga, René Antonio. ¿De la anomia política al orden democrático?, CEBEM, La Paz, 1991; Mayorga, René Antonio (comp.). América Latina, democracia y gobernabilidad, CEBEM, ILDIS, Nueva Sociedad, Caracas, 1992, cuya primera parte está íntegramente dedicada a analizar el caso boliviano; Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS) (editor). Nuevos actores políticos, ILDIS, La Paz, 1993; Mayorga, René A (comp.). Democracia a la deriva, CERES, La Paz, 1987; Mayorga, Fernando. Discurso y política en Bolivia, ILDIS - FACES, Cochabamba, 1993; Castedo, Eliana y Mansilla, H.C.F. Economía informal y desarrollo sociopolítico en Bolivia, CEBEM, La Paz, 1992; Laserna, Roberto. Productores de democracia, FACES-CERES, Cochabamba, 1992; Romero Ballivián, Salvador. Geografía electoral de Bolivia. Así votan los bolivianos, CEBEM, ILIDS, La Paz, 1993; San Martín Arzabe, Hugo. Sistemas electorales. Adaptación del doble vota alemán al caso boliviano, Fundación Milenio, La Paz, 1993.
[3] Gamarra, Eduardo. “Presidencialismo híbrido y democratización”; en Mayorga, René Antonio (coord.) Democracia y gobernabilidad. América Latina, Nueva Sociedad, CEBEM, ILDIS, Caracas, 1992, p. 24.
[4] Cfr. Sartori, Giovanni. Partidos y sistemas de partidos, Alianza Universidad, Madrid, 1988.
[5] El término “partidos oligopólicos” es utilizado por Luis Tapia en su artículo: “Dimensiones de la elección política y dinámica de partidos”, en: TEMAS SOCIALES, REVISTA DE SOCIOLOGÍA, UMSA, No. 15, 1991.
[6] Ver: Rivadeneira Prada, Raúl. “Partidos políticos, partidos taxi y partidos fantasma”, en NUEVA SOCIEDAD, No. 74, Caracas, septiembre-octubre, 1984.
[7] Tapia, Luis, ob. cit., p. 50.
[8] En la mayor parte de los medios de comunicación se criticaba a los partidos políticos el no asumir una actitud más responsable con la democracia, resaltando, al mismo tiempo, una serie de afirmaciones desiderativas, acerca de lo que deben ser las funciones del sistema de partidos.
[9] Las relaciones entre la política y la hegemonía están muy bien expuestas en el sugerente artículo de: Laclau, Ernesto. “Notas acerca de la forma hegemónica de la política”; en: Labastida, Julio (coord.) Hegemonía y alternativas políticas de América Latina, Siglo XXI, México, 1985.
[10] Este concepto y fenómeno de abuso arbitrario de los partidos, se inspira en lo que Guillermo O’Donnell denominó como democracia delegativa. Ver: O’Donnell, Guillermo. “¿Democracia delegativa?”, en: Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, Paidós, Buenos Aires, 1997, pp. 287-304.
[11] Cfr., Blithz y Saavedra, Marco Antonio. Democracia, pactos y élites. Genealogía de la gobernabilidad en el neoliberalismo, Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), La Paz, 1998. Ver también: Mayorga, René. “La gobernabilidad: nueva problemática de la democracia”, en: Mayorga, René. ¿De la anomia política al orden democrático?, ob. cit.; además, Lazarte, Jorge.  “El nuevo orden político” y “Cambios en los parámetros de la acción política” de su Bolivia: certezas e incertidumbres..., ob. cit., vol. I.
[12] La cultura política puede ser entendida como “las orientaciones específicamente políticas en relación al sistema político y sus distintas partes, y a actitudes relacionadas con el rol del yo en el sistema (...); en cualquier sistema político hay un reino subjetivo ordenado de la política que da sentido a las decisiones políticas, disciplina a las instituciones y significación social a los actos individuales”.  La cultura política democrática mostraría al gobierno democrático como el régimen que posee “un equilibrio adecuado entre el poder gubernamental y la sensibilidad del gobierno a los deseos y aspiraciones de los ciudadanos. Esto supone que el gobierno debe tener la capacidad de maniobra al aplicar sus decisiones, pero al mismo tiempo estas decisiones deben adoptarse, cuando menos, a la luz de los deseos y aspiraciones conocidas de los ciudadanos”; en: Dowse, Robert y Hughes, John. Sociología política, Alianza Universidad, Madrid, 1982, pp. 283-297. Los partidos en Bolivia, desde muy temprano en 1985 siempre pensaron que podían burlar la fuerza de control del voto soberano y colocarse por encima de la voluntad popular para actuar con discrecionalidad, sobre todo cuando usufructuaban las instituciones del Estado.
[13] Por sistema político se entiende el conjunto de relaciones permanentes, al interior de las cuales se producen decisiones vinculantes para toda la sociedad; es decir, es el espacio de donde emanan valores normativos impregnados de autoridad y obligatoriedad. Aquí, el tema central radica en la búsqueda hegemónica como requisito político para definir claramente la dominación. Cfr. Sartori, Giovanni. La política, lógica y método en las ciencias sociales, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, y también Easton, David. Esquema para el análisis político, Amorrortu, Buenos Aires, 1970.
[14] Cfr. Instituto Latinoamericano de Investigaciones Sociales (ILDIS). Encuesta de coyuntura nacional, informe final, La Paz, 25 de mayo de 1992, trabajo realizado por la empresa Encuestas y Estudios y ejecutada en las ciudades de La Paz y El Alto.
[15] Cfr. Levy, Ayda. El rey de la cocaína: Mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer narcoestado, Madrid, Mondadori-Debate, 2012.
[16] Cuando me refiero a la competencia política, quiero resaltar aquella característica de los políticos y sus partidos, según la cual éstos pretenden ganar protagonismo ante cualquier acto que favorezca la visión de una democracia dominada por élites, entrando abiertamente en un proceso de competitividad por ganar sitiales notorios y expectantes dentro de la política.
[17] La crítica de los pactos políticos y sus insuficiencias, está tratada de una manera novedosa por: Rabotnikof, Nora. “El retorno de la filosofía política: notas sobre el clima teórico de una década”; en: REVISTA MEXICANA DE SOCIOLOGIA, año LIV, No. 4, octubre-diciembre de 1992. En este ensayo, la autora considera que los pactos de gobernabilidad sufren grandes problemas debido a su carácter estrictamente contractualista, es decir es solamente una formalidad porque, probablemente se desprecia a los mecanismos de control democrático que vienen de la sociedad civil.
[18] Cfr. Mayorga, René A. “Gobernabilidad: la nueva problemática de la democracia”, ob. cit. Consultar también: Mayorga, René Antonio. Desmontaje de la democracia. Crítica de las propuestas de reforma política del Diálogo Nacional 2000 y las tendencias antisistémicas, CEBEM, La Paz, 2001.
[19] Para conceptualizar la hegemonía, emplearé la definición gramsciana, según la cual toda hegemonía es “la capacidad de una clase social para articular a sus intereses los de otros grupos sociales a través de la lucha ideológica, que es un proceso de constante desarticulación-rearticulación tratando de establecer la unidad de los objetivos económicos, políticos e intelectuales, ubicando todos los problemas respecto a los cuales se libra la lucha, en un nivel universal, no corporativo; así se establece la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados”; en: Mouffe, Chantal. “Hegemonía e ideología en Gramsci”, REVISTA AUTODETERMINACION, No.1, 1986, p. 32 y ss. Además, ver también: Bucci-Glucksmann, Christine. Gramsci y el Estado. (Hacia una teoría materialista de la filosofía), Siglo XXI, México, 1987, y Laclau, Ernesto y Mouffe, Chantal. Hegemonía y estrategia socialista, Siglo XXI, México, 1988. 
[20] Cfr. Mouffe, Chantal, ob. cit. La hegemonía es, en el fondo, una estrategia inherente a la praxis de la dominación y, como tal, es la fuente para una acumulación de mayor poder.
[21] La legitimidad hegemónica es “aquel atributo del poder que se expresa en la existencia de una parte relevante de la población  de un grado de consenso tal que asegure la obediencia sin que sea necesario, sino en casos marginales, recurrir a la fuerza”; en: Bobbio, Norberto (coord.). Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1988.
[22] Landi, Oscar. “La trama cultural de la política”, en: http://www.flacsoandes.edu.ec/biblio/catalog/resGet.php?resId=13812, acceso del 16 de abril de 2018.
[23] Ver también, entre otros, Poulantzas, Nicos (comp.). La crisis del Estado, Alianza Universidad, Barcelona, 1976.
[24] Cfr. Lazarte, Jorge. “Nuevos parámetros de acción de la política boliviana”, “La nueva gramática política”, “Cultura política e inestabilidad democrática” y “La democracia es certeza en las normas e incertidumbre en los resultados”; en: Lazarte, Jorge. Bolivia: certezas e incertidumbres de la democracia, Los Amigos del Libro - ILDIS, La Paz, 1993. Para pensar de manera global en el caso latinoamericano, ver: Alcántara, Manuel. “¿Democracias inciertas o democracias consolidadas en América Latina?”; en: REVISTA MEXICANA DE SOCIOLOGÍA, año LIV, No. 1, enero-marzo de 1992.
[25] Cfr. O’Donnell, Guillermo. “Apuntes para una teoría del Estado”; en: REVISTA MEXICANA DE SOCIOLOGÍA, Vol. 40, No. 4, Estado y Clases Sociales en América Latina (2), octubre-diciembre, 1978, pp. 1157-1199.

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