ORÍGENES DE LA CONSTRUCCIÓN DEMOCRÁTICA EN BOLIVIA: LOS PARTIDOS POLÍTICOS Y SU BÚSQUEDA HEGEMÓNICA INCONCLUSA
La firma del Pacto por la Democracia en 1985, una época de ilusiones pero también de frustración colectiva debido a la formación de partidos neo-oligárquicos.
Introducción
Este artículo reflexiona sobre
algunos problemas del desenvolvimiento democrático en Bolivia, que ya llegó a
ser un periodo de 36 años (1982-2018). Específicamente, analiza el papel
desempeñado por los partidos como actores centrales del sistema político, quienes buscaron desarrollar formas hegemónicas en el periodo de sus raíces tempranas
entre 1985 y 1994. La construcción hegemónica intentó ser impulsada cuando
los partidos políticos se convirtieron en las estructuras de mediación por
excelencia entre la sociedad civil y el Estado en Bolivia. Es más, la
democracia boliviana ingresó en lo que se denomina el umbral de regularidad del periodo 1985-1994 con elecciones
presidenciales y municipales frecuentes y consistentes. Sin embargo, esta
característica de desarrollo político trató de comprenderse por medio de las
teorías de la gobernabilidad y estabilidad políticas de la democracia
representativa, en lugar de complementarse el análisis con la aparición de
formas hegemónicas que fueron marginando otros tipos de representación y
participación.
Sugiero
abordar el desarrollo de la democracia desde la perspectiva de la hegemonía, examinando
el sistema de partidos y los procesos de legitimación y consenso que aquellos
promovieron. El súbito poder que adquirieron los partidos desde las elecciones
de 1985, no sólo realzó su papel en el sistema electoral, sino que inauguró un
nuevo tipo de prácticas políticas hegemónicas que fueron más allá de las
teorías de la gobernabilidad. En concreto, se forzó una visión según la cual,
toda praxis política debía quedar en los marcos de un conjunto de políticos,
supuestamente, profesionales, tecnócratas y circuitos de élites dirigentes que
despreciaban cualquier posibilidad de participación de la sociedad civil. De
hecho, el concepto de sociedad civil fue considerado como un espacio homogéneo
y abstracto, dejando al margen las capacidades de acción política de las clases
sociales, los movimientos indígenas y otros actores que podían ser
identificados como defensores de una democracia directa.
Ahora bien, el análisis de
posibles formas de hegemonía nos introduce en otro nivel de complejidad pues, “(…)
como en todas las situaciones políticas y sociales, los resultados obtenidos no
son ciertamente la realización directa,
por transcripción, de las estrategias de los actores y son más bien el ‘efecto de composición’ de la acción y
efectos cruzados y sobre-determinados
de los ‘intereses’ y sus estrategias, que en muchos casos son incompatibles o
no fácilmente negociables (...)”[1]. El estudio
de los pactos de gobernabilidad que buscaron solidificar la persistencia
estable de nuestra democracia, podría comprenderse de manera más clara al analizar
la construcción hegemónica que se trató de lograr como efecto de la influencia
del sistema de partidos con representación parlamentaria por encima de la
sociedad civil; es decir, a partir del intento por instaurar un conjunto de partidos oligopólicos.
El ingreso al Parlamento con
sus listas de diputados y senadores, para después conformar gobiernos, dio a
los partidos una notoriedad muy grande frente a la cual, probablemente, no
estaban preparados debido a que los líderes partidarios reprodujeron de
inmediato una cultura política antidemocrática y fuertemente retórica para
defender la gobernabilidad que, en el fondo, representó la excusa para
instaurar una hegemonía cimentada en el monopolio de la representación, aunque
carente de debates ideológicos y planteamientos programáticos. La búsqueda hegemónica,
sin embargo, fue una tarea inconclusa y llena de contradicciones.
La gobernabilidad como un
juego privilegiado de los partidos
Al realizarse un diagnóstico
bibliográfico sobre la historia del sistema democrático en Bolivia, puede
detectarse la existencia de pocos estudios respecto de la hegemonía y su arquitectura
en el sistema político. Si bien se analizaron los cambios en los parámetros de
la acción política y la dinámica del nuevo orden político que adquirió
especiales connotaciones desde 1985, se advierte una ausencia con relación al
tratamiento detallado en la acción de los partidos políticos y la construcción
de nuevos códigos de hegemonía para dominar en el sistema democrático.[2]
Los
cambios suscitados desde el final del gobierno de la Unidad Democrática y
Popular (1985), otorgaron a los partidos una centralidad y peso enormes. De
hecho, se pensó que solamente ellos podían dar un nuevo rumbo para salir de
cualquier tipo de crisis económica, social y política. La contradicción más
clara, sin embargo, estuvo en la historia misma de los partidos, puesto que en
las elecciones de 1979 y 1980, casi todos quebraron el sistema político e
inviabilizaron la elección del presidente porque siempre manifestaron un culto
al caudillismo, indisciplina y dobles estándares en sus posiciones ideológicas.
Los partidos políticos actuaron de modo pragmático para aprovechar la
decadencia de las dictaduras y reclamar para sí un dudoso derecho de propiedad
sobre el nuevo tipo de juego democrático.
La intolerancia, el complot y
la confabulación, revelaron que los partidos eran tan dañinos como las
consecuencias nocivas de la dictadura. Como bien afirmó el politólogo Eduardo
Gamarra, “las disputas por la distribución de puestos y cargos (patronaje
político) fue un problema aún más agudo. Partidos en el Congreso demandaban
puestos a cambio de apoyo legislativo, sin embargo, por el tamaño reducido de
las fuentes de patronaje, hasta los miembros del partido en función de gobierno
eran excluidos de los beneficios patrimoniales. El resultado fue un asalto
inmediato sobre el poder ejecutivo. En el Congreso Nacional, los partidos
políticos y las facciones inmovilizaron la actuación del ejecutivo por medio de
investigaciones, ‘golpes constitucionales’, y otros aspectos similares. El
primer ‘golpe constitucional’ se produjo en noviembre de 1979 cuando una
conspiración entre militares y miembros del Congreso derrocó al gobierno
interino de Walter Guevara Arce. Variaciones de este esquema fueron comunes
entre 1982 y 1985 (…)”[3]. La
erupción de los partidos en los comienzos de la era democrática, no significó
un cambio real en la cultura política autoritaria, sino sólo la posibilidad de
reacomodarse como opciones de poder después de la dictadura.
A partir de las presidenciales
de 1985, llamó la atención el tipo de relaciones que se establecieron en las
pugnas políticas y las confrontaciones electorales del sistema de partidos,
cuyas tendencias parecían pasar de un sistema multipartidista polarizado hacia
uno moderado[4],
en el cual brotaban progresivas restricciones, pretendiéndose institucionalizar
un monopolio entre los partidos más sólidos en aquella época y con mayor peso
electoral, como fue el caso del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR),
Acción Democrática Nacionalista (ADN), el Movimiento de Izquierda
Revolucionaria (MIR), Unidad Cívica Solidaridad (UCS), Movimiento Bolivia Libre
(MBL), Movimiento Revolucionario Tupac Katari de Liberación (MRTKL), Conciencia
de Patria (CONDEPA).
El sistema de partidos tendió
hacia la formación de partidos oligopólicos[5] dentro
del juego del poder, desterrando toda alternativa de discusión ideológica para
representar a las clases obreras, grupos étnicos y masas populares. La reacción
oligopólica (autopercibirse como la élite privilegiada de unos pocos llamados a
ejercer la praxis política), surgió cuando se utilizó como argumento a la
gobernabilidad, que fue entendida únicamente como la ingeniería de partidos y
dirigentes, aparentemente más funcionales y profesionales para definir la
estabilidad democrática. Llamó la atención que luego de la dictadura de Banzer
y Juan Pereda Asbún, la reorganización de los partidos fuera un hecho
ampliamente celebrado como una señal plenamente democrática; pero cuando las
elecciones empezaron a encasillarse dentro del discurso de la gobernabilidad, se
hizo mofa de la cantidad de partidos que existían, partidos en los que
únicamente cabía un líder y sus seguidores dentro de un “taxi”, llegando a
crear inclusive partidos fantasmas[6].
El multipartidismo fue
cuestionado para después tratar de cerrar las puertas y concentrar todo
alrededor de un grupo oligopólico, supuestamente más representativo, aspecto
que fue muy arbitrario. En todo caso, la capacidad de representar políticamente
que tenían los partidos, estaba relacionada con estrategias populistas, faccionalismo,
excesivo sectarismo, patronazgo y un excesivo culto a la maniobra que eran
capaces de hacer los principales dirigentes partidarios, en función de las tretas
para llegar a un gobierno a como dé lugar.
Ya sea por la memoria
colectiva de lo que simbolizó la hiperinflación y el desastre socio-político del
gobierno de Hernán Siles Zuazo (1982-1985), como debido a la desconfianza en
las alternativas revolucionarias o utópicas del movimiento popular, todos los
medios de comunicación y los sectores que formaban la opinión pública,
decidieron apoyar al sistema de partidos como aquellas estructuras útiles para
darle un nuevo impulso a la naciente democracia. Sin embargo, se observó
también que “la restitución de procesos de elección de gobernantes se ha visto
acompañada, en los últimos años, de una serie de reformas a la normatividad que
los rige, restringiéndose la legalidad de algunas formas de representación de la
sociedad civil y su presencia legítima en las instancias de discusión y
decisión gubernamental, favoreciéndose la concentración forzada de la
representación en pocos sujetos representativos que harían más eficaz la
función de gobierno en términos de racionalidad formal y de eliminación de
contradicciones y diferencias significativas en el ámbito estatal”[7].
Surgió, entonces, una conducta
intransigente manifestada por los partidos, en términos de la no aceptación de otras
formas de representación política, predominando cierto carácter de
discriminación sistemática de los movimientos sindicales y las organizaciones
populares, junto con la poderosa influencia de los medios masivos de
comunicación social que internalizaron en la conciencia cotidiana un modelo de
democracia donde los partidos eran los únicos sujetos protagónicos del sistema
democrático, porque en sus manos debía[8] estar la
responsabilidad de la modernización y consolidación de dicho sistema. Este
escenario dibujó un panorama especial donde las formas hegemónicas pasaban por
la construcción de élites políticas que, sobre todo, pertenecían a los partidos
más importantes. La dinámica de élites encajaba muy bien con la tradición
caudillista de los partidos, es decir, solamente un pequeño grupo buscaba
moverse para atrapar la mejor porción del poder que pudiera, razón por la cual
los dirigentes nunca iban a permitir que se desarrollará una institucionalidad
democratizadora dentro de los partidos, ni nuevos ni tradicionales.
En consecuencia, las formas de
hegemonía y consenso como resultado de la importancia de los partidos políticos
oligopólicos dentro de la democracia representativa, impulsaron una estrategia
que, básicamente se enraizaba al interior del Parlamento. Los partidos eran el
instrumento operativo en el sistema político boliviano y, al mismo tiempo,
dibujaban las fronteras de aquello que se convirtió en la dinámica del poder:
participar en elecciones, ofrecer programas de gobierno superficiales, más publicitarios
y no ideológicos, así como delimitar sus acciones que se colocaban por encima
de la voluntad popular porque los partidos se veían a sí mismos como los protagonistas
de más valor y con mayor vocación de poder[9].
Las acciones de los partidos
se orientaron, fundamentalmente, hacia la organización de gobiernos con los
pactos de gobernabilidad para beneficiar solamente a ciertos grupos de interés,
sin tratar de democratizar el acceso a la toma de decisiones y utilizando el
discurso de la democracia, únicamente como pretexto para promover conductas y
visiones donde los jefes de partido, construían una democracia restringida y
autoritaria en los hechos, además de manifestar un discurso solamente
declarativo en cuanto a la transformación productiva, económica y estatal que
brindara al sistema democrático una mayor sostenibilidad.
El sistema de partidos jamás
tuvo un papel central en la identificación de políticas económicas adecuadas
para un relanzamiento de las estructuras productivas y competitivas. Todo lo
contrario, muchos parlamentarios optaron por la defensa miope de intereses
gremiales y por copiar las fórmulas de los organismos multilaterales de
desarrollo en materia de reformas y ajustes estructurales en la economía. La
ciudadanía, en contrapartida, vio que los pactos de gobernabilidad no
respetaban el principio de la soberanía del pueblo y asumió que los partidos
funcionaban, una vez más, como oligarquías antidemocráticas. Los partidos no
eran las viejas estructuras de expresión clasista, revolucionaria ni utópica,
sino organizaciones más maleables que con dificultades promovían una discusión
programática. Sus ideologías eran una mezcla variable y ubicua de múltiples
fragmentos, en la era de la publicidad a través de la televisión.
Democracia de representación
delegada y búsqueda hegemónica
Los contenidos que asumió la construcción hegemónica en las formas
de interacción política que se
establecieron a partir de 1985 entre el Estado,
el sistema de partidos y la sociedad civil, se condensan en lo que se
denomina una democracia de representación
delegada y arbitraria[10].
Ésta debe ser entendida como un tipo de régimen donde los partidos políticos
más representativos utilizaron el voto ciudadano como un cheque en blanco para luego tomar decisiones totalmente alejadas de
los intereses del país y el Estado. Como diputados o senadores, la gran mayoría
de los partidos buscaron beneficios personalistas y prestigio individual. Esto
dio lugar a un fenómeno nada nuevo pero muy influyente: los partidos eran
máquinas institucionales para canalizar ambiciones personales por medio de
ideologías improvisadas y retóricas discursivas, expresadas a través de los medios
de comunicación, sin poder transformar efectivamente la sociedad y la realidad
más profunda de las estructuras estatales.
Como
miembros de diferentes gobiernos, los partidos utilizaron al Estado como un trofeo
político para hacer negocios, degenerando en una distorsión permanente de las
políticas y la gestión pública transparente. De hecho, entre 1985 y 1990 no
hubo ningún criterio normativo para ejercer una gestión pública racional.
Recién con la implantación de la Ley de Administración y Control
Gubernamentales (SAFCO) (julio de 1990) se normaron los procedimientos para las
contrataciones estatales y la administración más ordenada de los recursos
públicos. Los resultados lamentables de esta democracia de representación delegada se resumen en dos factores:
corrupción y estatalidad débil.
Tales formas de interacción ligadas a un Estado ineficiente, se desenvolvieron
al interior de una sociedad que había escogido como régimen de gobierno a la democracia representativa. Incluso hoy
la Ley SAFCO es constantemente manipulada, según el cálculo político de los
partidos que tiene un control decisivo al interior de un gobierno.
Los conceptos como “pactos de
gobernabilidad” y “estabilidad democrática”, no solamente fueron internalizados
por los intelectuales, sino también por los políticos de turno. Es así que
después de las elecciones presidenciales de 1989, volvieron a instaurarse otros
acuerdos similares al Pacto por la
Democracia de 1985, esta vez entre ADN y el MIR, quienes dieron lugar al Acuerdo Patriótico, para continuar en 1993
con el pacto por la gobernabilidad entre el MNR-MRTKL-MBL-UCS. En mi criterio,
la lógica de los pactos señala una tendencia única: acuerdos de gobernabilidad
neo-oligárquicos[11]
y una enorme influencia clientelar al interior del aparato estatal, como los
rasgos más sobresalientes de las formas de hegemonía a cargo de los partidos
políticos que, curiosamente, en las teorías de la gobernabilidad eran
considerados como lo más saludable para la democracia boliviana.
Es por esta razón que el
concepto y los alcances de la gobernabilidad nunca tuvieron un efecto práctico
para reducir la ineficiencia en la gestión pública o para mejorar la toma de
decisiones en función de una administración más transparente. El sorpresivo
pacto entre el ex dictador Banzer y Jaime Paz que lo acusó de ser asesino, para
luego abrazarse en un acuerdo que olvidaba la represión al MIR en los años 70,
mostraba cómo ya no importaban ni la ideología, ni la institucionalidad
partidaria, sino únicamente la búsqueda hegemónica con el fin de desarticular
la representación soberana del voto popular.
Las teorías de la
gobernabilidad no pudieron ser utilizadas para pensar, por lo menos, una
política efectiva de control de la corrupción porque una de sus consecuencias
pragmáticas se desvió solamente a la conformación de gobiernos a través de
acuerdos entre los partidos, haciendo la vista gorda cuando emergían serios
problemas de abuso de autoridad, desinstitucionalización y manipulación de los
poderes del Estado para beneficiar a la clientela partidaria. Los partidos
pensaron que la mejor forma hegemónica de la praxis política era el fomento del
clientelismo estatal y la prebenda como carta de negociación para aumentar la
interpelación directa hacia diversos sectores sociales.
Algunos cambios en la
reestructuración del poder ejecutivo como la reducción del número de
ministerios y viceministerios, reformas en materia constitucional para incluir
diputados uninominales o reformar el poder judicial, junto con las discusiones
en torno a la puesta en marcha de la Ley de Participación Popular (1993) en Bolivia,
posibilitaron el estímulo de una cultura política democrática que, sin embargo,
chocó con la conducta displicente de los partidos[12]. Ningún
partido tuvo una propuesta seria de desburocratización estatal y sus apuestas tan
solo se dirigieron a ver la posibilidad de ingresar al Congreso para definir la
elección del presidente, gracias a los pactos de gobernabilidad, con la
esperanza de tener un espacio de supervivencia dentro del Estado, pero no así en
la formación de lealtades con las bases y clivajes sociales. El objetivo era
controlar instituciones públicas y así tener un acceso directo a los réditos
inmediatos de la representación. Las masas populares habían votado por los
partidos y, al mismo tiempo, se habían alejado de cualquier incidencia efectiva
en las políticas públicas y las instituciones más estratégicas.
Al mismo tiempo, los partidos
políticos atravesaron por un proceso de constante deslegitimación ante los ojos
de la sociedad civil, lo cual provocó también que determinadas instituciones
democráticas como el Parlamento, caigan presas de la desconfianza y la crítica
mordaz porque los partidos con representación parlamentaria no demostraron
efectos contundentes en cuanto a la articulación y combinación de intereses verdaderamente
honestos al interior del sistema político[13].
Aún
a pesar de que los partidos y el Congreso nacional se encuentran hasta el día
de hoy fuertemente desprestigiados, se construyeron los códigos hegemónicos asentados
en el fortalecimiento de la mediación entre el Estado y la sociedad civil. De
acuerdo con algunas encuestas de opinión política, los partidos políticos todavía
eran considerados por la población como instituciones imprescindibles[14] para
la democracia en Bolivia. Esta percepción estuvo influenciada, sobre todo, por
los medios de comunicación que vendieron la idea de partido como instrumento
natural para la estabilidad económico-política. A su vez, los partidos que
impulsaron los pactos de gobernabilidad, vendieron muy bien otra idea a los
medios de comunicación a través de publicidad y beneficios económicos para
interpelar a la población con el discurso de una democracia moderna, ligada
siempre a los partidos fuertes como actores privilegiados en el manejo del poder.
¿Cuáles
fueron, entonces, las formas de construcción de la hegemonía política en el
período 1985-1994, fruto de la influencia que poseían los partidos oligopólicos
como el MNR, ADN, MIR y CONDEPA? La
construcción hegemónica a través de determinadas actitudes partidarias, tuvo un
hito histórico como el Pacto por la
Democracia de septiembre de 1985. A partir de esta fecha, los partidos que incluso
estuvieron vinculados a las dictaduras de Banzer (1971-1978) y García Meza
(1980-1981), se convirtieron en los principales referentes del sistema
democrático, aunque no tardaron en mostrar conductas negativas, sobre todo en
lo referido al patronaje como si
fuera un fin en sí mismo, junto al desestabilizador problema del narcotráfico
que afectó, por igual, a todos los partidos en cada gobierno desde 1982.
Si se hiciera un profundo
análisis sobre la penetración del narcotráfico en las esferas gubernamentales,
aparecerían preocupantes datos como la curiosa influencia casi mítica de
Roberto Suárez Gómez, apodado el rey de la cocaína que, supuestamente, hasta
ofreció pagar la deuda externa en 1982 durante la crisis económica y la
hiperinflación del gobierno de la Unidad Democrática y Popular (UDP). A la
fecha se sabe claramente que Suárez Gómez financió el golpe de Estado de Luis
García Meza el 17 de julio de 1980[15].
En el gobierno del Pacto por la Democracia, volvió a
aparecer en la escena política con el escándalo de los narco-vídeos donde
Suárez Gómez estaba disfrutando de relaciones muy cercanas con políticos representativos
de la época como los diputados de ADN, Alfredo Arce Carpio y Mario Vargas
Salinas. Para agravar más la situación, el asesinato del científico Noel Kempff
Mercado en 1986 desató el escándalo de la fábrica de cocaína más grande en
América Latina, Huanchaca, que involucraba a varios jerarcas de la administración
de Paz Estenssoro e inclusive a estrategas del gobierno de los Estados Unidos.
Ya en la época del Acuerdo Patriótico, nuevamente saltaron
a la palestra política los narco-vínculos que conectaban al narcotraficante
Isaac “oso” Chavarría, militante del MIR, con el ex presidente Jaime Paz
Zamora. De hecho, éste fue casi obligado a renunciar a la vida política al finalizar
su gobierno en 1993, precisamente debido a los narco-vínculos. El nuevo
gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997), tampoco se salvó de los
problemas cuando en 1995 apareció el caso del “narco-avión”, al despegar del
aeropuerto de El Alto, un carguero con veinte toneladas de cocaína. El avión
fue detenido en Perú y se hizo casi imposible explicar cómo el gobierno no
podía, o no quería, luchar con esta gangrena del narcotráfico y sus poderosos
vínculos con la política boliviana.
Los instrumentos funcionales
de la construcción hegemónica y el consenso que se difundió en la sociedad,
inaugurando un proceso de relativa estabilidad democrática desde 1985 hasta,
prácticamente el año 2002, fueron los medios de comunicación, los intelectuales
oportunistas de las organizaciones no gubernamentales que enajenaron el
discurso de la modernización económica y gobernable neoliberal como si fuera la
fórmula mágica para el progreso, y los organismos de cooperación internacional como
el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Programa de las
Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Todas estas influencias de
dominación consensual buscaban imponer, sutilmente, los ajustes de economía de
mercado que desestabilizaron la democracia, sobre todo cuando apuntalaron las
políticas de privatización de las empresas estatales.
Al explicar los mecanismos a
través de los cuales se puso en práctica la hegemonía política y el consenso que
ejercieron los partidos políticos en la competencia política[16] por mantenerse
en el poder, se encuentra lo siguiente:
a) El sistema de partidos colocó en un mismo plano
estratégico a la democracia de
representación delegada, las reformas de economía de mercado y la acción
representativa de los partidos, que desprestigiaron otras alternativas para el
ejercicio de la participación como los sindicatos o los movimientos sociales.
b) El código ideológico principal articulaba la idea de
modernización que estaba relacionada
con la occidentalización de la cultura junto con la economía de mercado, además
de destacar que los pactos gobernables llevados a cabo por los partidos, no
eran sino evidentes para una
democracia más efectiva. De aquí que cuanto mayor fue la intensidad del
discurso sobre la supuesta modernización, mayores también fueron las
posibilidades de reclamos y exigencias múltiples de representación que venían
de la sociedad civil. Frente a esto, las formas hegemónicas de los partidos pusieron
en práctica soluciones políticas restrictivas y autoritarias, generando un
divorcio entre las élites partidarias y varios grupos clasistas y étnicos del
país.
c) El llamado periodo
neoliberal fue difundido como una oferta de bonanza, donde el Estado estaba
desprestigiado y era mucho mejor dejar que los rumbos del desarrollo sean
guiados por el sector privado y, sobre todo, por el individualismo posesivo, en
lugar de las visiones revolucionarias, desacreditadas debido a la desaparición
de la Unión Soviética y la idea del socialismo en el mundo postindustrial.
d) Más que una equivocación estratégica al dejar todo
en manos del mercado, sobre todo los servicios de salud, educación y la
explotación de los recursos estratégicos como el petróleo y los minerales, el
problema apareció en torno a la promesa incumplida del neoliberalismo: el desarrollo
era igual a los ajustes de mercado; la participación y las funciones del Estado
eran igual a daño económico e ineficiencia y, en consecuencia, las promesas de
la igualdad y prosperidad iban a venir por medio de una simbiosis entre la
democracia de los partidos y la economía de la globalización. Esto, sin lugar a
dudas, fue una proposición que terminó por fracasar en Bolivia.
e) Así, la democracia
de representación delegada podía hacer lo que creía conveniente porque
después del voto ciudadano, las decisiones tomadas por las oligarquías partidarias
eran lo más trascendental.
Por lo tanto, los pactos
políticos[17]
favorecieron la gobernabilidad como el eje de auto-reproducción en el poder,
donde la forma partido monopolizó la interacción política entre el sistema
político y la sociedad civil, a partir de búsquedas hegemónicas relacionadas
con la modernización política, que
era el discurso de las élites dirigentes. Los partidos no se propusieron consolidar
la democracia, en términos de una renovación para transformar las instituciones
del Estado con el propósito de lograr una gestión pública, orientada a
resultados eficientes y sólidos para conducir el desarrollo con equidad. Los
partidos creyeron ser los únicos llamados a construir la democracia, poniéndose
por encima de todo. Esto sucedió claramente en las elecciones de 1989 donde el
partido que obtuvo el tercer lugar en los resultados electorales, tomó el poder
al ser elegido en el Parlamento el MIR y Jaime Paz como presidente.
El código hegemónico de
comunicación en aquel entonces, transmitió la idea de que si la Constitución
permitía que los tres candidatos más votados ingresaran al Congreso en su
carrera a la Presidencia, aunque nadie haya alcanzado la mayoría absoluta en
las urnas, era explicable que para
evitar dejar en vilo al país, las élites eligieran al tercero. Era legal y
satisfacía la expectativa de gobernabilidad. En los hechos, lo más importante
era ser gobierno y beneficiarse con los espacios de poder, haciendo un uso arbitrario
de la democracia de representación delegada.
Los partidos habían sido delegados por el voto para decidir, aparentemente, lo
más conveniente para el país. En este caso, los medios de comunicación y
algunos intelectuales que elogiaban los pactos políticos como si fuera una
innovación para la gobernabilidad, convencieron a la población sobre las
bondades de una lógica elitista, en lugar de buscar resultados como la
democracia directa o la legitimidad preeminente del voto universal en las
urnas, considerados como una ilusión perfeccionista.
La nueva construcción
hegemónica fue conectando la ideología neoliberal modernizadora, el sistema de
partidos, los procesos de consenso y los pactos como instrumentos para el
afianzamiento de la legitimidad y el funcionamiento institucional del sistema
político[18].
El arsenal conceptual que es necesario incorporar, podría partir de la
concepción gramsciana sobre el significado de la hegemonía[19]. Las
conductas partidarias instauraron cierta unidad ideológica en la sociedad
boliviana, que no consistió en la imposición de una ideología dominante de clase
social sino, más bien, en la venta de un convencimiento pragmático: la
representación democrática debía ser liderada por los partidos porque éstos
eran, inclusive, mejores que el propio Estado. Los partidos trataron de involucrar
al Estado con el fin del proceso revolucionario de1952, el cual se había
agotado junto con el modelo estatal de intervención en la economía y la
sociedad. Si el Estado estaba desinstitucionalizado y quebrado, entonces los
partidos iban a transformarlo en un recurso manejable.
El sentido gramsciano apunta a
que la sociedad civil no sea sino la base
ética del Estado o la ideología en sí misma. Con los partidos oligopólicos,
se buscó demostrar que ni la sociedad boliviana, ni el mundo podrían sobrevivir
sin el liberalismo económico como el centro de las acciones partidarias. Así,
la nueva base moral de la política era el impulso de los ajustes estructurales
y el fortalecimiento del sector privado como el pivote de la sociedad civil, en
reemplazo de otros actores como los sindicatos y la Central Obrera Boliviana
(COB). De esta manera no había ninguna posibilidad de acción de parte de algún
sector de la sociedad civil porque la praxis política era la prerrogativa de
las élites políticas y económicas. Esta era una nueva orientación que incluía la
imposibilidad de ir más allá del mercado y la necesidad de aceptar todo tipo de
políticas para ir en contra del estatismo. Los elementos ideológicos descansarían
en un principio que estaría siempre suministrado por las élites dominantes: los
partidos políticos como ejes de las coaliciones gubernamentales.
El principio hegemónico[20] era la
democracia representativa que, con el tiempo, se transformaría en la democracia de representación delegada,
gobernable y neo-oligárquica. Para dicho principio, toda consecución
democrática debería estar solamente en manos de los partidos políticos; es
decir, en los ámbitos del sistema político, única y estrictamente. Los partidos
serían quienes profundizarían la democracia en Bolivia porque ese sería su destino. La política era una libertad que
se desenvolvía en el seno de la democracia representativa, lejos de la sociedad
civil y sobre la base de pugnas de poder reglamentadas con normas precisas.
En consecuencia, toda decisión
se restringiría sólo a la acción de los partidos políticos dominantes. Al menos
eso parecían expresar los discursos cuando se hablaba de la supuesta eficacia de
tecnócratas en el Estado para asegurar un plan económico y un tipo de
dominación que permita la estabilidad, evitando conflictos violentos. Sin
embargo, la modernización estatal no representó una variable determinante para las
élites, al igual que las insuficiencias de los planes económicos para la capitalización
de las empresas estatales propuestos con mayor fuerza por el gobierno de
Sánchez de Lozada desde 1993. Las élites oligárquicas de los partidos asumieron
de forma acrítica la privatización de la economía y construyeron discursos exitistas
al tratar de dirigir su hegemonía[21]. Se iba
a privatizar o capitalizar las empresas estratégicas, sin tener un nuevo tipo
de estructura institucional que permita al Estado enfrentar nuevos retos. El
viejo Estado iba a ser profundamente afectado, junto con la acción de un
conjunto de élites partidarias de orientación irracional y ensimismadas en sus
ventajas.
Por otro lado, surgieron problemas como los de representación y representatividad de los partidos políticos. Pero “(…) en nombre de
los procedimientos democráticos se piensa en realidad en la reducción de la
deliberación y del espacio público mediante la privatización de
temas de la sociedad en los dominios exclusivos de los saberes técnicos, en la
confianza del juego de cintura del representante frente a las restricciones de
los sistemas en que vivimos, en la asociación sistemática de la ocupación
popular con la posible desestabilización política. En el fondo, se supone que
los representantes deben representar algo que ya está definido,
como si fuera un dato preexistente al mismo
ejercicio de la representación, un dato natural, un a priori sólo alterable en
la próxima campaña electoral”[22].
Las teorías de la gobernabilidad y la democracia pactada,
pensaron que su modelo institucional para lograr acuerdos políticos iba a convertirse
en una visión estructural para la durabilidad democrática pero, en el fondo,
dichas teorías fueron únicamente circunstanciales.
Los pactos de gobernabilidad sirvieron para elegir presidentes y asegurar
alianzas parlamentarias que después se desactivaban, sobre todo al persistir un
divorcio entre los partidos y la
sociedad civil. Los problemas de la representación política en Bolivia nunca
terminaron de resolverse sino que permanecieron como una debilidad muy
profunda, además de ser opacados por la ocurrencia momentánea de la democracia
pactada.
No por nada se observaban casi a diario una serie de
comportamientos intolerantes que mostraban los partidos políticos, cuando se
hablaba sobre mayor participación popular en las decisiones políticas, el peso
que pudieran tener los Comités Cívicos, o el recurso de los plebiscitos y
referéndums para la reforma de la Constitución Política del Estado (CPE). Recuérdese,
por ejemplo, las severas críticas del ex presidente de la Cámara de Diputados,
Guillermo Bedregal del MNR hacia la gestión de Hernán Siles durante la UDP,
afirmando que dicho gobierno cometió el terrible error de permitir una hiper-democracia.
Aunque el primer gobierno de Sánchez de Lozada (1993-1997)
envió al Congreso la Ley de Participación Popular para democratizar los
recursos y las decisiones de los gobiernos municipales, quedó pendiente la
posibilidad de llevar a cabo una descentralización política en las estructuras
estatales. “Todo aparato estatal debe desarrollar un poder de cohesión antes
que su poder de coacción”, solía decir Gramsci. Por esta razón, la principal
estrategia de cohesión para la democracia de los pactos se cimentó sobre el obsolescencia
de las ideas del socialismo, la desconfianza respecto a las políticas sociales
redistributivas y la acusación de inutilidad en todo esfuerzo por pensar que el
Estado pudiera liderar un proceso nuevo de productividad e inserción eficaz en
la economía global del capitalismo post-industrial.
Las nuevas formas de hegemonía partidaria también permitieron
ver la crisis o un desgaste de las viejas formas hegemónicas. Los códigos de
hegemonía anteriores al desenvolvimiento de la democracia representativa en
Bolivia, estaban casi agotados como la influencia del modelo estatal populista
que nació a partir de la Revolución Nacional de 1952, la ilusión de ofertar una
revolución armada de corte comunista y las alternativas más equitativas en las
políticas sociales, relacionadas con el Estado de Bienestar (Welfare State).
Las críticas de los partidos hacia la visión estatista del bienestar, dio lugar
a que la sociedad sospeche de la capacidad del Estado para otorgar equidad con
eficiencia. Desprestigiar al Estado de Bienestar fue parte de los ataques
contra las raíces objetivas de la revolución de 1952 o los intentos socialistas,
debido a la desaparición del comunismo a escala universal en 1991.
La forma orgánica del Estado Benefactor era una dimensión
holista y abarcadora de todo tipo de demandas sociales en la época de la
revolución nacional. En estas condiciones, la estructura monoproductora de
minerales y la dependencia de un tipo de capitalismo extractivo, hizo que en
Bolivia el Estado adquiriera una fuerza inusitada, mientras que el sistema
político estuviera dominado por la fuerza del movimiento obrero, minero y toda
forma de organización sindical articulada en la COB. Como partido, el MNR de
los años 50 era líder indiscutible de un sistema no competitivo que degeneró en
el interregno dictatorial desde el golpe de Estado de René Barrientos en 1964,
hasta Hugo Banzer en 1978. Las viejas formas hegemónicas de la revolución
nacional reprodujeron a su interior la imagen de un Estado benefactor,
identificado como una fuerza providencial que lo brindaba todo, logrando la
lealtad de amplios sectores por su acción económica y social, incentivando
también la participación de las masas y transformándose en el principal agente
regulador de la acumulación capitalista[23].
Sin embargo, poco a poco el Estado dejó de ser el centro de
la praxis política debido a la ideología neoliberal del Estado mínimo. Entre
1985 y 1994, las nuevas formas de hegemonía y legitimación descansaron en el emerger
de la forma partido como el principal factor de socialización política y
expresión para la realización del poder. A partir de entonces, se trata de
reestructurar el Estado del 52, instaurándose una nueva tendencia cuyos principales elementos son: a)
el fortalecimiento del sistema de partidos; b) la recuperación del poder para clientelizar
el Estado mediante un orden político que reconozca solamente a los partidos
como los únicos actores políticos, evitando así las situaciones en las que el
Estado esté permanentemente asediado por la sociedad civil, lo cual daba como
resultado la inestabilidad política de una sociedad autoritaria que estuvo presente en el país entre 1964 y
1982; y, finalmente, c) la estructuración de un orden normativo formal para el
funcionamiento de la democracia, es decir, reglas de juego para fomentar la
alternabilidad del poder con elecciones periódicas, sumadas a la consolidación
de consensos entre élites políticas y económicas[24].
Estas son las características que muestran cómo se fue
cerrando el mercado de alternativas políticas, en el cual los partidos lograron
llevarse la mejor tajada. Todo esto trae aparejada la desestructuración de las
viejas identidades colectivas, las mismas que, en su disolución, permitirían el
nacimiento del ciudadano anónimo como nueva identidad y como sujeto de
interpelación para privilegiar la lógica de un
ciudadano igual a un voto[25]. Los
mecanismos acerca de cómo se convierte el ciudadano en un nuevo sujeto de
interpelación, descansan en el relevo de las creencias colectivas incubadas al
calor del Estado del 52, dándose lugar a la presencia de nuevas emisiones
discursivas e ideológicas que surgen a partir de la identidad entre
democracia representativa y partido político.
Las formas de hegemonía del sistema de partidos se fueron
expresando a partir de la internalización en la conciencia cotidiana de la
identidad entre democracia igual a partido político, o de su expresión contraria:
la ausencia de democracia sería igual a la ausencia de partidos. La articulación de una opinión pública a partir de los medios
masivos de comunicación defendió a los partidos como los protagonistas esenciales
del sistema político, preparando a la sociedad civil como el molde receptor del
consenso oligopólico. Esto ocurrió,
sobre todo, desde la televisión, donde también empezaban a emerger los líderes
de opinión mediáticos como Carlos D. Mesa Gisbert, Eduardo Pérez Iribarne, María
René Duchén, Juan Carlos Arana o Jaime Iturri Salmón, influyentes presentadores
de noticias que fueron moldeando la aparente fortaleza ideológica de los
partidos, justamente a partir de la debilidad de la vieja polarización ideológica
tradicional entre izquierda y derecha.
Otro aspecto importante de las fallas de funcionamiento político en los orígenes de la democracia en Bolivia, fueron los conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Las pugnas Ejecutivo-Legislativo no significan otra cosa que la manifestación de posibilidades “prácticas”, aprovechadas, tanto por los presidentes como por los legisladores para hacer más eficaces y racionales sus funciones. Sin embargo, la lucha institucional de los poderes del Estado permite apreciar también las diferencias entre el poder para definir e influir en la agenda de políticas públicas, frente al poder de aprobar decretos presidenciales, dos aspectos de una dinámica política de “oportunidades” donde los órganos legislativos no actúan haciéndose doblegar por el Ejecutivo, sino que tratan de adaptarse al juego de equilibrios relativos, moviéndose entre acciones proactivas y reactivas.
El antagonismo entre la
discreción de las burocracias dominantes que desafían la autoridad política, y
la obediencia disciplinada ante las instrucciones del Poder Ejecutivo, depende
de los contextos institucionales como la solidez de los pactos políticos para
estructurar gobiernos, o el poder hegemónico de un presidente que posee grandes
márgenes de acción y maniobra decisoria. La discrecionalidad de los presidentes
para imponer decretos, o los bloqueos del parlamento para afectar al Poder Ejecutivo
en el periodo 1985-1994, fueron dos caras de la misa moneda: todos se comportaron
como actores irracionales, sin proyecto hegemónico de largo aliento, tratando
de influir de una manera inorgánica en el proceso de formulación e
implementación de diversas políticas públicas, afectando simultáneamente la
transparencia, rendición de cuentas y una respuesta ineficaz de las
instituciones que implementaban las decisiones. Todos los gobiernos de
coalición, siempre estuvieron desarticulados, sin coherencia programática para
ejecutar una sola visión de gobierno y naufragando al final, al no imponer un
proyecto hegemónico.
Otro aspecto importante de las fallas de funcionamiento político en los orígenes de la democracia en Bolivia, fueron los conflictos entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo. Las pugnas Ejecutivo-Legislativo no significan otra cosa que la manifestación de posibilidades “prácticas”, aprovechadas, tanto por los presidentes como por los legisladores para hacer más eficaces y racionales sus funciones. Sin embargo, la lucha institucional de los poderes del Estado permite apreciar también las diferencias entre el poder para definir e influir en la agenda de políticas públicas, frente al poder de aprobar decretos presidenciales, dos aspectos de una dinámica política de “oportunidades” donde los órganos legislativos no actúan haciéndose doblegar por el Ejecutivo, sino que tratan de adaptarse al juego de equilibrios relativos, moviéndose entre acciones proactivas y reactivas.
Este vaivén proactivo-reactivo en Bolivia, tuvo que ver
con el funcionamiento específico de las instituciones como el sistema
electoral, el sistema de partidos y el conjunto de incentivos para generar
coaliciones, consensos, así como el reconocimiento de no poseer información
completa sobre aspectos específicos de una política pública, mitigar los
impactos que tienen los presidentes para dañar al Legislativo, o simplemente
echar mano de la mayoría parlamentaria en función de reproducir el poder desde
el gobierno, que es lo que caracteriza al sistema presidencial en el país.
Los conflictos, delegación, usurpación y discrecionalidad
en las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo en el periodo
1985-1994, marcaron las pautas para discutir cómo identificar y medir la
calidad de una democracia. Esto implicaba el análisis de las condiciones
electorales que tiene la sociedad para cambiar gobiernos que no han cumplido
con sus promesas, o no pudieron implementar buenas políticas para resolver
problemas concretos. La calidad de la democracia en Bolivia tiende a ser mala,
regular o deficiente, al observarse con mayor detalle el proceso de toma de
decisiones y las relaciones de poder entre los presidentes, sus burocracias y
los parlamentarios.
Tanto el Poder Ejecutivo como el Congreso bolivianos,
trataron de imponer visiones unilaterales, fracasando en la fundación de una
hegemonía concertada. La gran mayoría de las veces, el Congreso se desprestigió
al no haber el suficiente debate y mostrar solamente una capacidad para aprobar
leyes por conveniencia coyuntural o por ganar incentivos políticos de corto
plazo, como por ejemplo, la satisfacción de los jefes de partido de las
coaliciones de gobierno. Entretanto, el Poder Ejecutivo actuó con una vocación
autoritaria, forzando los decretos presidenciales y al vaivén de las presiones
populistas para un beneficio también inmediatista, sin políticas de Estado que
posean la solidez de la concertación con la sociedad civil y la previsión
hegemónica del consenso duradero.
El choque de poderes entre 1985 y 1994 ayudó a pensar por
qué los gobiernos aprobaban leyes demasiado vagas, con mucho detalle inútil
para complicar la implementación de una política pública, o de qué manera las
legislaturas de los gobiernos de la democracia pactada, delegaban más poder a
las agencias ejecutivas, que también trabajaban con arbitrariedad, sin
coordinación eficiente, generando estructuras de gobierno divididas, donde los
legisladores endosaban mayor confianza hacia algunos burócratas muy influyentes
o hacia comisiones especiales que intentaban actuar de forma más independiente
en cualquier conflicto entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. Un caso
patético de esta naturaleza fue la capitalización
de las empresas estatales que fue encomendada a burócratas inescrupulosos,
frente a las dudas y las pugnas entre los ex Presidentes como Jaime Paz y
Gonzalo Sánchez de Lozada que tuvieron una concepción sesgada e incompleta de
las políticas de privatización, reforma estatal y capitalización de beneficios
sin tener un Estado fortalecido.
Tanto los presidentes como los congresales del periodo de
la democracia pactada en Bolivia, calcularon un conjunto de “impactos diferentes”,
según los resultados finales de una política o agenda de gobierno incompleta o
contradictoria. Las disputas entre la Constitución, una ley, decreto y estatuto
legislativo fueron asumidas como un “costo de oportunidad” para obtener una
hegemonía de los partidos que dominaban las coaliciones de gobierno, o intentaban
un control más riguroso sobre las políticas públicas. Todo degeneró en una especie
de laberinto que respondía, tanto a la administración del poder por el poder,
como a la toma deficiente de decisiones, donde ciertas instituciones se
subordinaron o autonomizaron unas de otras al interior de un Estado donde los
partidos de los gobiernos de coalición trataban de beneficiarse con la
explotación de cargos y salarios.
Conclusiones
Las pretensiones hegemónicas duraron muy poco y todo
empezó a deteriorarse de manera impresionante. Los pactos de gobernabilidad
dejaron de
ser una opción de poder en el ascenso a la presidencia dentro del sistema
político. Su posicionamiento a la cabeza del Estado durante el periodo
neoliberal (1985-2005), estuvo fuertemente marcado por tres influencias
decisivas: la primera tiene que ver con la articulación política de coaliciones
de gobierno entre el MNR, ADN, MBL, MIR, UCS, CONDEPA y Nueva Fuerza
Republicana (NFR) a partir de 1996. Supuestamente, esto garantizaba las
exigencias de gobernabilidad para afianzar la elección de presidentes y otorgar
así estabilidad al sistema democrático representativo. Sin embargo, estas
coaliciones nunca lograron un consenso político acerca de planes de gobierno
serios. Tampoco tuvieron visiones de reforma estatal a largo plazo y solamente
se dedicaron a reclamar cuotas de poder clientelar para los partidos que
pensaban en construir una hegemonía al margen de las demandas de una democracia
más inclusiva.
La segunda influencia fue
la percepción y diagnóstico equivocado que hizo la democracia pactada sobre las
condiciones de la economía de mercado, endiosando irreflexivamente las
políticas de privatización de empresas y servicios públicos. Las diferentes
versiones de la derecha reeditaron un viejo estilo caudillista e ingenuo:
descartar, de golpe y sopetón, otras formas institucionales de la democracia
como el referéndum, las asambleas constituyentes y el control social en
presupuestos participativos, descalificando las ideologías indianistas y todo
tipo de concepciones que legitimen de mejor manera la toma decisiones
gubernamentales. Las estrategias hegemónicas de los partidos dominantes fueron
elitistas en exceso, prebendales con sus correligionarios y poco consecuente
con la modernización de sus partidos que siguieron siendo máquinas para
canalizar intereses personales.
El tercer aspecto que
marcó buena parte de las gestiones gubernamentales de la derecha: las
administraciones de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989), Jaime Paz Zamora
(1989-1993), Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997, 2002-2003), Hugo Banzer (1997-2001),
Jorge Quiroga (2001-2002) y Carlos Mesa (2003-2005), fue su estilo de liderazgo:
no convertir sus estrategias presidenciales en mecanismos que sean más receptivos
hacia el carácter multicultural e indígena de la ciudadanía democrática. Estos
gobiernos representaron a una ideología conservadora en el momento de imponer diferentes
políticas públicas, fueron extremistas en la privatización y poco flexibles
para reformar las instituciones democráticas con capacidad de gestión sin caer
en atolladeros autoritarios.
El discurso político del
modelo institucional de la democracia pactada cayó en el desprestigio porque
las grandes masas del país creyeron que el paradigma neoliberal nos entregó al
endeudamiento, al estancamiento productivo, la estigmatización de ser un país
indígena sin posibilidades de modernización homogénea y la burocratización de
un Estado centralista que nunca se reconciliaba con la diversidad del pueblo.
El modelo, identificado en gran medida con la derecha, perdió iniciativas
hegemónicas y se negó sistemáticamente a incorporar en sus visiones de futuro a
los valores de igualdad de oportunidades, dignidad, equidad, institucionalidad
e interculturalidad.
En todas las coaliciones
de la gobernabilidad neoliberal reinó un ambiente de pugnas internas por
fracciones de poder. El modelo de los pactos políticos exageró la evaluación
del país para llamar la atención popular y aparecer como los superiores que
estaban destinados a dominar el Estado porque tenían mejores instrumentos y
conocimientos. Todo fue una quimera. Nunca fueron una fuerza unida y bien
articulada. La democracia pactada no pudo controlar a sus socios políticos en
función de compromisos futuros y lealtades legítimamente democráticas. Las
coaliciones fueron débiles para estructurar un solo plan de gobierno debido a
la ausencia de mecanismos de coordinación política. Cada partido era una isla
que buscaba sacar provecho inmediato y unilateral.
El modelo de la
gobernabilidad careció de una capacidad de control racional y estratégico del
Estado. Aplicaron algunas directrices de la economía de mercado junto con un
conjunto de objetivos gubernamentales extremadamente generales y ambiguos. La
democracia pactada tiene una profunda crisis de credibilidad ideológica,
abandonó la innovación y la renovación de líderes, dejando de transmitir una
imagen de dirección al no presentar metas y propuestas precisas de consolidación
democrática. Lo que queda es únicamente una lista de intenciones sobre reformismo
democrático y retóricas que apelan a la igualdad y lucha contra la pobreza que
ya no responden a las demandas de una sociedad hastiada con los rostros de Jaime
Paz Zamora, Jorge Quiroga, Samuel Doria Medina y Sánchez de Lozada.
Asimismo, es un hecho que los partidos políticos perdieron el
monopolio de la representación y canalización de las demandas sociales y
políticas en toda América Latina, apareciendo nuevos espacios que privilegian
más lo regional y local que el Estado Nacional. A su vez, en todo el mundo
existe un proceso de transformación de lo que es la polis; es decir, aquel
lugar donde se toman las decisiones respecto a la marcha de una sociedad. Hoy
día aspiramos a reconstruir la política pero, al mismo tiempo, tratamos de
fijarle barreras para evitar que ésta se involucre con todo y atropelle con
corrupción.
La política necesita contrapesos. El poder no puede hacer lo que
quiera y los políticos tampoco pueden tratar los ámbitos públicos como si
fueran privados. Esta necesidad de limitar el poder de los políticos hizo
promover la eliminación del monopolio de la representación a través de los
partidos. Sin embargo, esta reforma de los partidos trae el surgimiento de
espacios también autoritarios de ejercicio del poder. Así nacen algunos líderes
mesiánicos en los ámbitos locales y tótems imbatibles en las regiones con
tradición caudillista que pueden ser un revés para la administración del
aparato público.
Esto fue igualmente visible
en el caso peruano y brasileño donde todo terminó mal, precisamente por la
irrupción de outsiders: gente que
ingresa a la política pero que viene fuera de ésta, personas que tienen éxito
en el mundo de los medios de comunicación, los negocios o los sindicatos, pero
en el ámbito del sistema político sucumben ante la corrupción, como el caso Fernando
Collor de Melho (presidente de Brasil 1990-1992) o las acciones dictatoriales
de Alberto Fujimori (presidente de Perú 1990-2000). La crisis del sistema
político en Bolivia y la incapacidad de renovación democrática en el liderazgo
de derecha e izquierda, expresan diferentes formas huecas que no pueden
transformar el ámbito de lo político.
Allí donde el sistema de representación pierde
legitimidad, es muy probable que los liderazgos carismáticos y personalistas
que vienen de otras dimensiones –no de la política– ocupen el espacio político.
La gravedad actual de la crisis hace que la sociedad civil rechace del mismo
modo a los outsiders, los cuales podrían
tender a desaparecer, por lo menos en teoría, en cuanto el sistema de partidos
y el sistema político de representación formal vuelvan a ser legítimos. Es
decir, que los partidos discutan aquellas cosas que tiene que discutir pues no
van a desterrar los liderazgos autoritarios de corte mesiánico por arte de
magia. Ahora bien, tampoco se trata de eliminar a los outsiders, sino de evitar que invadan el terreno de la política,
así como se trata de que la política no invada el ámbito de la vida privada de cualquier
ciudadano.
Los outsiders deben comprender que su
legitimidad, cultivada en un escenario fuera de la política, no es trasladable al
ejercicio del poder y la administración estatal. Allí donde brota una crisis
del sistema de partidos, la gente usa o promueve líderes carismáticos para el
ámbito que requieren pero, generalmente, no convierte su apoyo en votos y, por
lo tanto, la participación de las múltiples agrupaciones ciudadanas constituye
una superficie deleznable porque en lugar de representar los intereses
colectivos y nacionales, podrían copar espacios para la satisfacción de gustos
restringidos, haciéndonos tropezar con el sentido trágico de la política.
La política como
tragedia significa que hoy no se puede reconstituir la idea de polis, Estado y
sistema de partidos, desvaneciéndose las posibilidades de recuperar las formas de
consolidación democrática porque grandes segmentos de la ciudadanía parecen buscar
a la política solamente para ganar dinero, insertarse de mejor manera en el
mercado y consumir; es decir, estamos en un ciclo histórico donde se desvalorizó
la política, degeneraron las acciones colectivas y el sistema de representación
se convirtió en un negocio que degradó a la autoridad. La política es ahora una
actividad mediocre, anti-cívica y finalmente, trágica que muestra la
destrucción del honor para no comprometerse con los intereses de lo público y una
auténtica sociedad democrática.
Discutir las implicaciones y vigencia de la
hegemonía en los sistemas democráticos es fundamental. Una vez más, Antonio
Gramsci se convierte en el autor marxista que consideraba la hegemonía como la
creación de una síntesis muy elevada de dirección y predominio ideológico; es
decir, una fusión de objetivos e intereses de las clases aliadas y dominadas
con los intereses de la clase dominante. La hegemonía hace que todos sus
factores ideológicos y de poder, se articulen
en una voluntad colectiva,
convirtiéndose en el nuevo protagonista, con la fuerza de aplicar
transformaciones y ejecutar la revolución, mientras dura el “proceso
envolvente” de la hegemonía.
La hegemonía en los sistemas democráticos es un reto,
tanto estratégico como gerencial para deliberar, convencer, aplacar conflictos
desestabilizadores y refundar la autoridad estatal controlando todo tipo de
cambios. Para la hegemonía, el Estado podría ser entendido desde el punto de
vista cibernético; en decir, el proyecto hegemónico equivale a saber modelar y
dirigir el Estado como un verdadero “cerebro para la sociedad”. El problema
radica en la existencia, de forma explícita o implícita, de un choque entre
varios proyectos hegemónicos; es decir, de actores, partidos y movimientos
sociales que se expresan, de manera pluralista, en las democracias
competitivas.
Es importante desentrañar cuáles son los principios articuladores de cualquier
proyecto hegemónico, sean éstos autoritarios, donde se trata de imponer
cualquier orientación por la fuerza; totalitarios, que aplican la violencia y
el genocidio; deliberantes, en los cuales resalta el combate de argumentos; y
legitimadores, que utilizan recursos tecnológicos donde dominan los medios de
comunicación, la propaganda y el pragmatismo para convencer a la opinión
pública por medio de ficciones discursivas momentáneas.
Toda hegemonía, debido a su raíz política de conducción
estratégica y guía estatal que une coerción y consenso, debe establecer una
verdadera renovación intelectual, simbólica y propositiva, cuyo fin es
convertirse en nuevas opciones de vida y tareas políticas con visiones
universalistas al interior de la sociedad civil.
En la actualidad, una hegemonía es la capacidad para
imaginar ideas, llevarlas a la práctica, generar consentimientos, persuadir,
negociar y lograr que las clases dominantes y dominadas confíen mutuamente en
un trayecto de beneficios colectivos. La hegemonía valora mucho a las “ideas”,
pues toda lucha ideológica entra en su pleno contenido por medio del debate de
diversas proposiciones.
Sin embargo, la hegemonía también implica cierta lógica
militar para destruir las viejas formas de dominación porque los nuevos
principios unificadores tratan de llegar a ser otra brújula que reorienta a las
viejas conductas, creencias y concepciones éticas: la hegemonía tiene
contenidos democráticos pero también autoritarios. ¿Será el régimen
democrático, en el fondo, una mezcla entre tolerancia y lucha a muerte por
obtener una nueva matriz cultural y estatal? La democracia exige que toda idea
sea discutida, cuestionada y relativizada, favoreciendo diferentes estructuras
de significados y legitimación. Al mismo tiempo, la democracia busca ser un
orden social fuerte que sobreviva a los conflictos disgregadores.
Los conflictos giran en torno a las intenciones que
tienen los proyectos hegemónicos para convertirse en un poder constituido,
controlar el Estado y generar nuevos aparatos
de hegemonía. Éstos son una madeja institucional que contribuye al
sistema político para asegurar la dominación-dirección, tratando de estrechar
los lazos entre la sociedad civil y sociedad política.
La
importancia de las ideas y las estrategias para constituir un orden con
autoridad que no dude en utilizar la violencia cuando así se necesite, tendrían
que reflejarse también en una robusta metamorfosis intelectual y moral. Por último,
hegemonía y democracia parecen ser compatibles con aquellas revoluciones
simbólico-políticas que requieren grandes reformas educativas, culturales,
mentales, institucionales y militares. De otro modo, las ilusiones hegemónicas
se congelan en la violencia e imposiciones instrumentales sin sentido. El sistema de
partidos políticos en Bolivia nunca estuvo a la altura de las exigencias de la
consolidación democrática y tampoco pudo construir un proyecto hegemónico que
implemente una estructura de dominación durable. Los partidos se deslegitimaron
y en algunos casos estuvieron a punto de destruirse. Así, la democracia
boliviana debe, necesariamente, reorientarse hacia la imprescindible renovación
y democratización de los partidos. De otro modo, es altamente probable que
regresen las dictaduras o se fortalezcan las características autoritarias en el
manejo del poder, aspecto que también desinstitucionalizará y liquidará las
posibilidades de subsistencia de la democracia en el largo plazo.
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[1] Lazarte, Jorge. “¿Hay una lógica en la
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incertidumbres de la democracia, Los Amigos del Libro - ILDIS, La Paz, 1992,
p. 51.
[2] Los estudios más sobresalientes pueden
reunirse en los siguientes trabajos de investigación, ampliamente difundidos: Lazarte,
Jorge. Bolivia: certezas e incertidumbres
de la democracia en Bolivia, tres volúmenes; Movimiento obrero y procesos políticos en Bolivia (historia de la COB
1952-1982), ILDIS, La Paz, 1988; Mayorga, René Antonio. ¿De la anomia política al orden
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CEBEM, ILDIS, Nueva Sociedad, Caracas, 1992, cuya primera parte está
íntegramente dedicada a analizar el caso boliviano; Instituto Latinoamericano
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boliviano, Fundación Milenio, La Paz, 1993.
[3] Gamarra, Eduardo. “Presidencialismo híbrido y democratización”; en
Mayorga, René Antonio (coord.) Democracia
y gobernabilidad. América Latina, Nueva Sociedad, CEBEM, ILDIS, Caracas,
1992, p. 24.
[4] Cfr. Sartori, Giovanni. Partidos y sistemas de partidos, Alianza Universidad, Madrid, 1988.
[5] El término “partidos oligopólicos” es utilizado
por Luis Tapia en su artículo: “Dimensiones de la elección política y dinámica
de partidos”, en: TEMAS SOCIALES, REVISTA DE SOCIOLOGÍA, UMSA, No. 15, 1991.
[6] Ver: Rivadeneira Prada, Raúl. “Partidos políticos, partidos taxi y
partidos fantasma”, en NUEVA SOCIEDAD, No. 74, Caracas, septiembre-octubre,
1984.
[7] Tapia, Luis, ob. cit., p. 50.
[8] En la mayor parte de los medios de
comunicación se criticaba a los partidos políticos el no asumir una actitud más
responsable con la democracia, resaltando, al mismo tiempo, una serie de
afirmaciones desiderativas, acerca de lo que deben ser las funciones del sistema de
partidos.
[9] Las relaciones entre la política y la
hegemonía están muy bien expuestas en el sugerente artículo de: Laclau,
Ernesto. “Notas acerca de la forma hegemónica de la política”; en: Labastida,
Julio (coord.) Hegemonía y alternativas
políticas de América Latina, Siglo XXI, México, 1985.
[10] Este concepto y fenómeno de abuso arbitrario de los partidos, se
inspira en lo que Guillermo O’Donnell denominó como democracia delegativa. Ver: O’Donnell, Guillermo. “¿Democracia
delegativa?”, en: Contrapuntos. Ensayos
escogidos sobre autoritarismo y democratización, Paidós, Buenos Aires,
1997, pp. 287-304.
[11] Cfr., Blithz y Saavedra, Marco Antonio. Democracia, pactos y élites. Genealogía de
la gobernabilidad en el neoliberalismo, Universidad Mayor de San Andrés
(UMSA), La Paz, 1998. Ver también: Mayorga, René. “La gobernabilidad: nueva
problemática de la democracia”, en: Mayorga, René. ¿De la anomia política al orden democrático?, ob. cit.; además, Lazarte,
Jorge. “El nuevo orden político” y “Cambios
en los parámetros de la acción política” de su Bolivia: certezas e incertidumbres..., ob. cit., vol. I.
[12] La cultura política puede ser entendida como
“las orientaciones específicamente políticas en relación al sistema político y
sus distintas partes, y a actitudes relacionadas con el rol del yo
en el sistema (...); en cualquier sistema político hay un reino subjetivo
ordenado de la política que da sentido a las decisiones políticas, disciplina a
las instituciones y significación social a los actos individuales”. La cultura política democrática mostraría al
gobierno democrático como el régimen que posee “un equilibrio adecuado entre el
poder gubernamental y la sensibilidad del gobierno a los deseos y aspiraciones
de los ciudadanos. Esto supone que el gobierno debe tener la capacidad de
maniobra al aplicar sus decisiones, pero al mismo tiempo estas decisiones deben
adoptarse, cuando menos, a la luz de los deseos y aspiraciones conocidas de los
ciudadanos”; en: Dowse, Robert y Hughes, John. Sociología política, Alianza Universidad, Madrid, 1982, pp.
283-297. Los partidos en Bolivia, desde muy temprano en 1985 siempre pensaron
que podían burlar la fuerza de control del voto soberano y colocarse por encima
de la voluntad popular para actuar con discrecionalidad, sobre todo cuando
usufructuaban las instituciones del Estado.
[13] Por sistema político se entiende el conjunto
de relaciones permanentes, al interior de las cuales se producen decisiones vinculantes
para toda la sociedad; es decir, es el espacio de donde emanan valores
normativos impregnados de autoridad y obligatoriedad. Aquí, el tema central
radica en la búsqueda hegemónica como requisito político para definir
claramente la dominación. Cfr. Sartori, Giovanni. La política, lógica y método en las ciencias sociales, Fondo de
Cultura Económica, México, 1982, y también Easton, David. Esquema para el análisis político, Amorrortu, Buenos Aires, 1970.
[14] Cfr. Instituto Latinoamericano de
Investigaciones Sociales (ILDIS). Encuesta
de coyuntura nacional, informe final, La Paz, 25 de mayo de 1992, trabajo
realizado por la empresa Encuestas y Estudios y ejecutada en las ciudades de La
Paz y El Alto.
[15] Cfr. Levy, Ayda. El rey de la
cocaína: Mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer
narcoestado, Madrid, Mondadori-Debate, 2012.
[16] Cuando me refiero a la competencia política,
quiero resaltar aquella característica de los políticos y sus partidos, según
la cual éstos pretenden ganar protagonismo ante cualquier acto que favorezca la
visión de una democracia dominada por élites, entrando abiertamente en un
proceso de competitividad por ganar sitiales notorios y expectantes dentro de la
política.
[17] La crítica de los pactos políticos y sus
insuficiencias, está tratada de una manera novedosa por: Rabotnikof, Nora. “El
retorno de la filosofía política: notas sobre el clima teórico de una década”;
en: REVISTA MEXICANA DE SOCIOLOGIA, año LIV, No. 4, octubre-diciembre de 1992. En
este ensayo, la autora considera que los pactos de gobernabilidad sufren
grandes problemas debido a su carácter estrictamente contractualista, es
decir es solamente una formalidad porque, probablemente se desprecia a los
mecanismos de control democrático que vienen de la sociedad civil.
[18] Cfr. Mayorga, René A. “Gobernabilidad: la
nueva problemática de la democracia”, ob. cit. Consultar también: Mayorga, René
Antonio. Desmontaje de la democracia.
Crítica de las propuestas de reforma política del Diálogo Nacional 2000 y las
tendencias antisistémicas, CEBEM, La Paz, 2001.
[19] Para conceptualizar la hegemonía, emplearé
la definición gramsciana, según la cual toda hegemonía es “la capacidad de una
clase social para articular a sus intereses los de otros grupos sociales a
través de la lucha ideológica, que es un proceso de constante
desarticulación-rearticulación tratando de establecer la unidad de los
objetivos económicos, políticos e intelectuales, ubicando todos los problemas
respecto a los cuales se libra la lucha, en un nivel universal, no corporativo;
así se establece la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de
grupos subordinados”; en: Mouffe, Chantal. “Hegemonía e ideología en Gramsci”,
REVISTA AUTODETERMINACION, No.1, 1986, p. 32 y ss. Además, ver también: Bucci-Glucksmann,
Christine. Gramsci y el Estado. (Hacia
una teoría materialista de la filosofía), Siglo XXI, México, 1987, y Laclau,
Ernesto y Mouffe, Chantal. Hegemonía y
estrategia socialista, Siglo XXI, México, 1988.
[20] Cfr. Mouffe, Chantal, ob. cit. La hegemonía es,
en el fondo, una estrategia inherente a la praxis de la dominación y, como tal,
es la fuente para una acumulación de mayor poder.
[21] La legitimidad hegemónica es “aquel atributo
del poder que se expresa en la existencia de una parte relevante de la
población de un grado de consenso tal
que asegure la obediencia sin que sea necesario, sino en casos marginales,
recurrir a la fuerza”; en: Bobbio, Norberto (coord.). Diccionario de política, Siglo XXI, México, 1988.
[22] Landi, Oscar. “La trama cultural de la
política”, en: http://www.flacsoandes.edu.ec/biblio/catalog/resGet.php?resId=13812,
acceso del 16 de abril de 2018.
[23] Ver también, entre otros, Poulantzas, Nicos
(comp.). La crisis del Estado, Alianza
Universidad, Barcelona, 1976.
[24] Cfr.
Lazarte, Jorge. “Nuevos parámetros de acción de la política boliviana”, “La
nueva gramática política”, “Cultura política e inestabilidad democrática” y “La
democracia es certeza en las normas e incertidumbre en los resultados”; en: Lazarte,
Jorge. Bolivia: certezas e incertidumbres
de la democracia, Los Amigos del Libro - ILDIS, La Paz, 1993. Para pensar
de manera global en el caso latinoamericano, ver: Alcántara, Manuel. “¿Democracias inciertas o
democracias consolidadas en América Latina?”; en: REVISTA MEXICANA DE
SOCIOLOGÍA, año LIV, No. 1, enero-marzo de 1992.
[25] Cfr. O’Donnell, Guillermo. “Apuntes para una
teoría del Estado”; en: REVISTA
MEXICANA DE SOCIOLOGÍA, Vol.
40, No. 4, Estado y Clases Sociales en América Latina (2), octubre-diciembre,
1978, pp. 1157-1199.
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