La victoria electoral de la derecha dura en Chile,
encarnada por José Antonio Kast, suele ser interpretada como un giro ideológico
abrupto, una ruptura del consenso postdictatorial o incluso como la irrupción
de una “extrema derecha” anacrónica. Sin embargo, una lectura más estructural
revela algo distinto y más inquietante. No estamos ante una anomalía del
sistema político chileno, sino ante su consecuencia lógica. En el fondo, el
triunfo de Kast, no representa una derrota histórica de la izquierda, porque en
Chile —estrictamente hablando— nunca existió una izquierda sólida capaz de disputar
el orden económico dominante de las estructuras de mercado. Lo que existe,
desde hace décadas, es un péndulo político que oscila entre la vieja Unión
Demócrata Independiente (UDI) y la Concertación, dos expresiones distintas de
una misma racionalidad de mercado profundamente enraizada.
Desde la transición democrática y el fin de la dictadura
en 1988, Chile se organizó sobre un consenso básico: la economía de mercado no
se discute, se administra. La Concertación, presentada durante años como una
alternativa progresista, no desmontó el modelo heredado de la dictadura; sino
que lo legitimó, perfeccionó y dotó de una narrativa socialdemócrata. Redujo la
pobreza extrema, amplió ciertos derechos sociales y construyó políticas
focalizadas, pero jamás enfrentó la estructura profunda de las desigualdades,
la concentración de la riqueza, ni tampoco el poder oligopólico del capital. La
izquierda chilena, en su versión gobernante, fue ante todo una izquierda
gerencial.
El saliente gobierno de Boric, fue una izquierda radical
en lo teórico e incapaz en lo práctico para reorientar las estructuras de
mercado que han afianzado un modelo, asentado en la desigualdad de la
distribución de los ingresos y en la acumulación de riqueza que favorece a las
oligarquías nacionales y transnacionales, quienes son las que, verdaderamente,
poseen gran parte del suelo y el sistema financiero chileno.
Los intentos posteriores de articular una izquierda más
radical —desde los movimientos estudiantiles, hasta los remanentes marxistas y
las nuevas izquierdas identitarias— chocaron rápidamente con los límites del
sistema. Fueron absorbidos por la institucionalidad, neutralizados por la
lógica electoral o reconvertidos en discursos simbólicos, sin ninguna capacidad
real de transformación económica. Incluso el proceso constituyente, que
despertó expectativas refundacionales, terminó revelando una paradoja: la
sociedad chilena protestó contra la desigualdad, pero no estuvo dispuesta a
abandonar el núcleo duro del modelo de mercado que la produce y hace perpetuas
las desigualdades.
En este contexto, la victoria de Kast no es un quiebre,
sino una “reafirmación”. No inaugura una nueva etapa; sino que clausura una
ilusión. Kast no propone una economía distinta, sino una defensa explícita, sin
complejos, del orden existente. Su discurso moralista, autoritario y
conservador, no contradice el neoliberalismo chileno; lo acompaña. De hecho, lo
libera de las culpas y ambigüedades de la socialdemocracia. Allí donde la
Concertación de izquierda administró el modelo con un lenguaje de derechos y
equidad, la derecha radical lo defiende como “orden natural”, como mérito
individual y como disciplina social.
Por eso, hablar de “extrema derecha”, puede ser engañoso
si se entiende solamente en términos ideológicos. El presidente electo, José
Antonio Kast, no representa una ruptura con el sistema económico, sino su
expresión más coherente en un momento de fatiga social. Cuando el mercado ya no
promete movilidad, cuando la desigualdad se vuelve crónica y cuando el Estado
aparece como un actor político incapaz de ofrecer futuro, la respuesta no es,
necesariamente, una izquierda radical, sino una derecha que promete orden,
jerarquía y estabilidad. No es una reacción contra el mercado, sino una
reacción “desde y para el mercado”.
Chile, por lo tanto, no oscila entre proyectos
antagónicos de carácter ideológico y hegemónico, sino entre estilos de gestión
del mismo orden: la hegemonía de las profundas estructuras de mercado. El
péndulo entre la Concertación y la UDI —ahora radicalizada— no altera la
estructura, solo el lenguaje y los énfasis. La socialdemocracia chilena, nunca
fue una fuerza de transformación. Fue, únicamente, una fuerza de contención. Y cuando
esa contención se agota, el sistema recurre a su forma más desnuda y
autoritaria: la extrema derecha.
La victoria de Kast es, entonces, la victoria de una
economía de mercado que ha ganado la batalla cultural y política de más largo
plazo en toda América Latina. Ha logrado que, incluso sus críticos, piensen
dentro de sus márgenes. Ha absorbido a la izquierda, ha domesticado la protesta
y ha convertido las desigualdades estructurales en un dato inevitable de la
realidad. No estamos ante el final de un ciclo, sino ante su consolidación
profunda.
Chile no gira a la derecha: permanece donde siempre
estuvo. Lo que cambia no es el modelo, sino la máscara con la que se presenta.
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