En los últimos treinta años, la discusión sobre la
educación superior en Bolivia ha girado, con creciente insistencia, en torno a
una alternativa práctica y seductora: la formación de “profesionales” médicos,
abogados, ingenieros, auditores, economistas, geógrafos, sociólogos y otros, aparentemente
como una vía rápida para responder a demandas laborales inmediatas.
El argumento oficial y popular era comprensible: ofrecer
carreras cortas, técnicas y una serie de licenciaturas, orientadas al empleo
directo como una solución eficiente frente al desempleo juvenil, la
informalidad y la necesidad urgente de mano de obra calificada. No obstante, en
el siglo XXI, es vital considerar que este “giro profesional” —cuando desplaza
o desactiva deliberadamente el fortalecimiento de las universidades orientadas
a la “investigación”—, empobrece no solamente la calidad formativa, sino
también la capacidad del país para generar conocimientos autónomos, políticas
públicas informadas y un desarrollo económico sostenible que sepa encarar los difíciles
problemas de hoy día. Hay que repensar la misión y funciones de las
universidades para que rediseñen sus estructuras institucionales y pedagógicas.
En primer lugar, conviene distinguir varios objetivos. La
formación profesional técnica y las licenciaturas, atienden con eficacia a un
conjunto de competencias instrumentales; produce trabajadores competentes en
tareas específicas y trata de reducir el desajuste entre la demanda local y la oferta
laboral, pero únicamente a corto plazo. En cambio, las “universidades de
investigación”, funcionan como espacios de producción de saberes, de conocimientos
científicos, formación crítica y de generación de innovación tecnológica y
social. Su visión es más ambiciosa y ligada a un horizonte de necesarios descubrimientos;
es decir, no solamente formar profesionales, sino también producir conocimientos
que transformen las realidades nacionales y regionales. Transformar a las
universidades en centros de formación técnica y únicamente profesional, equivale
a perder la capacidad de cuestionar, teorizar y proponer soluciones propias a múltiples
problemas estructurales.
En segundo lugar, si Bolivia sigue sin construir
universidades de investigación, enfrentará pronto altos costos, pero, sobre
todo, se rezagará de las tendencias que tienen otras universidades en el
contexto de la globalización. A corto plazo, la proliferación de carreras
profesionalizantes, tiende a fragmentar el sistema de educación superior en
“islas” de competencias, sin articulación con una política de investigación científica
que legitime y sustente las prácticas profesionales, estimulando un tipo de
formación repetitiva y con docentes considerados como autoridades supremas, en
lugar de tener científicos y académicos que investigan con la originalidad y
calidad de un pensamiento crítico.
A mediano y largo plazo, la ausencia de universidades de investigación
científica, erosiona la soberanía cognitiva, pues se vuelve habitual “importar
soluciones”, modelos y conocimientos ajenos a nuestro contexto nacional, lo que
reproduce dependencia y limita la innovación desde adentro en el país. Cuando
las políticas públicas se diseñan sin un sustrato académico fuerte, la reacción
se traduce en improvisación y en ciclos de prueba y error costosos para la
sociedad y la economía en general.
Otra objeción, menos visible, pero, igualmente
importante, es la afectación de la función crítica y democrática de la
universidad. Las instituciones orientadas a la investigación, suelen ser focos
de intenso debate público, análisis independiente y formación de elites intelectuales,
técnicas y políticas, capaces de sostener instituciones democráticas complejas.
La profesionalización instrumental, por su naturaleza utilitarista, suele
subordinar la formación ética, la reflexión crítica y el espíritu investigativo
a las demandas del mercado. Esto no es neutro, ya que la debilitación de las
capacidades universitarias agrava la captura política e intelectual,
favoreciendo soluciones cortoplacistas y tradicionales sin base reflexiva.
¿Significa esto que la formación técnica y solo
profesional, deba ser erradicada? En absoluto. Bolivia necesita institutos
técnicos sólidos y una oferta profesionalizante que responda a ciertos sectores
estratégicos (salud primaria, mantenimiento industrial, tecnologías verdes). El
problema surge cuando la lógica instrumental se impone como finalidad única y
recibe prioridad financiera, normativa y simbólica, colocándose por encima de la
investigación universitaria. Una verdadera política pública inteligente, es la
que articula ambas dimensiones: un sistema en red donde varias carreras técnicas,
licenciaturas instrumentales y universidades de investigación se complementan, sin
competir por recursos y legitimidad.
Política y financieramente, el Estado juega un papel decisivo.
Las políticas públicas importan, así como los subsidios, concursos de
investigación, programas de formación docente e incentivos para la publicación
científica. Todo tiene efectos acumulativos. Cuando el financiamiento favorece
la creación masiva de carreras técnicas y licenciaturas habituales, sin el
desarrollo de la investigación científica, se crean atajos institucionales
difíciles de revertir, o se cometen errores que podían haber sido evidenciados.
En cambio, invertir en plantas docentes capacitadas para investigar, en
laboratorios de gran calidad, en becas doctorales y en redes internacionales,
multiplica la capacidad de absorción tecnológica y la pertinencia del “conocimiento
producido” de manera original en el sistema universitario nacional.
La discusión no debe reducirse a términos dicotómicos. Lo
deseable es un ecosistema educacional diversificado con universidades
escalonadas (que tengan misiones diferenciadas), centros técnicos de excelencia
y mecanismos de movilidad con trayectorias pluralistas. Sin embargo, para que
esa diversidad florezca, es imprescindible recuperar la prioridad estratégica
de la investigación científica como el fundamento de la soberanía y el desarrollo.
Bolivia, con su riqueza de recursos y sus desafíos sociales, necesita
universidades que piensen y produzcan propuestas de transformación social,
económica y política.
La formación solamente profesional, a partir de una
supuesta “vocación” que tienen los estudiantes, es totalmente insuficiente. No
se trata tampoco de ilusionarse con un romanticismo académico, sino advertir
sobre los riesgos de sustituir la capacidad colectiva de pensar, por la mera
capacidad de ejecutar, por medio de carreras con licenciaturas
instrumentalistas. En el siglo XXI, una política de Estado que apueste por el
desarrollo sostenible, la innovación y la autonomía, deberá equilibrar la
oferta técnica y profesional de corte tradicional, con una apuesta robusta para
afianzar universidades de investigación. Solamente así, la educación superior
podrá cumplir su doble propósito estratégico: preparar a los jóvenes para el
trabajo y, simultáneamente, para producir los conocimientos científicos necesarios,
con el propósito de transformar el país.


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