El proyecto electoral y político del Movimiento al
Socialismo (MAS), nació proclamando la recuperación del poder para el pueblo.
Bajo el discurso de la “democracia participativa” y la “revolución de los
movimientos sociales”, Evo Morales prometió que Bolivia viviría, por fin, una
etapa de autogobierno popular. Sin embargo, el desenlace de este proceso,
marcado por el colapso institucional, el terrible agotamiento de las reservas
de hidrocarburos y la fragmentación de los propios movimientos sociales, revela
un fracaso que puede leerse a la luz de las advertencias teóricas del
politólogo polaco-estadounidense, Adam Przeworski en su libro “Democracy and
the Limits of Self-Government” (2010).
Przeworski recordaba que toda democracia moderna enfrenta
una contradicción fundacional: la distancia entre el ideal del autogobierno y la
realidad de las instituciones representativas. Las sociedades no se gobiernan a
sí mismas, sino que eligen, a través de mecanismos limitados, a quiénes los
gobiernan. De ahí que la democracia esté condenada a operar bajo una tensión
estructural entre la participación y la delegación del poder soberano, entre la
promesa y la desilusión. En palabras del propio autor, los ciudadanos “son
gobernados por otros, quizás distintos otros en cada turno, pero otros al fin”.
El MAS construyó su legitimidad sobre la ilusión de haber
resuelto esta contradicción. Bajo el ropaje de un “Estado Plurinacional” y una
“democracia comunitaria”, el régimen pretendió superar los límites de la
representación liberal, mediante la incorporación orgánica de sindicatos,
campesinos y pueblos indígenas al aparato estatal. Pero en la práctica, lo que
se presentó como autogobierno, fue solamente una forma sofisticada de
centralización autoritaria, donde las organizaciones sociales se convirtieron
en correas de transmisión del poder presidencial y de la extorsión sutil para
aprovecharse de las arcas públicas, como siempre y como la mayoría de los
gobiernos. El discurso participativo ocultó un proceso de cooptación y
prebendalismo, en el cual la autonomía de la sociedad civil fue sacrificada en
nombre de una supuesta unidad popular.
Desde la mirada de Przeworski, este desenlace no
sorprende. La “democracia de los movimientos sociales” del MAS, no podía
escapar a los límites estructurales que enfrenta toda tentativa de
autogobierno: las desigualdades materiales, la concentración del poder
decisorio y la imposibilidad de una participación realmente eficaz. Como
advierte el teórico polaco, el pueblo nunca puede gobernarse directamente. Solo
es capaz de elegir, periódicamente, a quienes lo representen y, en el mejor de
los casos, controlar su desempeño mediante instituciones de rendición de
cuentas. Cuando esas instituciones se subordinan al carisma del líder o al
clientelismo partidario, el resultado es la degradación de la democracia en un
régimen plebiscitario.
El fracaso del MAS, por lo tanto, no es únicamente moral
o político, es también epistemológico. Se basó en la creencia ingenua de que el
poder popular podía sustituir a las instituciones, cuando en realidad las
destruyó. Al anular la independencia judicial, manipular la Constitución y
convertir la participación en un ritual controlado desde el Ejecutivo, el MAS
vació de contenido el principio mismo de la democracia, tergiversándolo todo y
tratando de convencerse de que Evo era el líder eterno, el estratega supremo,
cuyas ignorancias fueron, sencillamente, escondidas para que una élite
delincuencial (articulada por García Linera y Luis Arce), también lo manipule a
él, mientras desmantelaban los recursos estatales.
Hoy, tras la caída del MAS, Bolivia enfrenta el desafío
de reconstruir un sistema institucional que recupere la legitimidad, pero sin
caer en el autoritarismo populista, ni tampoco en el cinismo tecnocrático. De
aquí en adelante, como sugiere Przeworski, la tarea no es abolir los límites de
la democracia, sino aprender a vivir dentro de ellos, fortaleciendo el Estado de
Derecho, garantizando la pluralidad política y devolviendo al ciudadano la
capacidad efectiva —no simbólica— de controlar a sus gobernantes.
El futuro de la democracia boliviana dependerá, en última
instancia, de asumir que el autogobierno es un ideal regulativo que exige una
alta calidad de las instituciones democráticas. No es una realidad inmediata.
La madurez política y el verdadero liderazgo democrático, consisten en
reconocer los límites del poder popular para, justamente, impedir que vuelvan a
ser utilizados como coartada de nuevos autoritarismos, oportunismos y engaños
para corromperse y traicionar la soberanía popular.
El gran teórico Adam Przeworski


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