El ensayo de Jason Brennan, Contra la democracia, es un provocador planteamiento que cuestiona
una especie de dogma que suele darse por sentado: “que la democracia, tal como
la practicamos, es inherentemente justa y deseable”. Brennan parte de un
diagnóstico duro, pero empíricamente sustentado: la mayoría de los ciudadanos
son “hobbits” (un personaje de la película El
Señor de los Anillos), desinteresados y poco informados; y quienes sí
participan en la política, suelen comportarse como “hooligans” (las barras
bravas y violentas del fútbol inglés), fanáticos ideológicos que usan dicha política
como un deporte tribal.
La política —sostiene Brennan— no nos ennoblece, sino que
“nos embrutece y corrompe”. En este marco, propone considerar formas
epistocráticas de gobierno donde el poder político esté, aunque sea
parcialmente, en manos de quienes tienen más conocimiento. El término epistocracia
proviene del griego “episteme” (conocimiento) y “kratos” (poder), un tipo de
gobierno donde las decisiones políticas tendrían que ser tomadas por los más
competentes, instruidos o educados.
Leído desde Bolivia, este argumento no solo adquiere
vigencia, sino que se hace casi familiar. La crisis política boliviana de las
últimas dos décadas (2005-2025), ha puesto en evidencia una profunda tensión
entre la participación masiva y la calidad democrática, entre las movilizaciones
sociales y la captura del Estado, entre el voto universal y la manipulación
sistemática de la opinión pública. Brennan escribe que “el ciudadano típico
desciende a un nivel inferior de rendimiento intelectual en cuanto entra en el
ámbito político”, y Bolivia ofrece abundante evidencia empírica para analizar
esta afirmación sin caer en el elitismo, pero tampoco en la ingenuidad.
El ciudadano hobbit y la democracia plebiscitaria
boliviana, ensambla con las tesis de Brennan, sobre todo cuando éste sostiene
que la mayoría de los ciudadanos no solamente ignora los hechos básicos de
economía, derecho o política pública, sino que tampoco tiene incentivos para
informarse, dado que su voto individual nunca decide una elección. Brennan lo
llama “ignorancia racional”. En Bolivia, este fenómeno ha sido exacerbado por
tres prácticas estructurales: primero, por el uso plebiscitario del voto para
legitimar proyectos políticos personalistas (el de Evo 2009, hasta su renuncia
en 2019).
Segundo, el monopolio de la retórica estatal, que durante
años convirtió la información pública en propaganda (el vacío proceso de
cambio). Tercero, la dependencia material del Estado como el principal
empleador y redistribuidor, que hizo del voto una moneda de intercambio
clientelar. Así, muchos ciudadanos participan en las elecciones democráticas,
no como ciudadanos críticos que deliberan, sino como receptores pasivos de
discursos prefabricados, lo que coincide con el comportamiento hobbit,
caracterizado por la desinformación, apatía selectiva, ignorancia con mezcla de
indiferencia y adhesión condicionada, antes que por evidencias y razonamientos
claros.
El hooligan (bravucón de barras de fútbol) boliviano,
hace que la política se vuelva una práctica donde predomina una tribu. Brennan
describe al hooligan como aquel individuo que abraza una identidad política
feroz, rechaza toda información contradictoria y cree que el adversario es un
enemigo moral, incluso un ser inferior. “Los hooligans consumen información
política, dice, de un modo sesgado y tienden a menospreciar a quienes no están
de acuerdo”.
Esta figura es plenamente reconocible en la Bolivia
contemporánea, ya que los militantes masistas y anti-masistas, actúan como
bandos cerrados que niegan, sistemáticamente, la noción de adversario legítimo.
Cada conflicto social —las elecciones fraudulentas de 2019, el censo, la
distribución de escaños, la crisis económica— se convierte en una pugna ideológica
y un rosario de mentiras, donde la evidencia empírica deja de importar.
Las redes sociales intensifican esta tribalización. La
discusión pública se convierte en insulto, desinformación emocional y
reafirmación de prejuicios. El hooligan boliviano no es una excepción, sino que
es el ciudadano dominante en nuestra esfera pública. Por ello, lejos de
ennoblecer, la hiperpolitización que vivió el país entre 2020 y 2025, ha
deteriorado la capacidad colectiva de deliberación, tal como lo argumenta
Brennan.
La interpretación de Brennan —dar mayor peso político a
quienes poseen más conocimiento—, parece inaceptable para aquellas sociedades
marcadas por la desigualdad educativa, como la boliviana. Él mismo reconoce la
objeción demográfica, señalando que el conocimiento político no está
distribuido equitativamente entre los grupos sociales, por lo que una
epistocracia (el gobierno de los que saben y son expertos) puede acentuar
desigualdades existentes.
En Bolivia, esto podría reproducir jerarquías coloniales,
como, por ejemplo, dar más poder para los ciudadanos urbanos, hombres, élites
educativas, y menos para los sectores rurales o indígenas que, históricamente,
han sido marginados. Sin embargo, Brennan nos obliga a pensar una pregunta
incómoda: ¿es justo que decisiones de alto impacto nacional, sean tomadas
masivamente en condiciones de desinformación, sesgo y manipulación?
Bolivia tiene abundantes ejemplos de decisiones públicas
desastrosas —económicas, constitucionales, judiciales—, producto de la ignorancia
colectiva estimulada por liderazgos populistas. No se trata de quitar derechos,
sino de imaginar formas de participación que no dependan, exclusivamente, del
voto emocional, sino del conocimiento, la verificación y, sobre todo, la
responsabilidad. Brennan sostiene que la democracia “no tiene valor intrínseco”
y solo es justificable si produce mejores resultados que las alternativas autoritarias.
En Bolivia, esta afirmación invita a revisar críticamente tres patologías
recientes: a) la captura partidista del Estado, que redujo la idea de ciudadanía
a militancia; b) la degradación del debate público, donde la evidencia perdió
relevancia frente a la retórica; c) la judicialización política, que anuló la
separación de poderes y mostró los límites de una democracia, únicamente
formal.
Si la democracia boliviana quiere justificarse, necesita
demostrar que puede producir decisiones competentes, no solamente impulsando
procesos participativos. Brennan afirma que los ciudadanos tienen derecho “a un
gobierno competente”. Este derecho ha sido sistemáticamente vulnerado en
Bolivia.
La epistocracia es una idea provocadora y útil, no un
plano arquitectónico. Para Bolivia, la tarea no es excluir votantes, sino
elevar la calidad del voto y del debate público. Algunas líneas de
transformación compatibles con el espíritu crítico de Brennan podrían ser, por
ejemplo: a) educación cívica basada en evidencia y pensamiento crítico, no en
memorizar y repetir ideas; b) instituciones autónomas guiadas por expertos
(Banco Central, justicia constitucional, sistema electoral); c) mecanismos de
democracia deliberativa donde los ciudadanos discutan con información
verificada; d) incentivos estatales para el conocimiento, como certificaciones
ciudadanas, consultas informadas, sorteos cívicos.
Bolivia no necesita renunciar a la democracia; sino que requiere
desintoxicarla de su tribalismo y su uso instrumental. Brennan muestra, con
brutal franqueza, que la democracia no es un ritual sagrado, sino un mecanismo
perfectible. Y la pregunta que su libro deja sobre la mesa, al mirar el
presente boliviano, es, a la vez, simple como urgente: ¿queremos una democracia
donde todos voten, o una democracia donde todos puedan decidir bien? ¿Queremos
un gobierno que tome las decisiones acertadas y convenientes para el beneficio
de las mayorías, o decisiones para satisfacer los intereses de grupos sectarios
o corporativos, sin necesidad de verificar o esforzarse por tener conocimientos
e información comprobada? La democracia, de esta forma, tiene una serie de sutiles
trampas.


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