Las elecciones del 17 de agosto han dado como resultado
un nuevo Parlamento que, lejos de ser homogéneo, refleja la pluralidad, los
desencuentros y las tensiones de la sociedad boliviana. La fragmentación
partidaria y la falta de consensos mínimos pueden convertirse en el punto de
partida de un ciclo de bloqueo institucional, incapaz de dar respuestas a la
crisis económica, la corrupción, la inseguridad y la falta de horizontes de
futuro. Gobernar en un Parlamento de estas características no será sencillo y
el riesgo es caer en la misma parálisis que ha marcado a las anteriores
gestiones legislativas.
A estas amenazas
de la gobernabilidad parlamentaria se suma la terrible “ineficiencia estructural”
de la actual Asamblea Legislativa. En el periodo 2020-2025, cerca de un 95% de
los proyectos de ley no avanzaron más allá de las comisiones. La figura de lo
que se denomina como un “leviatán legislativo”, es decir, un congreso
hipertrofiado que controla todo, no se aplica; por el contrario, existió un
“gigantismo improductivo”. Todos los legisladores tenían, por lo menos, un
asesor que tampoco cumplió una función eficiente.
A lo largo del gobierno de Luis Arce, el Parlamento
boliviano se caracterizó por tener “mayorías sin eficacia”. Aunque pudo existir
una mayoría absoluta en cualquiera de las cámaras (senadores o diputados), eso
no se tradujo en eficacia. Las mayorías parlamentarias revelaron bloqueos
internos, fragmentación y un exceso de formalismo procedimental. Esta
ineficacia fue más allá del enfrentamiento entre arcistas y evistas. El MAS,
como bancada, representó a un partido totalmente ineficiente en la práctica
legislativa.
Asimismo, hubo una “folclorización de lo indígena” ya
que, en el caso de los proyectos relativos a las naciones y pueblos indígenas,
lo que prevaleció fueron declaraciones de patrimonio cultural, efemérides o
aspectos simbólicos. Estos proyectos de ley jamás abordaron los problemas
estructurales de desarrollo, la gobernanza indígena o el fortalecimiento de una
democracia pluralista. Se promovió una visión folclórica y decorativa, que dejó
de lado las demandas materiales y políticas de los pueblos indígenas.
El nuevo Parlamento elegido en las elecciones generales
del 17 de agosto de 2025, tiene que comprender que la gobernabilidad no es un
regalo, ni tampoco una concesión coercitiva de los partidos mayoritarios; es el
resultado de un proceso de construcción política que requiere diálogo,
negociación y reconocimiento del adversario como un actor legítimo.
El desafío inmediato consiste en superar la lógica del
veto y del chantaje, reemplazándola por una cultura de la deliberación que se
traduzca en acuerdos programáticos, pactos legislativos eficaces y coaliciones
de trabajo productivo. Un Parlamento que solamente se dedica a exhibir
enfrentamientos, será irrelevante frente a una ciudadanía que demanda
soluciones concretas y no espectáculos mediáticos.
El dilema de fondo está en comprender que la
gobernabilidad no se reduce a contar votos para aprobar leyes, sino que implica
establecer reglas claras de convivencia democrática, mecanismos de
transparencia y canales efectivos para la participación de la sociedad civil en
el debate parlamentario. La democracia boliviana no puede soportar más
experimentos de hegemonía, ni mayorías artificiales; lo que necesita es un
esfuerzo serio por institucionalizar el pluralismo político y evitar que el Parlamento
sea utilizado como una extensión servil del Poder Ejecutivo o, en el extremo
opuesto, como una trinchera estéril de oposición.
Por lo tanto, se hace imprescindible la creación de un Programa Nacional de Gobernabilidad
Parlamentaria, concebido como una decisión estratégica y no como un recurso
coyuntural. Este programa debería articular al Parlamento, el Ejecutivo, las
universidades, los escenarios sindicales, las centrales indígenas y diversas
organizaciones de la sociedad civil, con el objetivo de generar capacidades
técnicas y políticas para la negociación, el control institucional y la
rendición de cuentas. El programa también permitiría diseñar manuales de buenas
prácticas legislativas, espacios de mediación y formación para los diputados y
senadores, así como estructurar un observatorio permanente de gobernabilidad
democrática. Solo con una estrategia de este tipo será posible convertir al Parlamento
en un verdadero espacio de deliberación pública, capaz de recuperar la
confianza ciudadana y proyectar al país hacia un nuevo horizonte de
estabilidad.
Las prioridades legislativas del nuevo Parlamento no
deberían diluirse en agendas personalistas, ni en el cálculo electoral a corto
plazo. El primer eje tiene que ser la recuperación económica, a través de un
marco legal que fomente la inversión privada, genere empleos sostenibles y
asegure una redistribución más justa de los recursos económicos. A ello se suma
la necesidad de aprobar leyes claras para luchar contra la corrupción, con
sistemas de fiscalización independientes que rompan el “círculo vicioso de
impunidad” y clientelismo. Sin estas bases mínimas de gobernabilidad, el Parlamento
corre el riesgo de repetir la improvisación que ya agotó la paciencia
ciudadana. Otro ámbito urgente de trabajo corresponde a la seguridad ciudadana
y el fortalecimiento institucional.
El Parlamento tiene que encarar la reforma de la
justicia, garantizando su independencia del poder político y aprobando normas
que refuercen la protección de los derechos humanos, el respeto a las
autonomías departamentales y la inclusión de mujeres y jóvenes en la toma de
decisiones. Asimismo, es fundamental la legislación vinculada a la
sostenibilidad ambiental y la adaptación al cambio climático, temas cruciales
que no pueden seguir postergándose, porque se trata de un desafío transversal
que afecta la viabilidad del país en el largo plazo. Estas prioridades, bien
articuladas, marcarían la diferencia entre el viejo Parlamento, atrapado en
disputas menores e ineficiencia, y uno capaz de orientar un nuevo ciclo
democrático de concertación sólida y de rendición de cuentas transparente.
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