LA LIBRE DECISIÓN DEL SUICIDIO



Todos tienen miedo. ¿De qué? De dejarse llevar hasta aceptar el reto: quitarse la vida, aunque sea parte de un juego. Un juego diabólico o simplemente aterrador: “La ballena azul”. Medio mundo se pregunta si es posible que un juego de Internet pueda lavar el cerebro de los jóvenes o adolescentes para que tomen la decisión de suicidarse. Con o sin las imparables influencias que provienen del mundo virtual y millones de sitios web, el suicidio seguirá siendo casi inexplicable, deprimente y sorpresivo. El juego “La ballena azul”  pasará a la historia como parte del sensacionalismo que generan los medios de comunicación pero las razones del suicidio permanecerán ahí: amenazantes e insondables.

Pocas situaciones suscitan tantas opiniones contradictorias, confusas y ardientemente angustiosas como cuando una persona se suicida. El suicidio representa un momento en el que la vida social se paraliza, las instituciones se desconciertan y los credos religiosos encienden toda clase de cirios al considerar a los suicidas como señales apocalípticas o como símbolos de la decadencia moral y espiritual de nuestra sociedad.

Al mismo tiempo que el azoro nos invade con la noticia de un suicidio, los medios de comunicación gustan hacer con este tipo de hechos trágicos un drama de desesperación y turbulencia espectacular destacando todas las formas, detalles e imágenes sobre el tipo violento en la muerte de los suicidas. Empero, ¿existen razones suficientes que justifiquen el suicidio? Si es así ¿cuáles son y hasta qué punto pueden ser argumentadas? Si no existieran razones valederas para que una persona se quite la vida, ¿tenemos el derecho de juzgarla, sancionarla y condenarla?

La literatura está llena de narraciones en las que se construyen situaciones subjetivas de diferentes personajes que atraviesan por momentos simplemente insoportables: El Lobo Estepario de Hermann Hesse afirma, en un momento de ira irrefrenable contra sí mismo, que “entre los hombres siempre ronda un pensamiento peligroso y horrible de que acaso toda la vida humana no sea sino un tremendo error, un aborto violento y desgraciado de la madre universal, un ensayo salvaje y horriblemente desafortunado de la naturaleza; aunque también entre ellos es donde ha surgido la otra idea de que el hombre acaso no sea sólo un animal medio razonable, sino un hijo de los dioses y destinado a la inmortalidad”.

Obras clásicas como Romeo y Julieta del dramaturgo inglés William Shakespeare, destacan el suicidio por amor. La inefable situación de dos amantes cuyo destino los ha de juntar para saborear los afectos más profundos, así como la tragedia que desencadena la muerte como única salida, pues un amor fracturado convierte a la vida en una oscura estupidez. Las tragedias griegas resaltan muchos más ejemplos en los que el ser humano expresa, libre y conscientemente, su voluntad de morir.

El suicida de una u otra forma escapa al control social y a todo poder instituido, eludiendo y burlándose de todas las normas jurídicas, éticas y religiosas que gobiernan nuestra existencia pasajera; por esto es que muchos estudiosos del suicidio sentencian con intensidad sonora: el suicidio es un medio de independencia y, por tanto, todos los poderes que reinan en la sociedad lo odian; un odio que esconde su propia contradicción pues a la larga éste se transforma, de alguna manera, en una sentencia de muerte, de segregación y rechazo cuyo objetivo busca finalmente la desaparición de la personalidad suicida.

La historia cuenta que en la vieja Atenas de los filósofos griegos, el suicidio era condenado a menos que la asamblea del Senado haya autorizado tal hecho de acuerdo con las normas que prescribía la democracia de la polis. Los líderes de la cuidad-estado debatían las solicitudes, diciendo: “que aquél que no quiera ya vivir más tiempo, exponga sus razones al Senado, y después de haber obtenido licencia, se quite la vida. Si la existencia te es odiosa, muere; si estás maltratado por la fortuna, bebe cicuta. Si te hallas abrumado por el dolor, abandona la vida. Que el desgraciado cuente su infortunio, que el magistrado le suministre el remedio, y su miseria tendrá fin”.

Uno de los flancos en los que puede argumentarse a favor del suicidio, radica en la voluntad libre y soberana que todo ser humano tiene para regir su existencia. La libertad de morir, de elegir dejar este mundo y trasladarse al despeñadero va contra todo orden político, social, cultural y religioso, imponiendo una decisión frente a la cual ya no pueden funcionar los convencionalismos existentes. El sociólogo francés, Emilio Durkheim, estudió el suicidio distinguiendo tres tipos de grupos: el suicidio egoísta, el altruista y el anómico, señalándoles a todos como víctimas de una afección moral crítica, síntoma de decadencia y desorientación social.

Sí; el sociólogo francés desarrolló toda una teoría a partir de lo que significa la fuerza de los hechos sociales, la influencia pre-existente del medio social, la potencia normativa, punitiva y suprema rectora de la conciencia colectiva frente a la cual no puede alzarse ninguna voluntad individual, ya que el hecho de ir contra la fuerza del orden social no es más que una actitud anormal y patológica que siempre será sancionada.

Las personas se suicidan porque no encuentran sentido para preservar su vida dentro de los marcos de significación que provee la sociedad. Pierden el rumbo porque el mundo de hoy está plagado de todo tipo de desigualdades, rechazo, segregación y abierto maltrato a la dignidad humana. La discriminación, como una forma de excluir a los seres humanos en diferentes ámbitos de la vida social, va menoscabando los derechos mínimos que tiene cualquier persona, reforzándose los prejuicios donde se reproduce un estigma doloroso: considerar inferiores a hombres, mujeres, niños y culturas enteras. El siglo XXI en su contexto global e internacional está reforzando peligrosamente el desprecio por los derechos humanos donde el respeto por los “otros” se desvanece como edificaciones de arena. Así se reproduce una situación de agobio, de pérdida de identificación con la semiótica de los valores y las instituciones, generándose un estímulo doloroso para terminar con la existencia.

Por estas razones, fuera de la turbación o la locura, la sociedad no tolera al suicidio, lo condena pero, sigilosamente, a momentos también lo instiga. Para muchos, lo que está detrás de los códigos culturales no es más que represión, por lo que el suicida reivindica una oportunidad de libertad y liberación al desoír toda sanción, toda condena y todo obstáculo contra la autodeterminación individual.

Desde el punto de vista liberal, el poder no puede agredir la esfera privada que tiene todo individuo; por lo tanto, el mundo privado de cada uno es el área que cae fuera de los márgenes de lo público, de la ley y del Estado; asimismo, el hombre tiene en su cuerpo una propiedad original e inalienable. En este sentido, importantes teóricos como John Stuart Mill, defenderán una libertad consistente en establecer una doble distancia: de cada hombre en relación a los demás, y de todos con respecto al Estado y la normatividad suprema del orden social. El suicida expresa esté o no de acuerdo con la doctrina liberal, sea o no sea un liberal convencido su libre decisión para defender un ámbito íntimo en el que se afirma, rotundamente, el derecho a disponer del propio cuerpo, incluso hasta llegar a la propia autoeliminación.

Cada suicida puede expresar el conjunto de razones que lo impulsan a cortar el hilo de su vida; mientras que la sociedad, a través de sus normas que sancionan al suicidio como un delito, argumenta a favor de la conservación de la existencia. En este otro flanco destaca, sobre todo, el papel que juegan las instituciones religiosas cristianas, pues la Iglesia católica considera que el suicida no da pruebas de valor sino de cobardía: el valor consiste en que la persona acepte su cruz y cumpla con los designios de dios en la tierra, perenne y también efímera; aunque otras religiones realzan al suicidio como expresión de sacrificio e inmolación.

La religión es otro refuerzo que, llegado el caso, irrumpe como una fuerza que limita la libertad de elegir sobre la propia existencia. Todos: el Estado, religión, sociedad y cultura trasladan su malestar sobre el suicida, lo culpan y lo obligan a conservar su vida, encerrándolo, como diría Sigmund Freud, en una neurosis permanente; por eso, el propio Freud pregunta: “¿acaso no está justificado el diagnóstico donde muchas culturas o épocas culturales, y quizás aún la Humanidad entera se han tornado neuróticas bajo la presión de las ambiciones culturales y sociales?”

De nada servirá levantar barandas, redes o alambres de púas en los puentes, colocar rejas en las ventanas de los edificios, cerrar las azoteas de las casas que sobrepasan los tres pisos, desplegar un regimiento policiaco en las autopistas o en las estaciones de trenes para evitar que los suicidas concluyan su vida arrojándose desesperados a las ruedas del tren, camión u ómnibus. De nada servirá la prohibición de armas de fuego. Todos los esfuerzos del medio social, del medio cultural y del orden del Estado quedarán derretidos como el esperma de una vela sometida al calor de la última decisión individual que elige suicidarse. El suicidio es una de las expresiones más humanas fruto de la desesperación o de una situación tal donde la única puerta de salida es desaparecer para así salvar la propia dignidad y libertad.

Al analizar el suicidio se pueden encontrar muchas razones: psicológicas, políticas, sociológicas, religiosas, etc. Lo cierto es que no puede pasarse por alto un elemento: la libertad de elegir seguir viviendo o desvanecerse entre las cenizas, que es tan intensa en el suicida. Es totalmente superfluo condenar esta actitud tan humana y cercana a cada una de nuestras conciencias pues el hombre no es de ninguna manera un producto firme y duradero, es más bien un ensayo, una prueba y una transición. Sí, somos tránsito largo o corto. Para algunos, la transición debe seguir cierto ritmo y curso, mientras que para otros puede interrumpirse en cualquier momento con sólo decidirlo.

Un posible freno: los valores

     La gran lección de los rostros amenazadores de la discriminación y el suicidio que acechan nuestras vidas es la necesidad de volver a creer en algo: en la familia, en el amor, en los amigos, en uno mismo, en los derechos humanos, en la tolerancia, en la hermandad, en la posibilidad de ser uno a través de la estima hacia los otros, iguales como yo.

En el siglo XXI tenemos el desafío de ajustar las creencias a las ideas. En varias ocasiones, nuestras ideas son mucho mejores que nuestras creencias y de aquí que el reto es hacernos creíbles, sobre todo para derrotar toda forma de discriminación en la práctica. Si hay algo que hoy en día todo el mundo aprecia, es encontrar a una persona que vive lo que realmente cree y este es el antídoto ético y profundamente humano para vencer las conductas discriminatorias.

Una sociedad con ideas extraordinarias no tiene que inventar muchas más, sino vivir genuinamente aquellas en las que crea. Es la gran pauta para la educación. Los alumnos pueden escuchar muchas cosas pero si no ven que los adultos creen lo que están predicando, se produce una enorme hipocresía y la cuestión entonces no tiene solución. La lucha contra el suicidio puede triunfar mediante el retorno de la voluntad hacia la ética; es decir, hacia el cultivo de los valores que son cualidades de las acciones, de las personas y de las cosas que las hacen atractivas. Cuando una acción, persona o institución tiene un valor positivo, es y se hace atractiva. Cuando tiene un valor negativo como la conducta discriminatoria y represiva, es repugnante.

Por ejemplo, podemos decir que cuando alguien dice de una institución que es justa, la está haciendo atractiva, y cuando dice que es injusta, la está haciendo repelente además de ilegítima. Los valores no importan por la calidad que proporcionan, sino que una vida humana sin valores no es una vida verdaderamente humana. Los valores no pueden expresarse en medidas de calidad, sino que valen por sí mismos. Debemos rechazar aquella visión donde lo más importante en este mundo son los hechos, exigiendo erróneamente que en la escuela se enseñen hechos y nada de valores, nada de espíritu. Sin embargo, sin valores no hay vida humana. La derrota de la discriminación señala un camino por el cual debemos insistir en la educación mediante los valores, reforzando la imaginación, educando en la emoción, en el corazón y en la fantasía, evitando que nuestras vidas se conviertan en vidas inútilmente inhumanas como trata de hacernos creer el tipo de sociedad tecnificada de la globalización que desiguala todo.

     Vivimos en el momento oportuno para volver a creer en los valores porque merece la pena llamar plenamente humanas a las personas y a las instituciones. Los valores tienen que ser retomados apasionadamente para llevar adelante una existencia realmente humana. Los valores acondicionarán nuestras vidas para otorgarnos el estatus hermoso como seres humanos. Además, los valores están al alcance de todos pues siempre tenemos la posibilidad de ser justos, la posibilidad de ser honestos y menos discriminadores. A pesar de lo dramático que puede ser el suicidio, tenemos que acomodar de tal forma nuestras creencias a las ideas de valor que hagamos realmente posible ser justos para otorgar múltiples y tolerantes sentidos a la vida, así como ser libres sin creernos héroes invencibles, sino solamente seres humanos conscientes de ser perfectibles.

Comentarios