En la política contemporánea, los consultores
internacionales y asesores de campañas electorales han alcanzado un lugar
central en la construcción de liderazgos, el diseño de estrategias y la “fabricación”
(en el sentido literal) de narrativas comunicacionales para vender candidatos.
Figuras como Stanley Bernard Greenberg, célebre por sus aportes al marketing
político en Estados Unidos y en diversos países del mundo, representan un ejemplo
de cómo el oficio del asesor se mueve entre la técnica, el cálculo estratégico
y un halo de redentorismo en las democracias en crisis.
Greenberg estuvo en Bolivia durante la campaña de Goni
Sánchez de Lozada en el año 2002. Sin embargo, detrás de este aparente
profesionalismo, se esconde un dilema ético de gran envergadura: estos
consultores, rara vez buscan el bien común, sino que se orientan más por el
lucro y una grandilocuencia que, en realidad, refuerza su ego, antes que los
cimientos de la democracia.
El fenómeno no es nuevo. Desde el siglo XX, el mercado
político ha visto crecer una “industria de la persuasión”, en la cual los estrategas
importan modelos, encuestas y técnicas de manipulación para adaptar campañas a
las emociones colectivas. La política, en vez de ser un espacio de deliberación,
se convierte en un espectáculo dirigido por expertos que dominan el arte de
explotar los miedos y la esperanza. En este marco, el consultor político
aparece como un “terapeuta colectivo”, un personaje que llega desde afuera,
promete soluciones rápidas y otorga al candidato la ilusión de estar respaldado
por un conocimiento superior. El resultado es una política vacía como bien
público y la reducción de la democracia a un laboratorio de marketing.
El dilema ético radica en la motivación. La gran mayoría
de los asesores internacionales no buscan fortalecer la institucionalidad
democrática, ni garantizar la participación ciudadana, sino engrosar sus
honorarios y alimentar un sentimiento de importancia histórica. En muchos
casos, como el de Greenberg y otros, existe una tendencia personal hacia el
logro de una absurda trascendencia: haber estado al lado de líderes históricos,
haber presenciado “momentos clave” de la democracia, haber sido testigos y,
sobre todo, protagonistas de campañas que marcaron una época. Este deseo de
inscribir su nombre en la historia de los países que visitan, conduce a un
narcisismo carente de vocación democrática.
En mi experiencia personal, cuando conocí a Greenberg en
el programa Yale World Fellows, me
impresionó su capacidad para presentarse como protagonista de transformaciones
políticas globales que, en el fondo, no existieron. Sin embargo, nunca
manifestó responsabilidad por las consecuencias de sus asesorías, especialmente
en contextos frágiles como Bolivia. Su equipo seguía presente en La Paz durante
la crisis de febrero de 2003 y hasta la caída del presidente Gonzalo Sánchez de
Lozada en octubre del mismo año. En esos momentos decisivos, Greenberg rechazó
cualquier autocrítica o reflexión ética sobre el papel de la consultoría
internacional, en un país que se desbarataba. El silencio ante esa tragedia
política y social, no solamente refleja indiferencia, sino también la lógica
mercantilista de quienes huyen de la rendición de cuentas, una vez que las
campañas terminan.
Este vacío de responsabilidad es un síntoma de cómo los
consultores creen estar por encima de la política, mientras que los ciudadanos
quedan como simples espectadores. El
sufragio ya no refleja un proceso autónomo de decisión colectiva, sino el éxito
de un guion escrito por asesores que, tras la elección, desaparecen con sus
contratos y se dirigen al próximo cliente. En ese tránsito, la ética queda
subordinada a la ganancia y las ínfulas de superioridad. Poco importa si apoyan
a un líder populista, a un demócrata frágil o a un caudillo autoritario, lo
decisivo es quién paga y cuál será el impacto en la proyección personal del
asesor.
La dimensión ética de este fenómeno exige una reflexión
más profunda. Si la política es, como diría Hannah Arendt, el espacio donde los
seres humanos aparecen unos frente a otros para deliberar sobre su destino
común, entonces la práctica de los consultores representa una “usurpación”. Los
asesores internacionales convierten lo político en técnica, la ciudadanía en
mercado y la democracia en un espectáculo que termina, tarde o temprano, en un
manejo arbitrario. Pero, cuando todo falla, los consultores desaparecen. Al
hacerlo, despojan a la política de su dignidad y la transforman en un negocio
transnacional que se alimenta de la debilidad institucional e, inclusive, de la
desesperación de muchos líderes que buscan fabricar su legitimidad.
El desafío es desenmascarar la grandilocuencia de estos
personajes. Su redención es ilusoria, porque no salvan a las democracias en
crisis, sino que las vuelven más dependientes de fórmulas importadas y de un
pragmatismo desprovisto de principios. Su verdadera motivación no es la ética,
sino la vanidad y la acumulación de riqueza. Frente a ello, la reflexión ética
nos invita a rescatar la política como un arte de lo común, como una práctica que
se debe a la soberanía de los ciudadanos y no al ego de consultores.
Los asesores políticos internacionales constituyen uno de
los síntomas de la decadencia democrática del siglo XXI. Son personajes
itinerantes que buscan dinero y gloria personal mientras las democracias se derrumban.
Es fundamental replantear la ética en la política, volver a pensar en liderazgos
que no dependan de los gurús de
campaña, sino de la autenticidad y la responsabilidad del liderazgo democrático
ante la historia. La verdadera redención, si existe, no vendrá de los
consultores, sino de sociedades que aprenden a recuperar la política como un
bien colectivo, libre del fetichismo del espectáculo. Lo más curioso es que los
líderes que creemos solventes: Sánchez de Lozada, Jorge Quiroga, Doria Medina,
Carlos Mesa e incluso Adrónico Rodríguez, se dejan llevar, como ovejas, por las
mentiras de varios consultores.
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