La célebre frase “Lloras como mujer lo que no has sabido
defender como un hombre”, proviene de la tradición histórica y literaria en
torno a la caída de Granada en el año 1492, último bastión del reino nazarí en
la península ibérica. Se atribuye a Aixa, madre de Boabdil, el último rey moro de Granada, quien al ver a su hijo
derrumbarse tras entregar la ciudad a los reyes católicos, le habría reprochado
su debilidad con esas palabras. Desde entonces, la sentencia se convirtió en
una metáfora de derrota, cobardía y deshonor.
Salman Rushdie recupera y reelabora esta expresión en su
novela El último suspiro del moro (1995),
obra donde mezcla historia, mito y crítica cultural para hablar del ocaso, la
pérdida y la traición de ideales. En la novela, la frase funciona como un eco
de decadencia, una advertencia de cómo el poder que se derrumba suele
justificarse en lamentos tardíos, en lugar de asumir la responsabilidad de haber
defendido lo que tenían. Rushdie usa aquella frase para mostrar la fragilidad
de los grandes relatos, la corrupción del poder y la tragedia de quienes, como
Boabdil, dejan escapar la grandeza entre las manos.
Así, en el libro de Rushdie, la frase no es solamente un
reproche íntimo, sino un símbolo universal de “retroceso político y moral”. No
habla únicamente del fin del reino de Granada, sino de todo liderazgo que, por
cobardía, mediocridad o traición, no supo estar a la altura de la historia.
La misma frase caracteriza a la imagen de Luis Arce,
otrora presentado como el “arquitecto del milagro económico”; sin embargo, ahora
se derrumba bajo el peso de su propia mediocridad y miedo. Su liderazgo es la
viva expresión de un Estado degradado, sin rumbo y sin grandeza. La frase de la
historia —“Llora como mujer lo que no supiste defender como un hombre”—
adquiere aquí un giro lapidario: Arce debería llorar como una mujer lo que
nunca supo defender con la debida valentía: la dignidad de la Nación, la administración
correcta de un Estado eficiente, el cambio de rumbo económico cuando estaba a
tiempo y el manejo transparente de los recursos del gas que fueron el sustento
del país.
El colapso de la economía hidrocarburífera en Bolivia no
es una sorpresa, ni una fatalidad. Fue un secreto a voces, un dato técnico que
Arce conocía desde hace años, pero que prefirió no enfrentar, sino maquillar
con la obsesión populista, ocultando cifras, manipulando discursos y vendiendo
espejismos. La verdad, tarde o temprano, se impone: no hay reservas, no hay
ingresos, no hay modelo. Queda la carcasa de un Movimiento Al Socialismo (MAS)
que en su hundimiento arrastró a todo un país, mientras sus asesores —tan
mediocres como el líder que siguen— se refugiaron en la propaganda de izquierda
barata y el clientelismo, especialmente el Ministerio de la Presidencia, de
Defensa, Servicios y Obras Públicas, el Viceministerio de Comunicación, el
Ministerio de Hidrocarburos y todo YPFB. No reajustar el precio del dólar, ni
suspender la subvención de los hidrocarburos porque “los sectores prebendales
le quitarían el voto al MAS”.
La política bajo Arce fue un ejercicio vacío, un ritual
sin fuerza ni horizonte. Gobernar se volvió sinónimo de administrar miserias y
culpas heredadas, de improvisar en medio del naufragio, de sostener a un
partido, destruido por dentro y corroído por la pugna de caudillos sin
proyecto. El MAS ya no es una maquinaria de poder, sino un partido fracasado.
Su debacle es su epitafio. Arce no hizo el menor esfuerzo para fortalecer al
partido, pues únicamente quiso quedarse con la sigla que, finalmente, no sirvió
para nada.
Y como si el deshonor político no bastara, emergió la
crisis doméstica que termina por desnudar al presidente más inútil de la
historia en el siglo XX y XXI. Sus propios hijos están envueltos en denuncias
de enriquecimiento ilícito, negocios turbios e incluso violencia, lo cual refleja
un hogar que nunca conoció la rectitud. Un líder incapaz de sentar las bases de
una familia decorosa, menos aún puede sentar o cuidar las raíces de una nación
justa. La vergüenza íntima se convierte en la metáfora perfecta de la vergüenza
pública: la crisis política de Arce, es también la crisis moral de su casa.
En el espejo de la historia, quedará como aquel que llorará
—no por la grandeza perdida— sino por lo que nunca supo defender: ni el gas, ni
el Estado, ni siquiera la dignidad mínima de un hombre como jefe de familia.
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