Vivimos en una época paradójica. Hoy día, nunca se habla
tanto de valores y, al mismo tiempo, los principios éticos de toda clase, parecen
estar ausentes en la práctica social, la política (cuando no) y la vida profesional.
La ética se invoca en los discursos dentro de las escuelas y se la exige en la
actividad periodística; sin embargo, la vida cotidiana nos devuelve con crudeza
la corrupción, el cálculo egoísta, la irresponsabilidad frente a los grandes
compromisos y el desprecio por la dignidad humana. Y, precisamente porque todos
se comportan con la más baja calidad moral, la formación ética y las relaciones
humanas guiadas por principios se transforman en una necesidad fundamental.
El filósofo español, Fernando Savater, nos recuerda que
la ética no es un lujo, ni un adorno intelectual, sino la “base de la libertad”.
Sin una reflexión ética, la vida queda reducida a la inercia de costumbres y
mandatos ajenos. Ser ético, dice Savater, no consiste en vivir para complacer a
las reglas externas, sino en asumir la responsabilidad de vivir con los otros
desde la libertad. La ética nos enseña a decidir, a no delegar la totalidad de
nuestra conciencia en poderes abusivos, modas o ideologías.
En la misma línea, otro español, José Antonio Marina,
subraya que la ética es un ejercicio de “inteligencia creadora”. No basta con
conocer normas: se trata de transformar la convivencia mediante la imaginación
moral, la capacidad de anticipar consecuencias, comprender a los demás y
diseñar espacios de respeto mutuo, vivir feliz con los otros, a quienes
necesitamos como aliados, amigos y amores. Para Marina, la ética no es un
catálogo cerrado, sino un proyecto abierto de aprendizaje constante, donde se
educa el carácter y se cultivan virtudes que nos permitan responder con
grandeza a los desafíos y grandes compromisos de nuestro tiempo.
La filósofa alemana, Hannah Arendt, por su parte, alertó
sobre lo que ocurre cuando la ética desaparece del horizonte humano: surge la “banalidad
del mal”. Los más perversos, asesinos y violadores, no son monstruos
excepcionales, sino personas comunes que, al renunciar a pensar, al
desentenderse de la responsabilidad, terminan participando en sistemas
destructivos como los campos de exterminio y el sometimiento a ideologías
políticas extremistas e inútiles. Para Arendt, la ética comienza en un acto
aparentemente sencillo, pero decisivo: pensar por uno mismo y preguntarse si
puedo convivir con lo que hago, siendo responsable con uno mismo y con los
demás. En esta reflexión radica la diferencia entre la obediencia ciega y la
acción responsable.
El politólogo estadounidense, Francis Fukuyama, en un
ensayo ya clásico, El Fin de la Historia
y el Último Hombre, advirtió que el motor oculto de la política no es
solamente la riqueza o el poder, sino el “deseo de reconocimiento”. Ese
impulso, que puede ser fuente de dignidad y democracia, también puede degenerar
en un individualismo agresivo, en un “yo” en pie de guerra contra los demás.
Fukuyama toma prestada la idea del “superhombre” de Federico Nietzsche, como
aquel que rompe con la moral compartida para imponer su propia voluntad. Sin
embargo, lo que en Nietzsche podía ser un proyecto de afirmación radical, en
una sociedad democrática resulta una amenaza: la ética de la convivencia se
desmorona cuando cada individuo busca el reconocimiento absoluto sin límites,
como si la vida común fuera un campo de batalla personal.
Este riesgo es visible en muchas democracias frágiles,
donde el narcisismo político y social destruye los lazos de confianza. Cuando
el deseo de reconocimiento se convierte en soberbia y negación de los otros, entonces
no hay comunidad posible. Por eso, educar en el ámbito de la ética, es aprender
a reconocer a los demás, no como rivales que debemos derrotar, sino como
interlocutores con quienes construir un mundo compartido.
Bolivia es un ejemplo elocuente de lo que ocurre cuando
la ética se ausenta del horizonte público. Tras décadas de discursos sobre
justicia social, inclusión y respeto a los pueblos indígenas, la realidad ha
mostrado con crudeza la corrupción endémica, el prebendalismo político y la
manipulación de las instituciones. El Fondo Indígena, que debía ser un símbolo
de reparación histórica, se convirtió en uno de los casos más dolorosos de
saqueo, desperdicio, abuso de poder e irresponsabilidad con los valores éticos
más importantes de la democracia.
Allí se manifestó la banalidad del mal de Arendt:
funcionarios y dirigentes que, en lugar de cuestionar la injusticia de sus
actos, se refugiaron en la obediencia, en el “todos lo hacen”, o en la
justificación de que se actuaba en nombre de un proyecto político mayor: el
viciado proceso de cambio. Lo mismo puede decirse de la gestión de los recursos
naturales, como el litio, donde la falta de transparencia y el oportunismo
reemplazaron a la visión ética de un desarrollo sostenible.
La política boliviana, atrapada entre caudillos y élites
que buscan reconocimiento sin límites, refleja el peligro descrito por
Fukuyama: líderes de izquierda o derecha que, en lugar de cultivar una democracia
ética, terminan encarnando versiones locales de un “superhombre” que se coloca
por encima de la ley y la convivencia. El resultado ha sido una sociedad
desencantada, con ciudadanos que oscilan entre la indiferencia y la rabia, y
donde la ética se percibe como retórica vacía.
En consecuencia, educar en ética no es posar de
guardianes de la pureza moral, ni ocupar un pedestal desde el cual juzgar al
resto. Quienes asumen la tarea ética —profesores, profesionales, líderes
comunitarios y ciudadanos comprometidos— no lo hacen como seres “impolutos”,
sino como luchadores en un campo difícil, donde cada paso exige autocrítica,
humildad y coraje. Se trata de buscar una convivencia más humana y democrática,
en la que lo espiritual —entendido como la dignidad y profundidad del ser
humano— se haga presente en cada gesto y relación.
Por ello, insistir en la ética no es ingenuidad, sino “resistencia”
y una nueva forma de actuar dentro de las esferas públicas. Es rebelarse contra
la lógica de la corrupción como norma, del cinismo como coartada, de la
indiferencia como refugio. La ética no es un sermón abstracto, sino el esfuerzo
cotidiano por vivir con justicia, por dar ejemplo en el ejercicio profesional,
por no convertir la educación en simple instrucción técnica, sino hacerse
responsable por la formación integral de ciudadanos libres.
La ética, así entendida, no promete un mundo perfecto.
Pero sí ofrece la posibilidad de un mundo más habitable, donde los cambios de
actitud —aunque modestos— abran camino hacia transformaciones profundas. Como afirmaba
el filósofo José Antonio Marina, los grandes progresos de la humanidad, no han
sido solo técnicos, sino éticos: el reconocimiento de la igualdad, la
ampliación de los derechos, la condena de la esclavitud, la lucha contra todo
tipo de discriminación. Y como insistía Savater, lo ético es siempre un
ejercicio de libertad y valentía.
Frente a una época dominada por el desencanto y el
cinismo extremo para dañar a los otros a partir del sueño de tener todo, menos
principios éticos, la necesidad de comprender la “centralidad de la ética”, es
apostar por una democracia más viva, por una sociedad más justa y por una
espiritualidad más auténtica. Quien educa en ética no dicta dogmas, sino que invita
a pensar, inspira a actuar y recordar que vivir bien, no es simplemente
sobrevivir, sino convivir responsablemente con un sentido moral, libertad firme
y apertura tolerante hacia el aprendizaje ético-creativo.
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