En el siglo XXI, la humanidad parece vivir en un
naufragio permanente. Violencias políticas, desigualdades extremas, destrucción
ambiental y crisis de confianza en las instituciones. Todo esto nos coloca en
un escenario incierto, donde los jóvenes, especialmente, deben aprender a
sobrevivir en aguas turbulentas y sometidos a una profunda decepción. Frente a
esta realidad, las ideas de José Antonio Marina, en el ensayo Ética para Náufragos, ofrecen una clave
crucial: la ética no es un adorno académico, ni tampoco una reliquia de tiempos
mejores, sino la única brújula capaz de orientar nuestra energía interior en
medio del caos. Insistir en la educación ética y la difusión permanente de sus
perfiles para el debate, constituye una tarea imprescindible.
El filósofo español Marina sostiene que, en un naufragio,
las personas no pueden darse el lujo de discutir teorías abstractas, sino que
necesitan acciones concretas que permitan sostener la vida y reconstruir la
esperanza con humanidad y deseos de lucha pacífica. Pero también advierte que
el pragmatismo desnudo y sin principios éticos, corre el riesgo de reforzar la “ley
del más fuerte y perpetuar las injusticias”. Por lo tanto, plantea que la ética
sea una “práctica de resistencia”, una apuesta por cuidar de los demás en la
intemperie de un mundo hostil. Es un llamado para que la supervivencia no se
reduzca a salvarse uno mismo, sino para abrir un espacio donde puedan salvarse
los más débiles y vulnerables, en medio de la solidaridad.
En este marco, los jóvenes del siglo XXI enfrentan una
contradicción. Por un lado, se les exige ser prácticos, adaptarse a un mercado
laboral incierto y competitivo, o sobrevivir en sociedades fragmentadas a
fuerza codazos. Por otro lado, sin un compromiso ético, esa adaptación corre el
riesgo de convertirse en cinismo, indiferencia o complicidad con la violencia.
La verdadera audacia de esta generación, no radica en su capacidad de consumo,
sino en su coraje para defender los valores de justicia, solidaridad y dignidad
humana, en medio de un contexto que premia el egoísmo. Sin embargo, se trata de
ir más allá de las injusticias, hasta encontrar una esencia humana que nos haga
sentir felices con los demás, sobre todo para ofrecer siempre la ayuda que
esperan los menos afortunados.
La ética, como propone Marina, no es una doctrina rígida,
sino un arte para remontar el naufragio. Significa reconocer que siempre habrá
desigualdades, pero que podemos elegir no normalizar la humillación de los
pobres, los débiles o los excluidos. Significa también asumir que la violencia
es una tentación fácil en tiempos adversos, pero que resistirla es otra forma
de mostrar nuestra esencia de humanidad. En consecuencia, la ética se convierte
en un desafío contemporáneo para aprender a vivir con principios, dentro de un
mundo que nos empuja hacia la violencia, el oportunismo y la indiferencia.
El planteamiento de una ética para protegerse,
humanamente, a uno mismo y a los que nos rodean, dialoga con las ideas del
premio Nobel de economía 1998, Amartya Sen, en su libro El desarrollo como libertad. Sen sostiene que el verdadero
desarrollo no se mide con cifras económicas, ni con discursos políticos que se
agotan en la retórica, sino con la capacidad de las personas para expandir sus
libertades reales: poder elegir, vivir con seguridad, acceder a la educación,
salud y oportunidades. Desde esta perspectiva, la ética no es una carga moral
dogmática, sino la condición misma del desarrollo. Una sociedad sin principios
de justicia y equidad, solamente produce falsas promesas, ya sea desde la vieja
izquierda anclada en consignas obsoletas, o desde la derecha que reduce todo a
la eficiencia de mercado. Ambas visiones, cuando son ideologías vacías, se
alejan de lo esencial que es la ampliación de las libertades humanas y la
educación ética.
La lección, tanto de José Antonio Marina como de Amartya Sen,
es clara: el pragmatismo sin ética conduce a la barbarie y el desarrollo sin
libertad es una farsa. Los jóvenes de hoy no pueden conformarse con sobrevivir dentro
de las desigualdades que mutilan vidas y esperanzas. Al mismo tiempo, su
desafío es mayor porque se requiere hacer de la ética, un motor de
transformación social, una apuesta que supere la trampa de las ideologías
tradicionales y abra paso a un horizonte más justo. La libertad, entendida como
capacidad de elección y dignidad efectiva, no se concede como una dádiva desde
el poder, sino que se construye como experiencia colectiva desde el cultivo de
la ética en nuestras comunidades.
Los riesgos de naufragio y hundimiento ético en el siglo
XXI, no deben condenarnos al egoísmo ni a la indiferencia. La ética, unida a la
búsqueda de libertades reales, puede convertirse en la tabla de salvación que
nos permita, no solamente sobrevivir, sino remontar las olas de la injusticia. Ese
es el desafío contemporáneo, hacer que la ética deje de ser un discurso exótico
y se transforme en brújula viva, capaz de orientar a una generación que no
quiere corroerse, sino reconstruir el “sentido de humanidad” en tiempos oscuros
para, en la medida en que está a nuestro alcance, dar oportunidades a quienes
las necesitan, ser solidarios con aquellos que sufren y buscan refugio, así
como actuar de manera cabal, cumpliendo lo que uno profesa como principios para
una vida mejor.
El destino de muchas personas no está, únicamente, en su
habilidad de adaptación, sino en su capacidad de imaginar un orden más justo.
La solución ética no es un recurso sentimental ni una trinchera moralista, es
un proyecto de sobrevivencia colectiva. Así como el náufrago necesita de la
solidaridad de otros para alcanzar la orilla y seguir respirando, el mundo de
hoy requiere jóvenes que conviertan la ética en una energía transformadora,
capaces de remontar las desigualdades y abrir horizontes de constante
humanización.
Definitivamente, la ética en tiempos adversos no es una
carga, sino una oportunidad. Frente al naufragio del siglo XXI, solo quienes
sostengan la brújula ética podrán sobrevivir humanamente y también “dignificar”
la existencia propia y de los demás. Este es el desafío contemporáneo: ser
náufragos, pero con la fuerza ética para remontar cualquier obstáculo.
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