EL VOTANTE AUTOCRÁTICO Y LOS RIESGOS DE LA SEGUNDA VUELTA EN BOLIVIA

 

En el libro The Autocratic Voter: Partisanship and Political Socialization under Dictatorship (Cambridge University Press, 2025), la profesora estadounidense, Natalie Wenzell Letsa, sostiene que, en “contextos autoritarios y semidemocráticos”, el comportamiento político de la ciudadanía no se explica únicamente por cálculos materiales, sino por “identidades sociales” construidas en redes familiares, comunitarias y barriales. En lugar de ver al votante como un actor frío y racional, la tesis central del libro subraya que las lealtades políticas se transmiten y consolidan a través de la socialización, de los vínculos afectivos y de la presión de los entornos cercanos. La cultura profunda, la socialización de las familias y los entornos inmediatos constituyen una influencia enorme.

Si trasladamos estas ideas a Bolivia, la aparente migración de votos del Movimiento Al Socialismo (MAS), hacia Rodrigo Paz, puede entenderse como un ejemplo de esa transferencia identitaria en tiempos de “crisis de representación política”. Muchos votantes de izquierda desencantados con el MAS no rompieron con la práctica del partidismo clientelar y antidemocrático, sino que la redirigieron hacia nuevas figuras percibidas como “menos contaminadas” por la política tradicional. Se trata de un voto que responde más a las dinámicas de pertenencia social y a la búsqueda de referentes distintos, antes que a una conversión ideológica democrática y con una verdadera renovación del voto. Sin embargo, este fenómeno no está exento de riesgos.

La cultura política boliviana arrastra raíces autoritarias persistentes, que reaparecen en coyunturas críticas. Esas identidades partidarias, afincadas en los municipios pequeños, sindicatos campesinos y comunidades dispersas, pueden mutar fácilmente para mostrar adhesiones hacia líderes que se presentan como “gallitos”, capaces de imponer orden, tomar decisiones drásticas y ejercer justicia por la fuerza. Letsa nos recuerda que el partidismo en regímenes híbridos (semiautoritarios y semidemocráticos), puede reforzar, tanto la resistencia democrática como la reproducción de prácticas autoritarias.

Bolivia vive en esa tensión. La segunda vuelta electoral, no solamente es una disputa entre proyectos políticos, sino también un campo de batalla identitario, donde los votantes buscan un nuevo “lugar de pertenencia”. El riesgo es que la crisis de representación derive en la legitimación de un autoritarismo competitivo, donde la fuerza, el verticalismo, la violencia latente y la promesa de mano dura sustituyan al debate democrático.

En este sentido, el análisis de The Autocratic Voter ayuda a entender que la democracia boliviana no peligra únicamente por los cálculos estratégicos de los políticos, sino porque las redes sociales y comunitarias que moldean la identidad del electorado, pueden inclinarse hacia soluciones autoritarias con tal de resolver, de manera inmediata, el vacío de representación. Ese es el verdadero desafío de la segunda vuelta: elegir entre reconstruir la representación democrática o reproducir, una vez más, la vieja tentación de un poder personalista y excluyente. Esta tentación afecta, tanto a Rodrigo Paz como a Jorge Quiroga.

Por otra parte, los politólogos, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en el libro Cómo mueren las Democracias, profundizan el análisis del fenómeno llamado “autoritarismo competitivo”. En los regímenes de autoritarismo competitivo, las elecciones existen y se respetan formalmente, pero los actores políticos manipulan las reglas de juego, concentran recursos, presionan a las instituciones independientes y se incrustan como termitas en el aparato estatal para reproducirse en el poder.

En Bolivia, esta descripción se ajusta a las herencias perversas dejadas por el MAS, donde la división de poderes, la justicia y los órganos electorales se convirtieron en instrumentos de un proyecto hegemónico. El problema radica en que, incluso tras la crisis de ese modelo, los bloques partidarios que se disputan hoy el poder, el Partido Demócrata Cristiano (PDC) y Libre, no necesariamente representan una ruptura, sino la prolongación de esa lógica hegemónica con nuevos rostros.

Levitsky y Ziblatt advierten que el deterioro democrático rara vez ocurre de súbito, mediante un golpe militar, sino más bien de forma paulatina, cuando los líderes elegidos por vía democrática socavan los frenos y contrapesos, deslegitiman a los adversarios y justifican medidas de fuerza, en nombre de la eficacia o la justicia. Este es el riesgo de la segunda vuelta boliviana: la ciudadanía, desesperada por un cambio frente al desastre económico y la corrupción, puede legitimar con su voto a actores políticos que, en el fondo, reproducen los mismos vicios autoritarios, presentados ahora bajo el discurso de “mano dura” y “rescate nacional”.

La competencia electoral entre Rodrigo Paz y Jorge Quiroga refleja más una amalgama de actores antidemocráticos y no una genuina regeneración política. Como advierte Levitsky, las élites que se benefician de los “sistemas viciados”, no suelen convertirse, de repente, en garantes de la democracia, sino que adaptan sus prácticas a los nuevos escenarios. Por eso, el riesgo no es solo quién ganará, sino que, cualquiera que lo haga, termine utilizando el mandato popular para consolidar un nuevo ciclo de autoritarismo competitivo, camuflado de alternancia democrática, pero incapaz de superar las estructuras clientelares y verticalistas que dejó el MAS.

La lección que dejan, tanto Letsa como Levitsky, es clara: en las sociedades como la boliviana, donde el voto se construye alrededor de identidades sociales que florecen dentro de redes familiares y comunitarias, las lealtades políticas no desaparecen con el fracaso de un proyecto hegemónico como el del MAS, sino que se reconfiguran en torno a nuevos liderazgos. Sin embargo, ese mismo terreno fértil para la resignificación de identidades colectivas puede convertirse en la vía más rápida para reproducir un autoritarismo competitivo, pues los ciudadanos, urgidos de una representación renovada y un nuevo orden inmediato, tienden a depositar su confianza en líderes que prometen soluciones drásticas y populistas, aunque ello implique socavar la institucionalidad democrática. El desafío no es únicamente elegir entre candidatos, sino impedir que la segunda vuelta electoral se transforme en el punto de partida de otro ciclo de manipulación autoritaria y simples mentiras disfrazadas de democracia.



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