Los sistemas democráticos siempre han enarbolado la
libertad de opinión como uno de sus pilares más visibles. La prensa y los
medios masivos constituyen, en teoría, un espacio para ampliar la
transparencia, visibilizar los abusos del poder y fortalecer el control social.
Sin embargo, esa misma libertad de expresión se ha convertido en un terreno
plagado de anomalías y excesos que, lejos de garantizar una esfera pública
deliberativa, han desembocado en la creación de escenarios mediáticos donde se
confunden la información, los excesos, la insidia y el espectáculo.
El filósofo alemán, Jürgen Habermas, en su Historia y crítica de la opinión pública,
mostraba cómo la esfera pública moderna debía cimentarse en un principio de “racionalidad
comunicativa”, donde el debate político esté orientado hacia el consenso y
entendimiento común. En contraste, el contexto boliviano refleja una tendencia
muy distinta: los medios de comunicación han pasado de ser un canal de
mediación democrática a convertirse en plataformas donde predomina la
personalización del discurso, la búsqueda de impacto y la explotación de la
polémica como valor en sí mismo.
Un ejemplo claro de esta transformación es el programa Sin Compostura y la figura de Carlos
Valverde. Su estilo revela las características del doble filo de la libertad de
expresión: por un lado, se ampara en el derecho de cuestionar, interpelar y
denunciar; pero, por otro, transforma la crítica en un espectáculo ambiguo que
oscila entre la investigación grosso modo y la teatralización mediática. En
lugar de consolidar un espacio de debate ciudadano, sus intervenciones se
inscriben en la lógica de la vedette
digital, donde la notoriedad, la ironía y el golpe de efecto, valen más que la
consistencia argumental o el compromiso con la construcción democrática y la
reflexión verdaderamente ética.
Valverde ilustra el modo en que los medios pueden construir
liderazgos efímeros y carismas artificiales. Su figura crece más en la dinámica
de las redes sociales y la búsqueda de reacciones virales inmediatas, antes que
el impulso de la función de esclarecimiento o la generación de opinión pública,
“racionalmente informada”. Esa ambigüedad lo convierte en protagonista de una
paradoja: es, simultáneamente, crítico del poder y dependiente del mismo
espectáculo político que dice combatir, alimentando un círculo en el que la
denuncia se convierte en entretenimiento y el enfrentamiento se transforma en
decadencia del pensamiento libre y proclive a la intriga.
La anomalía que encarna Sin Compostura, pone en evidencia que la libertad de expresión no
siempre se orienta a garantizar el pluralismo, ni tampoco a enriquecer la
deliberación pública. Al contrario, puede derivar en formatos donde la búsqueda
de audiencia y la reafirmación de egos personales, desplazan el ideal
democrático del entendimiento y el consenso racionales. Allí donde debería
primar la racionalidad comunicativa, aparece el ruido de la polémica calculada
y la explotación de la indignación como mercancía. El escándalo emocional se
convierte en un extraño profesionalismo de mala calidad.
La democracia requiere de una esfera pública sólida,
plural y con capacidad crítica, pero no puede confundirse con la proliferación
de vedettes mediáticas, ni con la
conversión de la libertad de expresión en un simple dispositivo de marketing
personal. Para evitar esa deriva, resulta indispensable pensar en una ética de
la comunicación, donde periodistas y líderes de opinión asuman responsabilidad
pública por los efectos de sus mensajes y no busquen, únicamente, maximizar
audiencia o notoriedad.
La libertad de expresión, lejos de ser un terreno de
licencia ilimitada, debería articularse con el principio expresado por Habermas
sobre la “deliberación racional”: abrir el debate, contrastar argumentos,
ofrecer información verificable y promover el entendimiento mutuo. Solo así los
medios pueden cumplir su verdadera misión de fortalecer la ciudadanía y generar
confianza democrática.
Por otra parte, siguiendo al filósofo inglés, Karl
Popper, una “sociedad libre y abierta”, necesita cultivar la autocrítica
permanente como norma de convivencia. Esto implica que los medios, en lugar de
asumirse como instancias intocables de fiscalización, también deben estar
dispuestos a someterse al escrutinio ciudadano y a revisar sus propios excesos.
La crítica debe aplicarse con el mismo rigor, tanto al poder político como al
poder mediático, pues ambos son actores que influyen decisivamente en la democracia.
En consecuencia, el doble filo de la libertad de
expresión puede transformarse en una herramienta de construcción democrática,
si se orienta hacia la responsabilidad pública, la ética periodística y la
deliberación ciudadana, dejando atrás la tentación del espectáculo y
reconociendo que la crítica política, para ser auténtica, debe estar siempre
acompañada de una fuerte dosis de autocrítica. Valverde que quiere aparecer
como oposición radical al poder, se inserta en una lógica contraria: la
distracción y manipulación que sostiene, en el fondo, al statu quo.
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