El miedo, repudio o desconfianza respecto a los
candidatos a la vicepresidencia en Bolivia, no es un fenómeno aislado, ni
tampoco nuevo, sino más bien una huella indeleble en la historia política del
continente y en la investigación en ciencia política. En América Latina, la
figura del vicepresidente dentro de los regímenes democráticos representa un
actor político con una identidad dinámica y, muchas veces conflictiva, que
puede ser, tanto un aliado estratégico del presidente, como una amenaza
potencial para la estabilidad del poder ejecutivo. Estudios recientes, como Allies and Traitors: Vice-Presidents in
Latin America (2019), de Leiv Marsteintredet y Fredrik Uggla, han explorado
este rol desde una perspectiva que resalta los riesgos, amenazas e incluso
contradicciones inherentes a la posición constitucional y política de los
vicepresidentes.
Un riesgo fundamental que ha sido identificado, es la
posibilidad del surgimiento de crisis políticas derivadas de la coexistencia entre
el presidente y el vicepresidente. En muchos países latinoamericanos, la
elección conjunta del binomio presidencial busca minimizar estos conflictos.
Sin embargo, la realidad es mucho más compleja. Cuando los vicepresidentes
provienen de partidos diferentes o tienen una base política distinta —los
llamados vicepresidentes “externos”— la posibilidad de tensiones, rupturas o
incluso interrupciones presidenciales, aumenta considerablemente. En Bolivia,
el hecho de que los candidatos a vicepresidentes hayan sido elegidos de la
noche a la mañana, sin compartir experiencias previas con el candidato a
presidente, o sin pertenecer orgánicamente a un mismo partido unificado,
estimula el nacimiento de serias diferencias y potenciales enfrentamientos.
Los vicepresidentes son actores que pueden fungir como “aliados”
cuando cooperan con el jefe de Estado, pero también como “traidores” o rivales
en situaciones de crisis política donde la vicepresidencia se convierte en una
plataforma para desafiar al presidente. Las tensiones internas podrían poner en
riesgo la gobernabilidad y conducir a denuncias de corrupción, inestabilidad
institucional, o procesos de destitución presidencial.
Un ejemplo claro es el de Ecuador, donde la
vicepresidencia pasó de ser un aliado a un espacio de conflicto cuando Jorge
Glas, vicepresidente en el gobierno de Lenín Moreno, fue acusado de corrupción.
Moreno terminó distanciándose y suspendiendo a Glas, lo que evidenció una
ruptura profunda que tensionó a todo el Poder Ejecutivo. En Argentina, Julio
Cobos, vicepresidente de Cristina Fernández, votó en contra de una importante
ley económica del gobierno, rompiendo con la presidenta y adoptando una postura
opositora que complicó la gestión presidencial. Estos casos reflejan cómo la
vicepresidencia puede ser un foco potencial de inestabilidad y confrontación peligrosa.
La identidad política del vicepresidente latinoamericano,
por lo tanto, se define en un espacio ambivalente. Por un lado, es un
integrante del aparato ejecutivo que debe apoyar la agenda presidencial; por
otro, su posición lo coloca como el principal sucesor del presidente, con
incentivos políticos para construir una base propia de seguidores y
posicionarse como una figura independiente. Esta dualidad genera una dinámica
particular en el ejercicio del poder y en las relaciones dentro del poder ejecutivo.
Aun cuando en la Constitución Política de cada país se especifiquen las
funciones de la vicepresidencia, esto no es una garantía en aquellos casos
donde el vicepresidente decide erosionar el poder del presidente para
posicionarse, por oportunismo o por una correlación de fuerzas favorable, de
manera que la vicepresidencia representa un escenario de legitimidad y poder,
verdaderamente alternativo.
Dicha ambivalencia también se evidencia en escenarios
fuera de América Latina. Un ejemplo histórico es el de Lyndon B. Johnson en
Estados Unidos, quien después de la muerte de John F. Kennedy asumió la
presidencia y, rápidamente, revisó varias políticas del gobierno anterior,
mostrando una identidad política distinta que reorientó la dirección del país.
Este caso ilustra cómo la política vicepresidencial puede implicar no solamente
continuidad, sino también un cambio estratégico bastante significativo.
Los estudios muestran que la identidad política del
vicepresidente puede ser influida por distintos factores: la fuerza y autonomía
de su partido, las circunstancias políticas específicas y el diseño
constitucional del cargo. En el caso de Bolivia, la vicepresidencia es
particularmente poderosa, al punto de incidir decisivamente en la política
nacional y actuar como contrapoder, lo que se traduce en una función política
fuerte y, a veces, de abierta confrontación dentro del aparato estatal.
Bolivia representa un ejemplo especial para entender
estas dinámicas. La vicepresidencia, no solo tiene una función constitucional
significativa, sino que también ha demostrado, en la práctica, un poder
político sustancial. Este rol reforzado puede implicar, tanto una oportunidad
para la estabilidad, como un peligro latente para romper la unidad del
ejecutivo.
En octubre de 2003, durante la crisis conocida como la
“Guerra del Gas” que sacudió al país por varios días, se vivió un episodio dramático
en la relación entre el presidente y vicepresidente. Carlos Mesa,
vicepresidente en ese momento, dejó solo al presidente Gonzalo Sánchez de
Lozada en medio de masivas protestas y violencia, retirando su apoyo político
en un momento muy difícil. A pesar de la gravedad de la crisis, Mesa no
renunció formalmente a su cargo de vicepresidente, sino que aprovechó la
situación para que Sánchez de Lozada fuera quien renunciara primero, huyendo
del país.
Mesa asumió la presidencia constitucionalmente después de
la renuncia de Sánchez de Lozada, una maniobra política que generó controversia
sobre su postura ética e identidad política. Mientras asumía el poder, Mesa
prometió un cambio orientado a la reconciliación y la búsqueda de soluciones a
la crisis del gas y otras demandas sociales, marcando una diferenciación con el
gobierno de Goni. Este episodio ejemplifica la ambigüedad y el potencial rol
desestabilizador del vicepresidente en América Latina, que es clave para la
caída o la continuidad de un régimen, con identidades políticas que pueden ser,
tanto antidemocráticas como utilitarias dentro del Poder Ejecutivo.
El vicepresidente boliviano juega un papel central en los
momentos de ingobernabilidad, participando activamente en la toma de decisiones
o, inclusive, en la mediación de conflictos al interior del Parlamento. Sin
embargo, esta fuerza también lleva serios riesgos, ya que la tensión entre el presidente
y vicepresidente puede escalar y convertirse en la erosión del gobierno. En el
contexto actual, la vicepresidencia ha sido un espacio desde donde se han
logrado maniobras políticas que influencian el rumbo del país, mostrando cómo
la identidad política del cargo, no es simplemente complementaria, sino
competitiva y, eventualmente, orientada al complot como los casos de René
Barrientos (1963) y Carlos Mesa (2003). En otras circunstancias, el trabajo del
vicepresidente fue complementario y hasta rutinario sin grandes novedades, como
los casos de Julio Garrett (1985), Luis Ossio (1989), Víctor Hugo Cárdenas
(1993), Jorge Quiroga (1997) y Álvaro García Linera (2006-2019).
En esencia, la vicepresidencia en América Latina es un papel
con fuertes implicaciones políticas que puede, tanto consolidar como desmoronar
a los regímenes democráticos. La fuerza de los vicepresidentes refleja un
equilibrio entre cooperación y rivalidad con el presidente, con riesgos
evidentes de crisis internas. Casos como Ecuador en 2024, con la dramática ruptura
entre el presidente Daniel Noboa y su vicepresidenta, Verónica Abad, son
ejemplos preocupantes, además de Argentina y el histórico de Lyndon B. Johnson
en Estados Unidos, donde se demuestra cómo la vicepresidencia puede ser una
plataforma de apoyo, conflicto o, inclusive, un eje de cambio político radical
porque, definitivamente, es un nodo de
poder, muchas veces, inesperado.


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