REFLEXIONES ESCÉPTICAS SOBRE LAS COALICIONES DE GOBIERNO

 

La elección presidencial de agosto en Bolivia se perfila como un ejercicio de fragmentación extrema, en el que ningún candidato logrará imponerse en primera vuelta. Según las proyecciones, figuras como Samuel Doria Medina y Jorge Quiroga alcanzarán un techo electoral que fluctúa ente el 20 y 22%, obligando a la realización de una segunda vuelta. Sin embargo, el dato estructural más relevante no es quién pasará a la segunda vuelta, sino que el Congreso resultante estará compuesto por varias fuerzas con representación significativa: Manfred Reyes Villa, Rodrigo Paz, Andrónico Rodríguez y otros actores regionales y sectoriales tendrán bancadas propias. En este contexto, el retorno de un gobierno de coaliciones no será una opción programática, sino una imposición aritmética.

El problema de fondo es el sistema presidencial en Bolivia, que está lleno de desafíos dentro de un sistema multipartidista. El politólogo estadounidense, Scott Mainwaring, advirtió que las relaciones entre presidencialismo y multipartidismo representan “una difícil combinación”, debido a que ambos modelos descansan en lógicas opuestas: el presidencialismo concentra el Poder Ejecutivo en una figura unipersonal con mandato fijo, mientras que el multipartidismo fragmenta la representación, generando coaliciones heterogéneas y multiplicando los puntos de veto y conflicto en contra del presidente. El resultado habitual es una gobernabilidad frágil, especialmente cuando el presidente carece de mayoría legislativa. En Bolivia, este riesgo se agranda al interior de un contexto político marcado por la desconfianza, debilidad institucional y escasa tradición de pactos programáticos estables.

El eje del análisis, entonces, gira en torno a presidentes minoritarios y cómo funciona su rendimiento democrático. Aquí resalta el trabajo de otro politólogo como el argentino Gabriel Negretto, quien considera que los presidentes minoritarios en América Latina enfrentan tres dilemas: a) primero, la falta de control legislativo, lo que obliga a negociar, una y otra vez, las leyes clave, desembocando en un desgaste y cansancio que socava las mismas negociaciones; b) segundo, vulnerabilidad frente a la oposición, la cual puede acrecentarse cuando los partidos opositores coordinan intensamente para obstaculizar reformas y erosionar la legitimidad del gobierno; c) tercero, emergen elevados costos políticos para las coaliciones, ya que la inclusión de socios de gobierno, implica doblegarse para otorgar concesiones y distribuir cargos, a expensas de una racionalidad coherente en la adecuada toma de decisiones políticas.

La evidencia muestra que, aunque es posible alcanzar acuerdos funcionales, el éxito de las coaliciones depende de la existencia de mecanismos institucionalizados de negociación, algo que en Bolivia —después de dos décadas de hegemonía del MAS— se encuentra debilitado.

Los trabajos de José Antonio Cheibub y Adam Przeworski, matizan el pesimismo sobre los presidentes minoritarios que enfrentan bloqueos en el Parlamento, al mostrar que, bajo ciertas condiciones, las coaliciones pueden ser efectivas para aprobar su legislación. Sin embargo, estas condiciones necesitan incentivos claros de cooperación, por ejemplo, expectativas de beneficios futuros como la participación en el Poder Ejecutivo, el acceso a recursos públicos, la existencia de programas de gobierno parcialmente compatibles y costos altos para la obstrucción legislativa, como el desprestigio y rechazo social a los saboteadores en el Parlamento.

En Bolivia, la pregunta central es, si actores como Manfred Reyes Villa, Rodrigo Paz e incluso los sectores del MAS liderados por Andrónico Rodríguez, estarían dispuestos a integrarse en un gobierno de coalición, sin transformar el Parlamento en un campo de batalla. La experiencia boliviana entre 1985 y 2003, muestra que las coaliciones fueron posibles, pero muchas veces debilitadas por la competencia electoral permanente y el cinismo partidario.

Las lecciones de la democracia pactada en Bolivia, ofrecen los antecedentes para comprender las posibilidades y límites de un gobierno de coaliciones en un sistema fragmentado. Entre 1985 y 2003, tras la instauración de la democracia representativa, los principales partidos de entonces—el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), Acción Democrática Nacionalista (ADN), el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), y en menor medida Unidad Cívica Solidaridad (UCS) y Nueva Fuerza Republicana (NFR)— recurrieron, sistemáticamente, a los pactos interpartidarios para asegurar mayorías parlamentarias y estabilidad gubernamental. Como ningún candidato alcanzaba la mayoría absoluta, el Congreso elegía al presidente entre los dos más votados, lo que obligaba a alianzas postelectorales para garantizar la elección presidencial y distribuir ministerios, empresas estatales y otros recursos. El Pacto por la Democracia (MNR-ADN, 1989-1993) y el Acuerdo Patriótico (MIR-ADN, 1993-1997) son ejemplos típicos.

Estos acuerdos evitaron rupturas institucionales graves, pero generaron problemas “estructurales” como las complicaciones de una representación oportunista, la erosión de los programas de gobierno, las redes clientelares y el descrédito de las élites que pactaban para favorecerse de manera utilitaria. Este desgaste contribuyó a la implosión del sistema en 2003 y al ascenso del MAS como fuerza hegemónica.

Por estas razones, resurge con fuerza la exigencia de pensar la articulación entre hegemonía, coaliciones y presidencialismo, como la nueva marca de la democracia boliviana. El probable retorno de las coaliciones en 2025, no tendría que reproducir los vicios de la democracia pactada. La nueva gobernabilidad tendrá que replantear el problema de la hegemonía como “estrategia de poder”, no para concentrarlo en un liderazgo mesiánico —como el de Evo Morales—, sino para evitar su retorno. El desafío consiste en construir una hegemonía democrática, capaz de construir coaliciones amplias, transparentes y funcionales, que fortalezcan al presidencialismo, sin derivar en autoritarismo.

Por lo tanto, la hegemonía, las coaliciones y el presidencialismo, van configurándose como la nueva exigencia de la democracia boliviana, una articulación poco explorada en la ciencia política contemporánea, pero crucial para un país que busca estabilidad sin sacrificar el pluralismo. El equilibrio dependerá de coaliciones que no sean solamente acuerdos de supervivencia parlamentaria, sino instrumentos de un “proyecto nacional” compartido y duradero.

Frente a este escenario, la hipótesis que planteamos se divide en dos posibilidades: por un lado se encuentra la estabilidad y el fortalecimiento del presidencialismo autoritario, donde si el presidente electo logra consolidar una coalición amplia y disciplinada, utilizando los recursos del Poder Ejecutivo para unificar a sus aliados y neutralizar las disidencias, el resultado podría ser una “concentración del poder” que, con el tiempo, derivará en prácticas autoritarias “blandas”, pero probablemente efectivas.

Por otro lado, la debilidad constructiva de un liderazgo presidencial temeroso, junto con un asedio legislativo, podría estimular la aparición de diferencias ideológicas, regionales y personales entre los actores que impiden acuerdos sostenidos. En este escenario, el gobierno se verá atrapado en una dinámica de bloqueo cruzado: dentro del Parlamento y conflictos generados desde los gobiernos autónomos departamentales que podrían acorralar al presidente con demandas ingobernables. Esto derivaría en una parálisis legislativa, el uso intensivo de los decretos y el desgaste prematuro del liderazgo presidencial, abriendo la puerta a salidas extrainstitucionales o crisis recurrentes.

Dadas las tendencias actuales —altísima fragmentación, ausencia de cultura de pactos y personalismo político—, la hipótesis precautoria más probable es la segunda: un gobierno de coalición afectado por bloqueos políticos en el Parlamento y las regiones, lo que forzará al Ejecutivo a negociar cada decisión estratégica, subordinándose a una serie de alianzas coyunturales, en lugar de tener acuerdos estables. Además, los parlamentarios del presidente, también pueden caer en la indisciplina y corrupción, afectando la gobernabilidad, sobre todo porque muchos candidatos a senadores y diputados actuales, son el reciclaje de viejos partidos y de prácticas caudillistas encerradas en sí mismas para obtener beneficios inmediatos de corto plazo. El riesgo no es únicamente la inestabilidad, sino que la fragilidad pueda ser utilizada como argumento para restaurar un presidencialismo más concentrado, reproduciendo un ciclo de crisis autoritaria que Bolivia demasiado bien.



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