EL RECONOCIMIENTO DEL ESTADO PALESTINO, FRENTE AL GENOCIDIO DESPUÉS DE AUSCHWITZ

 

Ya no es posible esperar más, en medio de innumerables violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional. Las masacres sistemáticas en Gaza que organiza el gobierno de Benjamín Netanyahu no pueden llamarse de otro modo: son un genocidio televisado, calculado y sostenido con la complicidad activa de las potencias occidentales. Día tras día, el mundo presencia un conjunto de operaciones militares que no distinguen entre combatientes de Hamás y civiles, que convierte hospitales, escuelas y campamentos en cementerios masivos y que ha rebasado todo límite humanitario. La Franja de Gaza ya era una prisión a cielo abierto desde hace décadas, y ahora se ha transformado en un escenario dantesco que cuestiona las bases mismas del proyecto moderno occidental: la razón, el derecho internacional para la paz y la dignidad humana.

El reconocimiento del Estado Palestino no es una simple formalidad diplomática. Es una exigencia política, ética y humanitaria. Es un acto de desobediencia frente al cinismo geopolítico que privilegia únicamente los intereses estratégicos de Estados Unidos e Israel, por sobre los derechos de todo un pueblo condenado a la destrucción. No reconocer a Palestina, en este momento de pavor extremo, es legitimar la limpieza étnica. Es callar ante el etnocidio en nombre de la “seguridad” del Estado israelí que ha confundido su soberanía con el militarismo y la supremacía cultural-religiosa.

Aquí, el filósofo alemán, Theodor W. Adorno, en su célebre frase: “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, advertía que los horrores absolutos del siglo XX obligan a repensar radicalmente nuestras formas de expresión, pensamiento y acción política. El libro de Adorno After Auschwitz, no es solo un llamado a la memoria, es una advertencia contra la repetición del exterminio bajo nuevas máscaras ideológicas y tecnológicas. Si la lección de Auschwitz fue que nunca más debía permitirse la destrucción planificada de un pueblo, entonces lo que ocurre en Gaza hoy es una afrenta directa a esa promesa civilizatoria. El reconocimiento del Estado Palestino se vuelve, bajo esta luz, una obligación moral que trasciende la diplomacia: es impedir que la humanidad renuncie a su propia conciencia.

Edward Said, el famoso crítico literario y activista palestino de la Universidad de Harvard, vuelve a ser una voz insustituible. En Orientalismo y La cuestión palestina, desmanteló los discursos coloniales que han deshumanizado a los pueblos árabes, mostrando cómo el conocimiento del “otro” ha sido instrumentalizado para justificar la dominación occidental. Said no solamente identificó la opresión de Israel como un proyecto colonial de asentamiento, sino que también reveló cómo la cultura occidental —desde las universidades hasta los medios de comunicación— ha borrado la posibilidad de soberanía palestina, reduciendo a su pueblo a cifras, o a estereotipos peligrosos.

Para Said, la lucha palestina no es únicamente por un territorio, sino por el derecho a existir en el imaginario del mundo, a tener voz, historia y futuro. Reconocer a Palestina, entonces, es aceptar su existencia políticamente plena frente a un aparato global que la niega, distorsiona y silencia.

La tragedia en Gaza, con miles de niños muriendo de inanición, representa el fracaso del orden liberal internacional. La ONU ha sido incapaz de actuar con eficacia, mientras que Estados Unidos veta resoluciones para frenar las hostilidades. Europa, atrapada entre su culpa histórica y su alianza estratégica con Israel, se enreda en contradicciones vergonzosas. El neoimperialismo israelí, sostenido por la industria armamentista y el respaldo diplomático de las grandes potencias, se ha convertido en el modelo de poder etnocida del siglo XXI: un “nuevo apartheid” legitimado por la retórica de la lucha contra el terrorismo, cuando lo que se perpetúa es un régimen de opresión estructural.

Frente a esta situación, el reconocimiento del Estado Palestino no puede seguir postergado. No basta con gestos aislados; se necesita una coalición mundial que incluya países, universidades y organizaciones ciudadanas comprometidas con la justicia global. Así como el apartheid sudafricano cayó por la presión internacional, también el apartheid israelí debe ser desmantelado por una nueva ola de solidaridad globalizada. Hamas debe desmovilizarse y desarmarse, pero a cambio debe garantizarse también el reconocimiento del Estado Palestino. Sin ello, el desarme se convertirá en el pretexto para una masacre total, tal como lo hizo Ariel Sharon en 1982, con la masacre de los campos de refugiados en Sabra y Chatila, matanza que hasta hoy sigue impune.

Reconocer a Palestina desplaza el debate del terreno militar al de la legalidad internacional, obligando a construir instituciones legítimas, representativas y comprometidas con el derecho humanitario. Allí también se deben evaluar con rigor las acciones de Hamás y de cualquier facción armada, pero nunca como justificación para negar la existencia de un pueblo.

El presidente francés Emmanuel Macron lo expresó con claridad en 2024: “No puede haber seguridad para Israel, si no hay justicia para Palestina”. El terrorismo no se elimina con más terror, ni con castigos colectivos. Se combate con justicia, dignidad y soberanía. Reconocer a Palestina es eso: impedir que el mundo vuelva a fallar en su deber moral más básico, el que aprendió, o debería haber aprendido, después de Auschwitz.



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