En Bolivia, la oposición ha sufrido una constante
incapacidad para ofrecer alternativas democráticas reales. La explicación no
reside solamente en la fuerza clientelar del Movimiento Al Socialismo (MAS),
sino también en los errores históricos de los líderes opositores. Jorge Quiroga
y Samuel Doria Medina, los llamados “favoritos” antes del 17 de agosto, en vez
de construir organizaciones políticas democráticas, repitieron el patrón del
caudillismo tecnocrático, tropezando con un espejismo elitista que debilitó
cualquier proyecto alternativo.
Ambos representan, en palabras del politólogo, Steven
Levitsky, una perversión del ideal democrático, al reproducir dentro de sus
propias estructuras un autoritarismo
competitivo: partidos que se presentan como democráticos hacia afuera, pero
que internamente se organizan bajo la lógica vertical de un caudillo. En lugar
de fomentar liderazgos, debate y renovación, Quiroga y Doria Medina sofocaron
toda dinámica colectiva, gobernando sus organizaciones como clubes personales.
Tuto Quiroga: tecnócrata sin pueblo
El caso de Jorge Quiroga es elocuente. Educado en
Texas A&M, encarnaba la figura del tecnócrata moderno de los años noventa,
heredero del ex dictador Hugo Banzer y de la fe ciega en la racionalidad
económica. Sin embargo, nunca construyó un partido propio, ni tampoco un
movimiento orgánico. Su “preparación” funcionó como sustituto de legitimidad
popular, un atajo que lo llevó a convertirse en un reciclaje perpetuo: siempre
candidato y siempre “el más preparado”, pero sin pueblo.
Su estructura política era tan frágil que terminó
dependiendo de varios asesores internacionales desconectados de la realidad
boliviana. El ecuatoriano Jaime Durán Barba, autodenominado gurú electoral,
confundió a Tuto con lecturas superficiales de encuestas volátiles. Bajo su
influencia, la campaña se redujo a una obsesión por las cifras, sin propuestas
estructurales. Así, Quiroga quedó atrapado en una lógica que Levitsky
denominaría “competencia sin democratización interna”: jugar en las reglas del
caudillismo, pero con ropaje tecnocrático que no le alcanzó para convencer al
electorado “indeciso”, el cual buscaba intensamente una renovación democrática
en contra del MAS.
Doria Medina: empresario de la política y rehén de las encuestas
Samuel Doria Medina convirtió a Unidad Nacional (UN) en
un partido empresarial, muy similar a lo hecho por Max Fernández de Unidad
Cívica Solidaridad (UCS) en 1993. Controló cada decisión como si fuese el
directorio de una compañía privada con candidaturas, recursos y estrategias que
giraban alrededor de una logia corporativa; todo pasaba por él, incluso la
compra de encuestas mal hechas. Su incapacidad para soltar el control, también bloqueó
cualquier intento de democratización interna. El partido nunca generó cuadros
militantes, ni debates, ni tampoco liderazgos alternativos.
El episodio más sintomático de este caudillismo
empresarial, fue su candidatura vicepresidencial junto a Jeanine Añez en 2020.
Una jugada inoportuna, altamente costosa políticamente, carente de visión
histórica que, además, destruyó cualquier ilusión de construir una alternativa seria
frente al MAS, en un momento crucial después del fraude de 2019. Cuando la
aventura se derrumbó, Samuel evitó cualquier autocrítica, confirmando que su
liderazgo se había convertido en una carga y no en una posibilidad.
Los entornos mediocres y reciclados
Lo más preocupante es analizar cómo estos caudillismos
tecnocráticos estuvieron rodeados de cúpulas palaciegas: un séquito mediocre
que solo buscaba reciclarse. El hijo de un ex diputado que saltó al liderazgo
político sin mérito alguno, los protegidos de un millonario, amigos de larga
data, ex ministros, ex consultores de comunicación y otros “asesores” que jamás
se plantearon soluciones estructurales
para los problemas del país porque no las entendieron. Fueron simplemente
ignorantes de cuello blanco. Su obsesión era regresar al escenario político,
revivir viejas roscas y recomponer redes de poder. Todos practicaban, por
igual, una democracia vacía, instrumentalizada únicamente para reposicionarse
en la mesa de negociaciones, si conseguían algún retazo en su retorno al
gobierno.
Este es el error central: creer que ellos, por su
“superioridad técnica” o experiencia anterior (mediocre de todos modos), eran
mejores que el populismo masista. Sin embargo, al negar la democracia interna y
reproducir un autoritarismo competitivo en miniatura, se volvieron lo contrario
de lo que predicaban. Mientras el populismo construía un vínculo emocional y
orgánico con amplias mayorías, Tuto y Doria Medina siguieron apostando a las absurdas
encuestas, los pactos de élite y confiando en los triviales operadores
políticos.
La oposición como caricatura de la democracia
La consecuencia es evidente. Este tipo de oposición
quedó atrapada en un círculo vicioso donde las élites tecnocráticas (en
realidad, tirasacos) se presentaron como redentores, pero reproduciendo las
mismas prácticas caudillistas que criticaban. En lugar de ser un contrapeso al
MAS, terminaron siendo su mejor justificación. En parte, esto es lo que explica
la victoria de Rodrigo Paz en la primera vuelta electoral del 17 de agosto. Nadie
le daba la hora, sin pensar que sus estrategias sigilosas y los acuerdos
populistas, funcionaron mejor en el trabajo puerta a puerta.
Bolivia no necesita más tecnócratas elitistas
disfrazados de demócratas, ni empresarios de la política que confunden el país
con una empresa. Necesita liderazgos responsables y éticos, partidos con
democracia interna, capacidad de autocrítica y apertura hacia las nuevas
generaciones. Mientras los caudillos reciclados y sus asesores poco confiables insistan
en creerse superiores al populismo, el resultado seguirá siendo el mismo: una
oposición convertida en caricatura de sí misma y el sistema democrático transformado
en un régimen sin alternativas.
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