El panorama político boliviano está nuevamente ante una
encrucijada histórica. Las elecciones presidenciales de agosto de 2025 parecen haber
confirmado una verdad que se ha vuelto casi constante: la fragmentación política.
La llamada hegemonía electoral del viejo Movimiento Al Socialismo (MAS) terminó
y el 17 de agosto, los resultados fueron claros, ningún candidato logró la
mayoría absoluta para reivindicar un triunfo contundente en la primera vuelta,
aunque los dos ganadores provisionales son Rodrigo Paz y Jorge Quiroga. El
resto, encabezados por Samuel Doria Medina, ingresarán al Congreso con una
representación fragmentada que, probablemente, responderá a intereses
restringidos e históricamente regionalistas, como los casos de Manfred Reyes
Villa y Andrónico Rodríguez. El Parlamento configurará sus propias bancadas,
las cuales requerirán un nuevo tipo de coaliciones y gobernabilidad.
En ese contexto, el retorno a los “gobiernos de coalición”,
no es una casualidad sino una imposición matemática. Sin embargo, Bolivia carga
una pesada mochila: un sistema presidencial que, en su interacción con el
multipartidismo, presenta más desafíos que certezas para la estabilidad
democrática. Como lo advirtió el politólogo, Scott Mainwaring, el binomio
presidencialismo-multipartidismo es, muchas veces, “una combinación difícil”.
La concentración del Poder Ejecutivo en una sola figura como el presidente, choca
con la dispersión del Poder Legislativo, fragmentado en múltiples actores con intereses,
en alguna medida, irreconciliables.
Los presidentes con bancadas parlamentarias pequeñas o
minoritarias, que carecen de mayoría legislativa clara, enfrentan una triple
encrucijada: a) negociar una y otra vez con terrible desgaste; b) resistir la
coordinación opositora para bloquear reformas; y c) lidiar con el costo
político ineludible que implica ceder puestos y concesiones en coaliciones gubernamentales
poco estables. Ante esto, la gobernabilidad queda a merced de los mecanismos de
negociación formalizados que, lamentablemente, en Bolivia están debilitados,
luego de dos décadas de hegemonía del MAS.
En caso de ser elegidos presidentes en la segunda vuelta,
tanto Rodrigo Paz como Jorge Quiroga, están obligados a hilvanar un gobierno de
coalición para evitar bloqueos parlamentarios y facilitar la toma de decisiones
estratégica, porque Bolivia requiere una especie de shock legislativo para aprobar reformas que conduzcan hacia una
ansiada avalancha de inversiones que
exige la recuperación económica.
La historia reciente es clara: entre 1985 y 2003, los
pactos interpartidarios fueron útiles para evitar rupturas institucionales. No
obstante, generaron problemas de fondo como la erosión de los programas de
gobierno, la creación de redes clientelares y la desconfianza ciudadana
generalizada. Ese desgaste favoreció la implosión del sistema y la posterior
hegemonía del MAS (2006-2025). En consecuencia, el desafío, hoy día, no es
repetir viejas fórmulas, sino reinventar un modelo de coalición basado en la
transparencia, la amplitud y la funcionalidad democrática, capaz de fortalecer
el presidencialismo, pero sin derivar en los autoritarismos suaves, ni en la
parálisis legislativa.
Las posibilidades son dos y opuestas. Por un lado, un
gobierno que consolide una coalición amplia y disciplinada podría, tristemente,
derivar en una concentración del poder con tintes autoritarios. Por otro lado,
la debilidad en el liderazgo presidencial, combinada con el bloqueo político
dentro del Parlamento y las nueve regiones, puede llevar a una gobernabilidad
precaria, marcada por el estancamiento, el uso intensivo de decretos y una
crisis permanente.
Con los altos niveles de fragmentación partidaria, la
ausencia de cultura de pactos y el personalismo político, la hipótesis más
plausible es la segunda. Un Poder Ejecutivo que tendrá que negociar cada
decisión, atado a las alianzas coyunturales y expuesto a la indisciplina e,
incluso, la corrupción legislativa. El gran riesgo no es solamente la
inestabilidad, sino que esa fragilidad se utilice para justificar un regreso al
presidencialismo autoritario y concentrado, perpetuando ciclos de crisis que
Bolivia ya ha vivido: 1993-1997 (reformas gonistas), 1997-2000 (guerra del
agua), 2002-2003 (guerra del gas) y el largo periodo 2006-2025 (populismo
indianista y reelección de Evo), donde Luis Arce perdió por completo, el
control del Legislativo.
Entonces, ¿qué podrían hacer Rodrigo Paz o Tuto Quiroga,
frente a un futuro gobierno de coalición? La respuesta pasa por construir nueva
“hegemonía democrática”. Una que no sea una concentración mesiánica del poder,
sino una estrategia inteligente para articular coaliciones amplias y estables
con un proyecto nacional compartido.
Institucionalizar el diálogo, comprometer a los actores
regionales y fomentar incentivos claros para la cooperación parlamentaria,
serán las claves para superar la probable fractura política. Bolivia está en un
punto de inflexión: puede optar entre la parálisis o la construcción de
consensos que hagan posible la gobernabilidad, sin sacrificar el pluralismo
democrático, ni la estabilidad. La tarea será ardua, pero la democracia así lo
exige.
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