Bolivia enfrenta una crisis profunda que trasciende lo
económico o lo político coyuntural. Lo que está en juego es la viabilidad misma
del Estado como forma institucional de organización del poder. Las tensiones
acumuladas durante los 20 años de gobierno del Movimiento al Socialismo (MAS)
han erosionado gravemente las capacidades estatales, han debilitado la
legitimidad institucional y promovido un tipo de gobernabilidad, sustentada más
en la lógica del clientelismo que en la fortaleza infraestructural del Estado.
Frente a esta realidad, la pregunta ya no es si Bolivia atraviesa una crisis,
sino si se está deslizando —o si ya se deslizó— hacia una forma de Estado fallido.
Esta preocupación no es exclusiva de Bolivia. Incluso
Noam Chomsky, el famoso lingüista y politólogo, ha planteado que los Estados
Unidos, con su colapso moral, violencia estructural y crisis institucional,
puede ser considerado un Estado fallido. Pero en el caso boliviano, el
diagnóstico adquiere una característica particular: la persistencia histórica de
la pobreza, la exclusión estructural, la debilidad de las instituciones y el
uso instrumental del poder estatal, han dado lugar a una forma de gobierno que
devora las capacidades del propio Estado que dice representar.
En este artículo, proponemos una interpretación crítica
del “fantasma del Estado fallido” en Bolivia, integrando las nociones de razón
de Estado y de poder infraestructural, a partir de los planteamientos del sociólogo
británico, Michael Mann, como elementos clave para pensar posibles rutas de
recuperación estatal.
En 20 años de gobierno, el Movimiento Al Socialismo (MAS),
ha estimulado la paradoja del Estado fuerte en lo simbólico y débil en lo
infraestructural. Durante el periodo 2006-2025, especialmente bajo el liderazgo
de Evo Morales, el Estado boliviano pareció recuperar una centralidad simbólica
y discursiva. Se proclamó el nacimiento de un Estado Plurinacional, se
reescribió la Constitución y se intentó refundar la república desde una matriz ligada
a la identidad indigenista. Sin embargo, en la práctica, el Estado no se
fortaleció como aparato infraestructural.
Según Michael Mann, el poder infraestructural es la
capacidad del Estado para penetrar efectivamente la sociedad civil, para
coordinar la vida social desde su interior, sin necesidad de una coerción
constante. En Bolivia, esa capacidad nunca fue plenamente desarrollada. Lo que
ocurrió con el MAS fue, más bien, una expansión del poder despótico: el control centralizado sin regulación
institucional, en detrimento de la institucionalidad estable.
Las instituciones fueron instrumentalizadas, los recursos públicos cooptados y los sistemas de justicia, educación, salud y planificación económica, fueron subordinados a un proyecto de concentración del poder. El resultado es un Estado que creció en tamaño, pero no en eficacia, que distribuyó rentas extractivas, pero no construyó capacidades, que creó símbolos, pero erosionó procedimientos.
La paradoja es dura y lamentable: el MAS se proclamó como
restaurador del Estado y en la práctica contribuyó, decisivamente, a su
descomposición funcional. Por lo tanto, el Estado fallido es un concepto
incómodo pero necesario. Hablar de “Estado fallido” implica riesgos. El término
ha sido usado con fines intervencionistas, o para justificar procesos de
colonización política en nombre de la gobernanza. Sin embargo, desde un enfoque
crítico, la categoría puede ser útil para nombrar ciertos procesos reales: la
pérdida del monopolio legítimo de la fuerza, la incapacidad para garantizar bienes
públicos básicos, el colapso del sistema judicial, la desafección ciudadana, la
captura institucional y el desgobierno territorial.
Bolivia reúne hoy varios de estos síntomas: a) justicia
subordinada y corrupta, sin independencia funcional; b) sistema educativo
fragmentado, con débil capacidad formativa y poco control de calidad; c) Estado
paralizado frente al crimen organizado en regiones como el Chapare o el norte
cruceño; d) crisis energética y económica, que revela la ausencia de una
previsión estatal real; e) erosión del sistema de partidos, convertidos en
maquinarias personales o en satélites del poder; f) ciudadanía desmovilizada o
radicalizada, pero sin mecanismos estables de mediación institucional.
La institucionalidad democrática está desmoronándose todo
el tiempo. Y ante cada intento de restaurarla, en el periodo 2006-2025, Evo
Morales ha respondido con el sabotaje o el chantaje populista. El voto nulo,
promovido en las elecciones presidenciales por Morales, no es un gesto de
resistencia, sino de demolición: un intento de dinamitar el sistema democrático
desde adentro.
Noam Chomsky ha advertido que los Estados fallidos no son
una anomalía periférica. Incluso Estados que se presentan como modelos
democráticos (Estados Unidos, por ejemplo), pueden caer en formas de
disfuncionalidad sistémica: violencia estructural, racismo institucionalizado,
políticas exteriores caóticas y captura corporativa del Estado.
Este enfoque sirve para desideologizar el concepto de
Estado fallido. No se trata de señalar a los países “atrasados” o
“subdesarrollados”, sino de observar hasta qué punto el poder político se
desvincula de su responsabilidad institucional.
En Bolivia, el Estado fallido no es un accidente, sino
una “consecuencia”. Una consecuencia de haber despreciado sistemáticamente la
noción de “razón de Estado”, es decir, de esa idea clásica que pone el bien
común, la estabilidad institucional y la continuidad republicana, por encima
del capricho personal o la lealtad clientelar.
Frente al riesgo del colapso estatal, la única salida es
retomar una lógica de reconstrucción institucional, que implica devolver al Estado
su poder infraestructural. Esto significa reconstituir un aparato público
meritocrático, con burocracia profesional y no partidaria. Fortalecer la
capacidad regulatoria del Estado frente al capital privado y al narcotráfico. Garantizar
servicios públicos universales y sostenibles como educación, salud y justicia. Articular
un nuevo pacto territorial, con autonomía funcional, pero sin anarquía ni
corporativismo. Reconstruir la confianza ciudadana en las instituciones, lo que
solo será posible si el Estado deja de ser percibido como botín de guerra o
amenaza en contra de la sociedad.
La razón de Estado no es un eslogan tecnocrático, sino
una necesidad histórica. Bolivia necesita un Estado fuerte, no autoritario,
sino eficaz. Fuerte en capacidad, no en propaganda. Fuerte en legitimidad, no
en retórica sobre las identidades indianistas o indigenistas.
El fantasma del Estado fallido recorre Bolivia. No es un
mito ni una exageración; es una advertencia. La descomposición institucional no
se detendrá con discursos, ni con elecciones aisladas como las presidenciales
de agosto 2025, ni tampoco con la salida momentánea de un caudillo. Se necesita
una refundación republicana desde la razón de Estado y no desde el populismo.
El sistema político debe recuperar su vocación de orden,
justicia y previsibilidad. Y eso requiere dejar atrás el evismo, no solamente
como figura política, sino como cultura de poder: esa lógica de
desinstitucionalización permanente, de impunidad como norma y de caos como
estrategia. Bolivia aún tiene una oportunidad, pero, como decía Michael Mann,
el poder del Estado no se mide por lo que dice, sino por lo que “realmente puede
hacer” y este es el principal desafío en el Bicentenario: la reconstrucción de
un Estado no fallido, sino con nueva legitimidad y razón de ser para retomar el
control democrático.
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