El regreso de Donald Trump al poder en Estados Unidos ha
representado un giro insólito y profundamente inquietante en la historia
política contemporánea. Su autoritario liderazgo, no solo revitalizó el
nacionalismo xenófobo y el abuso de poder dentro de las fronteras
estadounidenses, sino que proyectó, una vez más, un enfoque destructivo en la
política exterior.
Las promesas de pacificación —terminar con la guerra en
Ucrania, frenar la crisis en Gaza o desescalar las tensiones con Irán— fracasaron
rotundamente. En su lugar, la administración Trump ha consolidado alianzas con
regímenes abiertamente represivos, tolerando, inclusive, crímenes de guerra y
normalizando el lenguaje de odio en la esfera pública internacional.
Trump no es solamente un demagogo, sino también el
epítome moderno de lo que la filósofa Hannah Arendt denominó la “banalidad del
mal”, ese fenómeno en el que la crueldad extrema, no proviene de una
monstruosidad excepcional, sino de la mediocridad arrogante de quien obedece
ciegamente algunas reglas sin reflexionar, atrapado en la lógica mecánica de la
dominación. Arendt acuñó la expresión “banalidad del mal”, después de asistir
al juicio de Adolf Eichmann, el burócrata nazi que organizó la logística del
Holocausto. Lejos de ser un sádico fanático, Eichmann se mostraba como un
funcionario mediocre, convencido de estar “cumpliendo con su deber”.
Trump, por su parte, representa una banalidad distinta
pero emparentada: la del poder transformado en espectáculo, la del despotismo
revestido de liderazgo. Su desprecio por la verdad, su racismo sistemático y su
despreocupación por las consecuencias humanas de sus decisiones lo convierten
en un líder profundamente peligroso. Hoy día, no hay que imaginar cámaras de
gas para hablar de genocidio; basta con observar su complicidad explícita con
las políticas de limpieza étnica de Benjamín Netanyahu en Gaza, donde la
maquinaria militar israelí ha destruido miles de vidas bajo el amparo
discursivo de la “autodefensa” y con el silencio o la aprobación de Washington.
El caso de Ucrania es igual de alarmante. La promesa de
Trump de “acabar la guerra en 24 horas” fue, desde el inicio, una farsa. No
solo no contribuyó a una solución diplomática, sino que debilitó el apoyo
internacional a Kyiv, reforzando en cambio los argumentos de Putin. Del mismo
modo, en lugar de desescalar los conflictos con Irán, intensificó los
bombardeos y alentó la vía de la confrontación, reeditando el guión fallido del
intervencionismo estadounidense en Medio Oriente.
Pero lo más preocupante no fue su fracaso geopolítico. Lo
verdaderamente perturbador es el modo en que el mal se vuelve aceptable, cuando
se presenta con corbata roja y retórica de grandeza. La lógica de Trump no es
la del estratega maquiavélico, sino la del fanático convencido de su
superioridad moral y racial. Es esa arrogancia sin límites lo que recuerda a
los peores momentos del siglo XX. Cuando Arendt hablaba de Eichmann, advertía
que el mal más peligroso, no es el que se proclama como tal, sino el que se
ejecuta con tonta obediencia burocrática y justificación ideológica. Hoy, en la
figura de Trump, ese mal aparece reconfigurado como populismo emocional, donde
la indiferencia ante el sufrimiento ajeno se disfraza de pragmatismo
patriótico.
La democracia estadounidense, al permitir el retorno de
este personaje, ha revelado su fragilidad estructural. Ya no se trata de la
alternancia del poder dentro de un sistema saludable, sino del colapso moral de
una nación que ha sustituido el debate por el insulto, el derecho por la fuerza
y la verdad por la propaganda.
El caso Trump no es un problema únicamente interno de
Estados Unidos. Es un recordatorio global donde la historia no avanza en línea
recta. El fascismo ya no necesita botas ni uniformes, pues le basta con una
cuenta en redes sociales y el aplauso acrítico de las masas. La banalidad del
mal, hoy, sonríe en mítines, se fotografía con dictadores y promete grandeza
mientras alimenta el caos.
Los datos lo confirman. Según el último informe del Varieties of Democracy Institute (V-Dem,
2025), Estados Unidos ha caído varios puestos en el Liberal Democracy Index, ubicándose detrás de países como Uruguay o
Estonia. El informe advierte sobre una regresión alarmante en el respeto a los
derechos civiles, la autonomía judicial y la libertad de prensa, calificando a
Estados Unidos como una “autocracia electoral en riesgo de endurecimiento autoritario”.
Este deterioro es coherente con la erosión institucional promovida por Trump:
ataques sistemáticos a los jueces, amenazas abiertas contra opositores
políticos y una cultura de impunidad que normaliza el uso del poder para la
venganza personal.
Frente a esta realidad, los grandes teóricos de la
democracia estadounidense —como Robert Dahl, autor de Who Governs?, y Samuel Huntington, quien estudió el orden político
en las sociedades en cambio— estarían hoy horrorizados. Dahl, defensor de la
poliarquía, creía en un sistema abierto, con competencia leal entre élites y
participación ciudadana real. Huntington, aunque más conservador, alertaba
sobre el peligro de la desinstitucionalización como antesala del caos. Ambos
verían en el ascenso de Trump, no solamente una anomalía política, sino una
traición histórica al experimento democrático estadounidense. Probablemente,
renegando de su ciudadanía, advertirían que lo que antes fue considerado un “modelo”
hoy se acerca peligrosamente a una pantomima de mal gusto y a una distopía
institucional, completamente destructiva.
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