Hay una arrogancia sutil, casi imperceptible, que resulta
más peligrosa que la prepotencia abierta. Es la arrogancia de quien cree
saberlo todo porque ha acumulado dinero. De quien, desde las alturas de sus
balances empresariales, desciende al debate político como quien lanza migajas a
un pueblo hambriento de ideas, o como quien se anima a apostarlo todo, porque
solamente le faltan las fotografías con el cetro del mando presidencial. Es la
arrogancia, con un toque de confusión, de Samuel Doria Medina, empresario
devenido en líder político, que esta vez ha malentendido la producción del
litio —un recurso codiciado por las potencias tecnológicas del siglo XXI— comparándola
con la producción de cemento e, inclusive, con el arroz que comemos a diario,
como si se tratara de un bien vulgar, abundante, sin valor estratégico.
¿Ignorancia deliberada o, simplemente, confusión falaz?
Quizás todo al mismo tiempo. Lo cierto es que la comparación absurda de Doria
Medina en una entrevista para Bolivia
Decide de Bolivisión, no sólo demuestra un desdén preocupante por la
inteligencia del ciudadano boliviano, sino también un peligroso desconcierto
entre el arte de hacer negocios y el arte —más complejo, más noble— de gobernar
y mirar el largo plazo en las decisiones económicas trascendentales como la
explotación y la industrialización de baterías de litio.
Sin duda, vender cemento no exige una visión de país, ni
tampoco tener la previsión de ofrecer bienestar para millones de ciudadanos. Hablar
del litio, en cambio, exige comprender que estamos ante un recurso cuya
correcta administración puede definir el destino de generaciones. No se trata
de especular con los precios del mercado o minimizar su importancia porque no
entra en los márgenes de una hoja de cálculo para producir cemento. Se trata de
entender que el litio, bien aprovechado, podría permitir a Bolivia insertarse
dignamente en la economía global, no como un simple proveedor de materias
primas, sino como un actor relevante en la transición energética del siglo XXI.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL), en su más reciente informe sobre la inversión extranjera directa, lo
ha dejado claro: el litio representa una oportunidad histórica para Bolivia. No
es arroz ni será cemento. Es el equivalente contemporáneo del petróleo saudí o
del cobre chileno: un “activo geopolítico” fundamental que debe ser gestionado
con inteligencia, soberanía y visión de futuro. Aquí, la inversión extranjera
será vital, pero mucho más el liderazgo político de un gobierno y un presidente,
preparados para gestionar la autoridad de un Estado que establecerá la soberanía
y el desarrollo necesarios en la lucha contra la pobreza en Bolivia.
Por otra parte, lo más grave no es que Doria Medina
desconozca los detalles geopolíticos del litio. Lo verdaderamente inquietante
es que su ligereza, abrió la puerta para una alianza apresurada y,
probablemente, negativa: la aparición de Marcelo Claure como un Rockefeller de “larga
distancia”, dispuesto a subrogarlo en el liderazgo económico-político y a
explotar el litio bajo una lógica extractivista, disfrazada de modernidad.
Claure —siempre desde sus oficinas globales— representa el intento de
rearticular el poder de una élite empresarial autoreferida, que nunca ha
rendido cuentas al país, pero que se siente con el absurdo derecho a administrarlo
como una propiedad, también desde la distancia.
La alianza entre ambos, más que una visión compartida, es
una estrategia de reemplazo: Doria Medina sirve de puente, Claure de proyecto.
Juntos conforman una reedición del viejo sueño de los tecnócratas: una Bolivia
sin política, sin pueblo, sin historia; una Bolivia gerencial, vertical, sin
alma y sin rendición de cuentas. El litio, por supuesto, sería el primer
sacrificio en ese altar de los beneficios empresariales.
La democracia, especialmente en tiempos de crisis como
los que vivimos, no necesita empresarios que pretendan gobernar el Estado como
si fuera una fábrica. Necesita líderes: hombres y mujeres capaces de pensar el
bien común, de crear consensos y de actuar con grandeza, cuando todo invita al
repliegue mezquino. Bolivia no saldrá del pozo con los cinismos de Claure disfrazados
de realismo. Saldrá cuando se escuche al país profundo, cuando se planifique el
futuro con seriedad y cuando la política vuelva a ser un oficio de la
imaginación moral y no una prolongación de intereses privados.
Comparar el litio con cemento o arroz, es más que un
error técnico: es una confesión ideológica. Es ver el mundo desde el lente opacado
de quien sólo cree en lo que puede vender rápido, sin comprender que hay
riquezas —como la democracia, el conocimiento, la tecnología y el propio litio—
que requieren paciencia, madurez institucional y un fuerte sentido político de
destino.
Ni Doria Medina con su confusión de un patio industrial,
ni Claure con su megalomanía importada y su aire de Rockefeller fuera de tiempo,
encarnan la conducción que Bolivia necesita. Porque quien no ve en el litio una
oportunidad histórica, sino un negocio inmediato, jamás comprenderá que hay
países que valen más por lo que deciden preservar, que por lo que están
dispuestos a entregar.
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