EL ANTI-EDIPO Y LA ESQUIZOFRENIA PRESIDENCIAL DE LUIS ARCE


 

En el famoso ensayo de 1972, El Anti-Edipo: capitalismo y esquizofrenia, los franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari denunciaron la rigidez de los sistemas de poder que reprimen el deseo, que capturan la energía social bajo los códigos represivos del Estado, la familia, la burocracia y el capitalismo autoritario; un brillante análisis del fascismo y sus consecuencias en Europa. Sin embargo, El Anti-Edipo también reveló cómo actúan los revolucionarios simulados, aquellos que, en nombre de la liberación, reconstruyen el mismo aparato represivo que pretendían destruir. Es, por lo tanto, un libro contra la estupidez política.

En la actualidad, Bolivia vive bajo la parodia de ese diagnóstico: un régimen que se autocalificaba como revolucionario, terminó reproduciendo el capitalismo más crudo bajo una máscara estatal, clientelar, rentista y neofascista, al exacerbar la persecución política en contra de la oposición para ocultar todo tipo de delitos: los del gobierno y del partido, el Movimiento Al socialismo (MAS). En el centro de este delirio se ubica Luis Arce Catacora: el presidente que no preside, el técnico que no piensa, el gestor que no gobierna, el oportunista que vincula a sus hijos en los negocios más turbios.

Arce no es, ni líder ni visionario. Tampoco es, como intentan presentarlo, el “padre de la estabilidad económica”. Es más bien la figura de un Anti-Edipo moderno: no se saca los ojos para reconocer su culpa —como lo haría Edipo en la tragedia clásica— sino que prefiere negar la evidencia y caminar ciegamente hacia el abismo, arrastrando con él a todo un país. Su esquizofrenia presidencial no es patológica, sino política: vive en la contradicción permanente entre el discurso y la realidad, entre el relato estatista y la dependencia absoluta del mercado informal, el contrabando, las remesas y la minería transnacional.

Desde su posesión en el lúgubre 2020, Arce tuvo la oportunidad histórica de reconducir el modelo boliviano. Pero optó por aferrarse a la nostalgia de una bonanza evaporada, sin plan ni coraje. Mientras el país se ahoga en una de las peores crisis económicas desde la hiperinflación de los años 80 —dólar paralelo, escasez de divisas, decadencia productiva, fuga de capitales, colapso energético y deuda insostenible— el presidente calla, improvisa o, simplemente, desaparece. Su gobierno es un simulacro, una administración sin norte ni respuesta, atrapada en la lógica de la renta sin recursos, del gasto sin ingresos y de los desmentidos para reivindicar la capacidad empresarial de sus hijos, jovenzuelos que, como ningún otro, se prestan millones de dólares para tratar de convertirse en la nueva burguesía agroindustrial. A todos les va mal económicamente, mientras que los hijos de Arce, Camila y Rafael, tienen su oportunidad para encumbrarse en negocios opulentos.

El gran mito fundacional del masismo —la superación del neoliberalismo mediante el Estado Plurinacional y el “modelo económico social comunitario productivo”— ha fracasado. El capitalismo no solamente fue imposible de ser superado, sino que fue caricaturizado. Se creó una élite prebendal: la familia de Arce y sus allegados, se destruyó la institucionalidad técnica, se asfixió a los sectores productivos con burocracia y corrupción, y se hipotecó el futuro fiscal con bonos, subsidios y obras sin sostenibilidad. La izquierda boliviana, en su ceguera ideológica, jamás entendió que no basta con hablar de socialismo o “vivir bien”, si el Estado no genera riqueza, innovación y confianza. En 20 años no construyeron una alternativa real al mercado: lo demonizaron en el discurso, mientras lo usaban sin ética en la práctica.

Hoy, Luis Arce representa el punto final de esa esquizofrenia. No gobierna, solo administra el desastre con placebo y propaganda. No escucha, no reforma, no renuncia. Su gabinete vive en otra realidad, más preocupados por las pugnas internas del MAS que por los dramas sociales. La escasez de dólares no es culpa de “los especuladores”, sino de una política energética fallida, una minería sin impuestos reales y un modelo extractivista agotado. El futuro no vendrá con más estatismo, sino con reglas claras, inversión privada, apertura comercial y seguridad jurídica: todo lo que el masismo despreció.

Arce no es el heredero de Evo Morales, sino el epítome viciado y carcomido. Mientras Morales destruyó las instituciones para tratar de eternizarse en el poder, Arce las erosiona por inercia y simple cobardía, colocando a la gente más mediocre y con mentalidad únicamente rentista e irresponsable. Su esquizofrenia es la parálisis y su legado será el colapso doloroso que está empobreciendo a millones de ciudadanos.

Lo más trágico, sin embargo, es que la izquierda boliviana aún no entiende nada. Persiste en el “mito anticapitalista”, sin entender la economía real. Se aferra a ideologías fallidas como la industrialización por substitución de importaciones, subsidios y discursos vacíos, sin reconocer que la única manera de generar justicia social es con crecimiento sostenible, inversión extranjera directa, empleo de calidad y responsabilidad fiscal. El deseo de transformación ha sido secuestrado por la máquina estatal del MAS, que reprime la creatividad, la disidencia, el profesionalismo y la iniciativa.

Si El Anti-Edipo advertía sobre la lucha política para ir contra el deseo de ser dominado, Bolivia es hoy su laboratorio más grotesco. Un pueblo atrapado entre la resignación y el miedo, junto con una cúpula política que no gobierna, solo sobrevive y sigue usufructuando lo poco que queda de ingresos.

Luis Arce ha fracasado no solo como presidente, sino como símbolo de una posibilidad: la de reconciliar justicia social con racionalidad económica. Su ceguera, su insensatez y sus temores, lo convierten en el prontuario de la irresponsabilidad contemporánea. Bolivia necesita despertar del delirio y comenzar, al fin, a desear otra cosa, para ir contra el neofascismo y el populismo destructivo.



Comentarios