En el escenario político boliviano, las alianzas
estratégicas rara vez son inocentes. La reciente unión entre Samuel Doria
Medina –empresario y eterno aspirante a la presidencia– y Marcelo Claure,
magnate con intereses globales, debe ser observada con cuidado y escepticismo.
Esta fórmula, que algunos celebran como una “modernización tecnocrática” del
poder, esconde detrás de bambalinas una peligrosa convergencia de intereses
privados, particularmente en torno al litio boliviano y otros negocios
binacionales, que podrían hipotecar el futuro del país. Es un lamentable juego
destructivo entre la Nación y la Anti-Nación. Este tipo de alianza revive un
patrón latinoamericano ya conocido: la incursión de empresarios exitosos en la
política, quienes al llegar al poder tienden a representar más sus intereses
corporativos que los de la ciudadanía.
Hay que analizar dicha alianza en sus múltiples capas:
litio, capital y poder. Marcelo Claure no ha ocultado su intención de incidir
en el destino de Bolivia. Lo hace, no desde el exilio económico, sino como
actor en la reconfiguración del poder, a través de inversiones, contactos
internacionales y discursos de transformación. Por eso se acercó al mismo Evo
Morales, a Andrónico Rodríguez y a la plana mayor del Movimiento Al Socialismo
(MAS). Ahora, su sociedad con Samuel Doria Medina no es casual ni filantrópica.
Ambos comparten una “visión empresarial del Estado” que es endeble y amorfa;
sin embargo, coinciden en un objetivo central: abrir el mercado del litio hacia
los capitales privados con mayor celeridad, probablemente asociándose a grupos
inversores extranjeros, como el de un poderoso empresario argentino con beneficios
ya establecidos en América del Sur, Marcos Bulgheroni.
Este litio, llamado a ser el “oro blanco” del siglo XXI,
es para Bolivia una de las últimas cartas en la reconstrucción económica
post-MAS. Por lo tanto, su gestión requiere soberanía, transparencia y visión
de largo plazo, no acuerdos cerrados entre pocos, entre una élite que ya se
percibe como el nuevo anillo del poder. La posible privatización o concesión
desmedida de este recurso, a través de pactos entre élites económicas, amenaza
con repetir el ciclo de dependencia y depredación que ha marcado la historia
extractivista del país.
En medio de todo este escenario, existe una advertencia
histórica: la ilusión de confiar en un oscuro “empresariado providencial”. Desde
los años 90, América Latina ha experimentado repetidos intentos de reconvertir
a los empresarios en salvadores de la política. Gonzalo Sánchez de Lozada en
Bolivia, Juan Carlos Wasmosi en Paraguay, Sebastián Piñera en Chile y, más
recientemente, Álvaro Noboa en Ecuador. Estos fueron figuras que promovieron la
eficiencia gerencial como solución a las fallas estructurales de la democracia.
Sin embargo, sus gobiernos terminaron profundizando desigualdades, erosionando
instituciones y, en muchos casos, beneficiando a sus propios conglomerados
económicos.
Científicos sociales como C. Wright Mills ya lo
advirtieron en La élite del poder
(1956): cuando las fronteras entre los negocios, la política, la violencia, el
descaro, el secretismo y los militares se difuminan, se consolida una minoría
autosatisfecha que toma decisiones cruciales para el destino de las mayorías,
sin rendir cuentas ni someterse al escrutinio público. Esta oligarquía moderna
de empresarios, que se disfraza de eficiencia técnica, tiende a secuestrar la
democracia y a reducirla a un tablero de decisiones corporativas. En Bolivia,
esa élite siempre ha existido, pero la novedad actual es su reconversión con
rostro moderno, digital, cosmopolita y relaciones con el fútbol. Claure no es
un campeón del deporte, es simplemente un inversionista que busca más poder.
Asimismo, el amor al dinero no es, de ninguna manera, el amor a la patria.
Todo se mueve entre la tecnocracia y la captura
corporativa del Estado. La presencia de Claure en la política nacional —ya sea
de forma directa o indirecta— se sostiene en la idea de modernizar, digitalizar
y atraer inversiones. Pero esa narrativa, sin control democrático, puede
derivar en una nueva forma de explotación ilegal, tratando de convertir al
litio en una materia prima que se esfumará sin mayor valor agregado. La alianza
con Doria Medina, más que una fórmula electoral, es un acuerdo de gobernanza
empresarial: entre quien aporta el capital y quien provee la estructura partidaria.
Este pacto se aleja del interés colectivo y plantea serias dudas sobre la
agenda futura del país, sobre todo en cuanto a la distribución de la riqueza y
la soberanía sobre los recursos estratégicos.
El riesgo más profundo gira alrededor de una democracia
capturada. Es legítimo que algunos empresarios participen en política. Lo
preocupante es que lo hagan bajo lógicas propias del mercado, donde el
rendimiento y la utilidad sustituyen al bien común. En Bolivia, una democracia
herida por el autoritarismo, la corrupción y el colapso económico, el peligro
de entregar nuevamente el poder a una élite empresarial debe ser motivo de
reflexión crítica.
Lo que está en juego, no es solamente una elección
presidencial, sino el modelo de país que queremos reconstruir. ¿Una Bolivia y
una Nación, orientada al interés público, con recursos estratégicos manejados
soberanamente, o una república corporativa donde las decisiones cruciales se
toman en escritorios privados, lejos del pueblo y su control democrático? La
historia latinoamericana y la teoría crítica ya nos ofrecieron las
advertencias. El reto es que, esta vez, Bolivia no repita el error. La alianza
no es gratuita y Claure es un actor incierto, poco confiable, que ha contagiado
a la candidatura de Doria Medina, con el virus de la autosatisfacción de
intereses económicos, antes que el pueblo haya tomado una decisión sobre el
futuro presidente.
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