La política boliviana dejó de ser una práctica pública orientada al bien común para convertirse en un escenario degradado, donde la corrupción, el sectarismo y la traición han sustituido al debate democrático y al proyecto nacional. Desde que el Movimiento al Socialismo (MAS) tomó el poder en el año 2006, la degeneración del aparato estatal ha sido increíblemente sistemática, debido a que el clientelismo devoró las instituciones, la eficiencia desapareció bajo el peso de la burocracia ideologizada y la corrupción alcanzó niveles inéditos. Evo Morales, que llegó como redentor de los excluidos, terminó convirtiéndose en el mayor traidor de la esperanza popular: el más longevo, el más autoritario, el más corrupto. El Estado Plurinacional, que prometía inclusión, terminó siendo un espejismo populista y un botín de guerra para nuevas camarillas.
Hoy día, la tragedia no se agota en el oficialismo. La
oposición, en su mayoría, no ha estado a la altura de los desafíos históricos. Casi
todos los referentes del campo adversario al MAS han sido incapaces de renovar
ideas, liderazgos o partidos. No hicieron una necesaria autocrítica del ciclo
neoliberal que marcó el rumbo del país en los años 90, ni ofrecieron un
horizonte innovador. Encerrados en la nostalgia tecnocrática, hablan para una
élite urbana y reducida, ajena al país que emergió del descontento social. Por
eso, su techo electoral es bajo: porque sus propuestas no interpelan, ni a los
pobres, ni a los jóvenes, ni a los excluidos.
La tragedia boliviana se expresa en la repetición estéril
de sus errores. Cada elección parece una regurgitación del mismo drama, con los
mismos actores, las mismas acusaciones, las mismas promesas pedantes. La
política se volvió no solo ineficiente, sino humillante: una escenografía de la
ruina, donde las decisiones se toman para mantener privilegios, no para
transformar la vida de los ciudadanos. La traición a la patria ya no es una
metáfora, es una rutina: se pretende entregar el litio sin garantías de
despegue productivo, se endeuda al país, se manipulan cifras, se espía, se
miente, se roba. Y nadie responde. Nadie cae. Nadie cambia.
En esta atmósfera viciada, se desvanece incluso la figura
del Hombre rebelde en el universo detallado
por el premio Nobel, Albert Camus: el rebelde nace del “no” y de la esperanza;
aquí, ese hombre rebelde —que alguna vez se indignó frente al abuso— ha sido
tragado por la mediocridad y transmutado en un hombre resentido, paralizado,
inútil. El boliviano lúcido carga con la conciencia de vivir en un país donde
el cinismo desplazó al ideal y donde la rebeldía es inútil si no tiene
consecuencias. ¿Cómo rebelarse en un sistema que devora incluso al disidente y
lo vuelve parte del decorado? El dolor se convierte en resignación y la
resistencia en impotencia.
Cioran, en su Breviario
de podredumbre, ya lo advertía: hay países donde todo lo que nace, nace
para corromperse. La política boliviana ha corrompido cada oportunidad que
tuvo, infestando sus promesas con mentiras y egoísmos tan profundos que
destruyeron, desde adentro, cualquier posibilidad de tener un Estado moderno,
meritocrático o ético. Aquí, el ideal muere joven y lo que sobrevive es la
podredumbre con rostro amable o revolucionario. No hay salvación, solamente un
reciclaje de farsantes.
Es en este escenario que emerge el sentido trágico de la
política: no como épica de redención, sino como pozo de desesperanza. La
ciudadanía, cansada, se vuelve indecisa, apática, desconfiada. No vota por
convicción, sino por resignación. El drama no está en que falten líderes, sino
en que todos parezcan parte del mismo ciclo maldito. La tragedia consiste en
que ya no se espera nada. Ni de la izquierda, ni de la derecha. Ni del pasado,
ni del futuro.
Bolivia está atrapada en su propio baúl de tragedias. Un
país con recursos inmensos, una historia rica y una sociedad viva, condenado
por sus élites políticas a repetir la mediocridad como destino. Salir de ese
encierro exige más que elecciones: exige ruptura, imaginación y valentía; sobre
todo, exige una ética de lo público que ha sido abandonada por décadas.
Mientras no se recupere el valor de la verdad, del
mérito, del servicio, de la justicia, toda política seguirá siendo una versión
distinta del desastre. La historia de Bolivia es un eterno retorno de su peor
versión. Debemos repensar la responsabilidad moral y política en el país. Enfrentar
y combatir la profundidad incómoda: ¿dónde están y quiénes son los culpables? La
culpabilidad no depende del conocimiento total de los hechos, sino del acto
mismo de mirar hacia otro lado cuando la tragedia se estaba gestando.
El escritor checo Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, nos ayuda en la reflexión al plantear
que la ignorancia no exime del peso de la culpa —Edipo, aun sin saber, se
castigó porque entendió que, de algún modo, era parte de una cadena de errores
fatales. Esa es la dimensión trágica de la existencia humana: somos
responsables, incluso cuando no queremos serlo.
En Bolivia, las élites intelectuales de izquierda y el
ecosistema de Organizaciones No Gubernamentales (ONG), jugaron un papel
determinante en legitimar al MAS, incluso cuando los signos de autoritarismo,
corrupción, populismo y violencia eran evidentes. Su respaldo no fue ingenuo:
fue cómplice. Sabían, pero decidieron no mirar con claridad porque el relato
revolucionario era más cómodo que la verdad. Prefirieron el mito del “Estado
Plurinacional”, a la denuncia del caudillismo rampante. Prefirieron el símbolo
de Evo, a la devastación institucional que lo acompañaba.
Y ahora muchos de esos actores han mutado. Ya no son
fervientes defensores, pero tampoco han hecho autocrítica seria, ni asumieron alguna
responsabilidad pública. Hoy se presentan como críticos técnicos, consultores
neutros, analistas ilustrados. Se reacomodaron a la debacle, sobrevivieron al
naufragio, agarrados a las tablas del sistema que ayudaron a hundir. Son lo que
Cioran habría llamado “los exiliados del fracaso, sin remordimiento, pero con
prestigio”.
La indiferencia es una forma sutil de corrupción moral. Y
la historia boliviana está llena de esos silencios ruidosos, donde lo ético fue
sustituido por lo funcional, lo revolucionario por lo utilitario. Si Edipo, en
su ceguera, asumió el castigo como expiación, los intelectuales funcionales al
MAS han decidido no sacarse los ojos, sino ponerse lentes oscuros y seguir
escribiendo documentillos y haciendo
talleres en hoteles de cinco estrellas. La tragedia no se limita a los protagonistas
visibles, también la tejen los espectadores que callan, los supuestos sabios
que aplauden, los expertos que prefieren conservar sus consultorías, antes que
denunciar la destrucción de lo público.
En Bolivia, todos somos sospechosos —no porque hayamos
gobernado, sino porque dejamos que la mentira se vuelva sistema. Y como Edipo,
tal vez lo peor no es la culpa que se asume, sino la que se niega mientras se
sigue viviendo como si nada hubiera ocurrido.
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