DOS SELVAS Y UNA SOMBRA DE IMPUNIDAD: POL POT Y EVO MORALES

 

En lo profundo de la selva, lejos de la ley y la mirada ciudadana, dos figuras sombrías se ocultaron y se ocultan del juicio de la historia. Uno en Camboya, entre árboles envenenados de horror; otro en Bolivia, entre hojas de coca y discursos reciclados: una retórica antiimperialista desgastada, vacía de resultados concretos. Pol Pot y Evo Morales, separados por décadas y continentes, comparten algo más que el camuflaje verde de la impunidad: son espectros de dictaduras que aún estremecen los ideales de las nuevas generaciones.

 

Pol Pot fue el arquitecto de uno de los genocidios más atroces del siglo XX. Desapareció en la espesura camboyana tras sembrar la muerte de más de un millón de personas en nombre de una utopía agraria, comunista e inútil. Se volvió un mito tenebroso, un murmullo ruin en la selva, protegido por antiguos camaradas y la desidia internacional. Murió sin juicio, sin verdad, sin reparación. Fue el verdugo que se llevó consigo al ataúd, los expedientes de los asesinatos más atroces.

 

Evo Morales, por su parte, camina hoy entre los cultivos del Chapare como si el tiempo no pasara, rodeado de lealtades sembradas con prebendas, hojas verdes e ignorancia. Tras casi catorce años de gobierno, dejó tras de sí un país fracturado, instituciones debilitadas, un fracaso económico y una democracia vulnerada. Su renuncia en 2019 —forzada por protestas masivas y denuncias de fraude electoral— no fue un cierre, sino un paréntesis. Desde entonces, su figura ha vuelto a emerger con ambiciones de restauración y una red de poder opaca que no duerme.

 

Ambos, Pol Pot y Evo, se refugiaron en la selva, no solo por conveniencia geográfica, sino por lo que representa: un lugar fuera del alcance de la justicia, donde la densidad del follaje oculta más que cuerpos; esconde verdades, culpabilidades, derrotas y un circuito de poder, cimentado en el narcotráfico y protegido por redes estatales y sindicales que operan al margen de la ley. Sin embargo, hay una diferencia crucial. Pol Pot, aún odiado, fue condenado por la historia universal. Su nombre arde como advertencia y vileza comunista. Evo Morales, en cambio, goza de una impunidad política insólita: todavía habla como si fuera un salvador, aún maniobra como caudillo y sus seguidores lo veneran como profeta. Su discurso se recicla para aparecer en un péndulo que se mueve entre un indígena libertador y una víctima eterna, entre un defensor de la Pachamama y un padrino del narcotráfico que opera en la clandestinidad.

 

Mientras Pol Pot fue derrotado por el peso de sus crímenes y el olvido de sus propios aliados, Evo es sostenido por un aparato político que confunde lealtad con sumisión y resistencia con revancha. Es un dictador en versión tropical: sonriente, folklórico, eficaz en la victimización, pero feroz en el control (para aprovecharse de menores de edad), la deslealtad y la traición a la democracia.

 

Sin igualar la magnitud de sus crímenes, lo que une a Pol Pot y Evo Morales es su voluntad de someter al país a una verdad única, de silenciar al disenso y refugiarse en la selva como bastión de la impunidad.

 

Las nuevas generaciones, que nacieron bajo promesas de cambio, tienen el deber de mirar con claridad. Ni la hoz y el martillo de Pol Pot, ni el poncho de Evo Morales pueden ocultar el daño que causaron a la democracia y a la gente más humilde e indefensa. Ambos fueron artífices de regímenes personalistas, destructores del pluralismo y traidores de las esperanzas populares que alguna vez dijeron representar.

 

La historia no debe repetirse como selva ni como farsa. Si Pol Pot fue el silencio de la barbarie, Evo Morales es el eco persistente del cinismo disfrazado de justicia; un impostor derrotado por su propia incapacidad. A ambos les corresponde un mismo lugar en la memoria: el rincón sombrío donde se guardan las duras lecciones de la historia para que las generaciones futuras no vuelvan a confundir caudillismo con revolución, ni impunidad con resistencia.

 

Así, Evo Morales no será recordado como un redentor, sino simplemente como el epílogo triste de un ciclo de caudillismo, disfrazado de revolución. Su desaparición, más que física, será moral e histórica.


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