Hacer política, en el
sentido más profundo, no consiste simplemente en administrar lo existente, ni
en disputar cuotas de poder. Tampoco es, o no debería ser, la habilidad de
negociar bajo la mesa, comprar votos, girar sobre discursos vacíos o repetir
rituales demagógicos de representación, como ejercicio del cinismo. En
demasiados espacios, la política se ha degradado a un juego de pura táctica, a
un oficio de supervivencia personal, donde lo común se reduce a una excusa y la
ciudadanía se convierte en un escenario de espectadores frustrados. Frente a
esto, hay que insistir con otra orientación: hacer política es crear las condiciones
para imaginar y “construir un futuro compartido”.
La política no puede
limitarse a administrar lo que hay. Debe ser, como lo proponía el sociólogo
chileno Norbert Lechner, una construcción deliberada del orden social, una
práctica reflexiva donde la sociedad se piensa a sí misma y se transforma en el
acto de imaginar un futuro alternativo a lo que existe hoy. Esto implica romper
con la idea de que las reglas, instituciones y jerarquías que nos rigen son
naturales o inmutables. El orden social no es un paisaje, es una obra
colectiva, siempre incompleta y siempre disputada. Hacer política, entonces, es
intervenir en esa construcción abierta y con altas dosis de pluralismo.
Pero esto no ocurre sobre
la nada. Requiere una voluntad ética: reconocer al otro como legítimo interlocutor, incluso cuando no piensa como yo.
En esa clave, Lechner rechaza aquellas concepciones de la política centradas en
la exclusión, como la célebre distinción de Carl Schmitt entre amigo y enemigo.
Esa lógica no transforma porque militariza el espacio público y lo convierte en
un conjunto de trincheras. En tiempos donde la polarización alimenta el odio,
ese tipo de “política como guerra” ya no sirve. El siglo XXI necesita otro clima
con menos confrontación binaria y más espacios para el disenso pacífico.
Asimismo, el filósofo
alemán Jürgen Habermas, en una línea distinta, pero complementaria, defiende la
idea de una “democracia deliberativa”, en la cual, la legitimidad no se deriva
solamente del procedimiento formal —del voto durante las elecciones—, sino del
intercambio racional de argumentos dentro de una esfera pública plenamente libre
e inclusiva. En una democracia así, lo que vale no es quién grita más, ni quién
paga más publicidad o a más clientes políticos, sino la fuerza del mejor argumento,
sostenido entre iguales. Este ideal deliberativo puede parecer lejano, incluso
utópico, en contextos marcados por la polarización, pero constituye una brújula
indispensable.
Ejemplos históricos
como el movimiento de resistencia no violenta liderado por Mahatma Gandhi en la
India —capaz de enfrentar un imperio mediante la acción colectiva, la
desobediencia civil y una ética del sacrificio—, o el liderazgo visionario de
Nelson Mandela y su partido, el Congreso Nacional Africano en Sudáfrica, que
imaginaron y lograron una transición pacífica tras décadas de apartheid,
muestran que la política puede romper inercias brutales si se articula con
horizontes éticos, imaginación moral y movilización popular.
Aquí es donde hacer
política se convierte en un acto de resistencia contra la lógica instrumental,
esa que reduce las decisiones a los cálculos de costo-beneficio, esa lógica que
mide el éxito por la acumulación de influencia y no por la capacidad de
transformar. Lechner lo advirtió en los años 90, diciendo: cuando la política
se convierte en pura eficacia sin sentido, pierde su razón de ser. Hoy, esta
advertencia se vuelve urgente. No basta con cambiar gobiernos democráticamente,
hay que trastocar el modo en que se ejerce el poder, el modo en que se habla, se
delibera, se organiza y se incluye a los otros.
La orientación ética
e imaginativa de la política puede también leerse a la luz del filósofo
argentino José Ingenieros, quien en El
Hombre Mediocre denunciaba la conformidad intelectual, la obediencia ciega
al orden establecido y la ausencia de ideales superiores como signos de decadencia
moral y cívica. Para Ingenieros, las sociedades se estancan cuando se gobiernan
desde el cálculo y no desde el ideal; cuando los liderazgos son funcionales al
statu quo y no movilizan energías creativas para transformar la realidad. La “política
mediocre” —la del oportunismo, del discurso vacío y del corto plazo— es aquella
que renuncia a imaginar lo posible y se encierra en lo conveniente.
Frente a esto, la
verdadera política exige una “fe en lo porvenir”, decía Ingenieros, no como una
ilusión ingenua, sino como compromiso activo con los valores que proyecten un
orden social más digno. La utopía, entonces, será una “ética del ideal”, un
anhelo de superación histórica que moviliza a las mejores energías de la sociedad
civil.
Tampoco se trata de
volver a los grandes relatos revolucionarios, ni a la nostalgia de las
vanguardias que prometían “el cambio total”. Ya no estamos en las
circunstancias de la Revolución rusa de 1917. Sin embargo, sí se trata de
mantener viva una “energía utópica”, no como dogma, sino como imaginación
crítica para transformar y mirar un futuro diferente. Lechner decía que no hay
política sin utopía, ni utopía sin política. La utopía no es el paraíso, sino
una especie de pregunta que incomoda: ¿esto es todo lo que podemos ser? Esta
pregunta, lejos de ser ingenua, es profundamente política.
Y es, sobre todo, una
pregunta intergeneracional. Hoy, más que nunca, hacer política implica pensar
en quiénes vendrán. No como promesa hueca —los jóvenes son el futuro—, sino
como exigencia presente: ¿qué condiciones estamos dejando para que las nuevas
generaciones puedan vivir, decidir y transformar mejor? En contextos de crisis climática,
precariedad laboral y desigualdades socio-económicas o digitales, no es
suficiente con ofrecer una representación simbólica o cuotas en listas
electorales.
La política debe abrirse
estructuralmente a lo nuevo porque los jóvenes no solo reclaman derechos, también
traen preguntas que muchos partidos ya no se atreven a formular. Preguntan por
el planeta, por cómo cambiar pacíficamente las relaciones de poder, por el
sentido del trabajo, por la justicia de género, por la privacidad y por cómo evitar
ser víctima de los algoritmos. Movimientos como Fridays for Future, liderado por Greta Thunberg y extendido
globalmente, reconfiguran la política desde una ética generacional y ecológica;
el movimiento de mujeres en América Latina, con su consigna Ni Una Menos, ha resignificado el
espacio público como escenario de lucha contra la violencia patriarcal y por
una justicia con enfoque de género; así como los espacios de gobernanza
indígena, que combinan prácticas ancestrales con demandas de autonomía y
justicia climática, evidencian cómo otras formas de hacer política son
posibles, incluso frente a estructuras estatales rígidas. Y si la política no
se deja atravesar por visiones creativas sobre un futuro viable, entonces se
volverá, cada vez más, irrelevante.
La verdadera política
no busca perpetuarse, sino hacerse prescindible al empoderar a otros. En este
marco, el liderazgo no se mide por la permanencia, sino por la capacidad de
facilitar procesos colectivos, así como por la necesidad de acelerar cambios
que no dependan de una sola figura. Habermas propone entender la acción
política como “coordinación intersubjetiva”, orientada al entendimiento. Esta
acción exige otro tipo de liderazgo, uno menos carismático y más horizontal;
menos personalista y más estructural.
En definitiva, hacer
política hoy es revalorizar la palabra frente al cálculo, revivir la empatía
frente al cinismo, plantear la imaginación frente a la repetición. No para
romantizar el conflicto, sino para sostenerlo sin destruirnos. No para imponer
verdades, sino para crear condiciones de diálogo, donde la organización de
fuerzas comunes vuelva a tener sentido. Lechner y Habermas nos recuerdan que la
política, cuando es fiel a sí misma, no se agota en ganar elecciones, ni en convertirse
en gerentes rutinarios del presente. La política es, sobre todo, una forma para
diseñar futuros viables.
Concebir la política
en el siglo XXI requiere desligarla de su uso meramente instrumental, limpiarla
de la corrupción y de fines mezquinos, con el objetivo de superar aquel enfoque
donde se priorizan, únicamente las estrategias de dominación. Si bien hemos
heredado estructuras pensadas para otras épocas, es posible rediseñar los
mecanismos políticos desde un horizonte normativo, basado en la racionalidad
comunicativa, en el diálogo y en el respeto recíproco. Hacer política es,
entonces, un esfuerzo colectivo por identificar oportunidades de vida digna, de
futuro sostenible y de convivencia pacífica en un mundo secular y racional. Esa
es la promesa más urgente de la política y la acción más necesaria que requiere
nuestra época, si vamos a ir más allá de conductas cínicas y sin líderes miopes,
incapaces de ver más allá de su propia mediocridad.
Bibliografía
Habermas, Jürgen (1987). Teoría de la acción comunicativa. Taurus.
Ingenieros, José (1913). El hombre mediocre. Madrid: Editorial Mundo Latino.
Lechner, Norbert (a) (1988). Los patios interiores de la democracia. Fondo de Cultura Económica.
Lechner, Norbert (b) (1990). La conflictiva y nunca
acabada construcción del orden deseado. Revista
Mexicana de Sociología, 52.
Schmitt, Carl (1992). El
concepto de lo político. Alianza Editorial.
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