Como en cada proceso preelectoral, las encuestas no
buscan reflejar con fidelidad la voluntad ciudadana, sino más bien fabricar
percepciones, forzar actitudes y facilitar la puesta en marcha de estrategias
de comunicación política. No se trata de medir, sino de moldear las actitudes
para obtener cierta propensión en la opinión pública. Aunque todavía no se conoce
al conjunto de los candidatos presidenciales, todos los actores —desde el
oficialismo hasta la oposición— han comenzado a adelantar pronósticos que
buscan confundir, antes que esclarecer, generando un clima de incertidumbre muy
útil para los intereses políticos.
La proliferación de encuestas no es un signo de
transparencia, ni de análisis técnico serio, sino de un “mercado desregulado”
donde prima el interés de quien paga la encuesta. En Bolivia, la ausencia de
una institución académica o equipos técnicos reconocidos por su objetividad e
independencia, dejaron a las encuestas en manos de operadores políticos y
mercaderes de datos. Las universidades, por su parte, han optado por un
silencio cómodo o brillan por su ausencia debido a su incapacidad irrelevante. Por
lo tanto, las encuestas se han convertido en herramientas comerciales; se
venden como se vende un producto cualquiera en el mercado y, quien paga, es el
que manda.
La gran mayoría de las encuestas carecen de seriedad, no
solo por su metodología opaca, sino también por el efecto que buscan generar con
distintos efectos. La sorpresa, que en política se convierte en un arma, trata
de introducir los nombres de figuras que no son oficialmente candidatas, pues algunas
tienen problemas legales o son candidaturas cuestionables, como la de Evo
Morales. El objetivo de múltiples encuestas no es informar, sino operar
políticamente, interpelando a potenciales votantes, manipulando el debate y
condicionando varias decisiones, antes de que se presenten las propuestas
reales y oficiales. Quien paga la encuesta no busca conocer la verdad, sino
construirla a su medida, de manera que, tal cual es la tendencia hace años, las
encuestas son el arte de mentir con precisión y absoluto cinismo, disfrazado de
libertad de expresión.
Las encuestas realizadas por CIESMORI, Captura
Consulting, Tal Cual o Mercados y Muestras, por lo general, no publican su
metodología completa, ni la discuten con académicos o universidades; además,
tienen encargos pagados por actores políticos, pero no revelan quienes son sus
jefes reales. Finalmente, hay poca supervisión independiente o académica de los
resultados, lo cual muestra que sus estudios siempre tienen contradicciones y
sesgos, que los analistas políticos profesionales van a cuestionar.
Detrás de cada número y cada gráfico, se esconde una
intención: la de posicionar un relato, consolidar una imagen o dinamitar la figura
de un adversario. La política entendida como comunicación estratégica ha
reducido las encuestas a meros instrumentos de propaganda. Y en un entorno
donde nadie goza de legitimidad técnica ni de prestigio imparcial, cada dato
está prefabricado y cada porcentaje es sospechoso.
Pero más allá de las encuestas, lo que de verdad debería
estar en discusión, son tres pilares fundamentales que podrían marcar un nuevo
rumbo para el país:
·
Un programa económico
realista, capaz de controlar la inflación, reactivar el crecimiento y ofrecer
un horizonte previsible.
·
Un liderazgo honesto,
que no convierta la mentira en forma de gobierno, ni en estrategia de campaña
permanente.
·
Una ruptura real con
el populismo, especialmente con el modelo indianista, el Estado corrompido por el
MAS y el caudillismo personalista de Evo Morales.
Lo que realmente preocupa a la ciudadanía es el
estancamiento económico, la escasez de dólares, el desempleo y la falta de
oportunidades. Bolivia necesita un plan de recuperación, acompañado de redes de
protección social que permitan transitar hacia varios cambios sin desamparo.
Las viejas fórmulas de ajuste estructural, impuestas por el Consenso de
Washington, han perdido vigencia. La gente podría aceptar, por ejemplo, un
reajuste gradual de los precios de los combustibles, siempre que éste venga
acompañado de un horizonte claro y responsable.
Las encuestas sirven muy poco, salvo para alimentar un
exitismo artificial que termina fracturando el diálogo democrático. No existe,
por ahora, un espacio discursivo sincero, ni propuestas capaces de entusiasmar
con realismo. Las campañas actuales no difieren mucho de las pasadas: dinero a
raudales, propaganda vacía, alarmismo y guerra sucia. Solo que ahora, todo eso
ha migrado con fuerza hacia las redes sociales.
Allí operan los llamados “guerreros digitales” o
estrategas disfrazados de trolls.
Figuras sin rostro, creadas bajo el anonimato algorítmico, que intentan moldear
la opinión pública a punta de desinformación, ataques y noticias falsas. Son
soldados de una guerra comunicacional que no busca convencer, sino manipular. Y
ante esta avalancha, los periodistas tradicionales han quedado reducidos a
piezas decorativas, arrinconados en un laberinto oscuro del sistema mediático.
En Bolivia, hoy día, la prensa no logra contrarrestar el
poder de los trolls y muchos
periodistas han terminado sometidos a sus financiadores, ya sea desde el
gobierno, a través de jugosos contratos de publicidad, o desde Organizaciones
No Gubernamentales (ONG) que tampoco son confiables porque encubren intereses
foráneos, bajo la fachada de la cooperación. En el fondo, el periodismo perdió
su brújula ética. Y entre tanto oportunismo, lo que menos parece importar es la
democracia, el pensamiento crítico y la construcción de una opinión pública de
calidad.
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