La
democracia ha sido uno de los conceptos políticos más debatidos, defendidos y
desafiados de la historia moderna. Entre los teóricos que más influyeron en su
comprensión está Robert Dahl, quien propuso la noción de poliarquía como forma
concreta de democracia representativa. En su modelo, la existencia de
elecciones libres y justas, libertades civiles, pluralismo y participación
ciudadana eran las condiciones mínimas para calificar a un régimen como
democrático.
Dahl
utilizó el término “poliarquía” para distinguir entre el ideal normativo de
democracia —basado en una participación directa, igualitaria y plena— y las
formas realmente existentes de gobierno democrático en el mundo moderno. Aunque
puede parecer una palabra técnica o confusa, su propósito era resaltar que
estos regímenes representativos, aunque democráticos, están lejos de cumplir
completamente con los ideales de igualdad política. Esta elección terminológica
refleja un esfuerzo común en la ciencia política por captar la complejidad
institucional sin caer en simplificaciones excesivas, aunque ello, a veces,
genere distanciamiento con el lenguaje cotidiano. Sin embargo, a inicios del
siglo XXI, el ascenso del autoritarismo electoral, la manipulación digital y la
erosión institucional, han puesto en duda la vigencia total de ese marco
teórico. ¿Sigue siendo útil la poliarquía para comprender la democracia actual,
o ha quedado anacrónica?
Dahl
propuso un modelo empírico de la democracia centrado en la existencia de
instituciones competitivas, el respeto a los derechos civiles y el acceso
equitativo a la participación política. En su libro, La Poliarquía, definió una democracia realista, no como una utopía
de igualdad directa, sino como un sistema donde existe sufragio universal, hay
elecciones libres, frecuentes y limpias, se respeta la libertad de expresión,
se permite el acceso a fuentes alternativas de información, los ciudadanos
pueden formar asociaciones políticas, y hay instituciones que rinden cuentas
(Dahl, 1971). Este enfoque fue revolucionario para su tiempo, pues ofrecía
criterios objetivos para analizar y clasificar a los regímenes políticos,
alejándose, tanto del idealismo normativo, como del cinismo realista.
Aunque
la teoría de la poliarquía ha sido ampliamente utilizada, en la actualidad
enfrenta serias limitaciones para explicar fenómenos recientes que afectan a
las democracias contemporáneas. Dahl asumía que, una vez consolidadas, las
democracias eran estables. Sin embargo, no anticipó que líderes electos
democráticamente podrían “desmantelar la democracia” desde adentro (Levitsky
& Ziblatt, 2018). Casos como los de Viktor Orbán en Hungría, Donald Trump
en EE.UU. o Nicolás Maduro en Venezuela ilustran cómo se pueden mantener “apariencias
democráticas” mientras se socavan el pluralismo y la independencia judicial.
Este
fenómeno ha sido teorizado como “autoritarismo electoral” o “autoritarismo
competitivo”. Se refiere a todos aquellos regímenes políticos que organizan
elecciones y permiten cierta oposición, pero donde el poder está fuertemente
concentrado y manipulado para favorecer al oficialismo (Schedler, 2006). Las
elecciones no son libres ni justas: se inhabilita a candidatos con total
arbitrariedad, se controla la justicia, se restringen a los medios de
comunicación críticos y se recurre a la represión legal selectiva.
El
autoritarismo electoral es peligroso porque simula una democracia, mientras
socava sus fundamentos. Dahl consideraba muy positivo la existencia de fuentes
alternativas de información como una condición de la democracia. Empero, hoy
enfrentamos un entorno mediático hiperfragmentado y manipulable. Las redes
sociales, los algoritmos y las campañas de desinformación (tanto domésticas
como extranjeras) distorsionan la esfera pública (Tucker et al., 2017).
El poder
del siglo XXI, ya no reside exclusivamente en el Estado. Ahora se tiene a las corporaciones
tecnológicas como Google, Meta o X (Twitter), cuya capacidad de influencia es
mucho mayor a la de varios gobiernos. Pueden moderar el discurso público,
alterar el acceso a la información y condicionar elecciones. La poliarquía no
consideró estos nuevos centros de poder (Zuboff, 2019).
El auge
del populismo emocional también ha socavado el debate racional. Líderes como
Bolsonaro, Trump o Bukele utilizan estrategias emocionales y simbólicas para
movilizar apoyo, minimizando el rol de los contrapesos institucionales (Mounk,
2018).
Por otra
parte, en un influyente artículo “La democracia con adjetivos” (1997), David Collier
y Steven Levitsky advirtieron sobre los riesgos de inflar o desdibujar el
concepto de democracia al añadirle calificativos excesivos —como “democracia
limitada”, “democracia tutelada” o “semidemocracia”—, lo cual puede debilitar
su utilidad analítica. Aunque su propuesta de mantener una definición mínima
basada en elecciones limpias y sufragio inclusivo ha sido fundamental para
estandarizar la medición empírica de regímenes democráticos, su enfoque tiende
a privilegiar la estabilidad conceptual por encima de la realidad política. En
contextos donde los procesos electorales coexisten con violaciones sistemáticas
a derechos civiles o con una concentración autoritaria del poder, insistir en
una definición mínima corre el riesgo de normalizar democracias degradadas. El
propio colapso institucional en casos como Hungría, Nicaragua o incluso Estados
Unidos muestra que una democracia “mínima” puede ser erosionada desde adentro.
Más que evitar “adjetivos”, lo que se requiere es asumir con realismo que
muchas democracias están en permanente tensión, y que incluso las consolidadas
pueden retroceder o autodestruirse. La clasificación, por más precisa que sea,
no debe sustituir el reconocimiento de esa fragilidad.
Asimismo,
una de las teorías que complementa esta discusión es la de Guillermo O’Donnell,
con su concepto de “democracia delegativa”. En muchos sistemas
presidencialistas latinoamericanos, los presidentes electos concentran un poder
excesivo y gobiernan como si solo respondieran al mandato de las urnas, sin
contrapesos reales (O’Donnell, 1994). El jefe del Ejecutivo, junto con sus ministros
no electos directamente, toman decisiones unilaterales, debilitando el poder
legislativo, ignorando a los partidos y socavando la institucionalidad. La
democracia delegativa se parece a una democracia, pero funciona como una
especie de “monarquía electa”.
Un
ejemplo claro de cómo la teoría de Dahl ha sido actualizada y ampliada en el
siglo XXI, es el trabajo del proyecto Varieties
of Democracy (V-Dem). Esta iniciativa empírica adopta los criterios
fundacionales de la poliarquía —como elecciones libres, sufragio inclusivo,
libertades civiles y pluralismo informativo— que constituyen la base de su
Índice de Democracia Electoral, mostrando que la influencia de Dahl todavía sigue
vigente, pero V-Dem va más allá al identificar dimensiones adicionales que el
modelo de Dahl no contemplaba plenamente, como lo difícil que es implementar la
deliberación pública, la participación ciudadana más allá del voto, la excesiva
desigualdad política y los mecanismos institucionales de control al poder
ejecutivo, que constantemente están siendo asediados por el autoritarismo.
Lejos de
refutar a Dahl, V-Dem demuestra que su teoría continúa siendo un punto de
partida valioso, pero que debe complementarse con indicadores más complejos
para captar fenómenos como la erosión democrática, el autoritarismo electoral o
la manipulación digital contemporánea. Por lo tanto, la ciencia política está
avanzando hacia una comprensión más matizada y cuantificable de las democracias
realmente existentes.
Robert
Dahl ofreció un modelo poderoso y claro para entender la democracia moderna,
pero su concepto de poliarquía necesita ser actualizado y complementado ante
las nuevas amenazas que enfrenta la democracia en el siglo XXI. La llamada “consolidación
de las democracias”, ya no puede darse por sentada. Además del autoritarismo
electoral, la idea de democracia delegativa de O’Donnell, pone en evidencia
cómo el presidencialismo sin controles, desvirtúa la soberanía popular, sobre
todo cuando se analiza la realidad política en América Latina.
Hoy más
que nunca se requiere un enfoque comprehensivo, que no solo contemple las
condiciones institucionales, sino también las dinámicas sociales. Entre ellas,
destacan las contradicciones de una sociedad civil que, a menudo, opta por
líderes populistas que socavan la democracia.
Además
del deterioro institucional y la manipulación digital, debe considerarse
también el papel de la sociedad civil organizada, cuya capacidad de
movilización colectiva puede ser decisiva para frenar los impulsos
autoritarios. En contextos donde los marcos institucionales han sido anulados,
la resistencia popular, incluso en “formas disruptivas o violentas”, puede
interpretarse como un acto de defensa legítima de la soberanía popular. Desde
una perspectiva crítica, la violencia no debe idealizarse, pero tampoco puede
excluirse del análisis político cuando se convierte en el único recurso de
justicia ante aquellos regímenes que han vaciado de contenido los mecanismos
democráticos. Esta dimensión nos obliga a revisar, no solamente los conceptos
formales de democracia, sino también los modos en que la sociedad civil
reacciona frente a su destrucción.
Por lo
tanto, es necesario considerar un aspecto incómodo pero relevante: el papel de
la violencia en contextos de autoritarismo. Aunque dentro de los márgenes
institucionales de una democracia la violencia no tiene cabida, en regímenes
donde se ha eliminado toda posibilidad de acción política y deliberación
pública, la violencia puede emerger como el último recurso para recuperar el
espacio de lo político. Como bien lo planteó Hannah Arendt (1970), la violencia
no genera poder por sí sola, pero puede funcionar como una acción límite cuando
las instituciones han sido desmanteladas y la soberanía popular ha sido
secuestrada. Arendt advierte sobre los peligros de edificar nuevos órdenes
sobre la violencia, pero reconoce que, frente al totalitarismo, puede ser moral
y políticamente justificable como acto de reapropiación del poder ciudadano. La
sociedad civil no solo tiene el derecho, sino también la responsabilidad de
movilizarse y resistir activamente ante cualquier intento de supresión
autoritaria, incluso si ello implica recurrir a medios extremos cuando se han
cerrado todos los canales institucionales.
Los
problemas planteados por el poder de la tecnología, las actitudes y conductas
dictatoriales de cientos de líderes y partidos, junto con otros fenómenos transnacionales,
tratan de convertir a la democracia en un régimen decadente. Lejos de desechar las
ilusiones sobre la “consolidación de las democracias”, debemos partir de nuevas
ideas críticas para construir otro tipo de teorías que sintonicen sus acordes
con la incertidumbre del mundo actual. Frente a las amenazas multifacéticas del
siglo XXI, la defensa de la democracia exige no solo ajustes institucionales,
sino también una revisión profunda de las bases teóricas que nos permiten comprenderla.
Debemos mantenernos vigilantes frente a los autoritarismos y también revisar
críticamente los conceptos que usamos, con el fin de revitalizar cualquier
democracia real.
Bibliografía
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Violence. New York: Harcourt, Brace & World.
Dahl, R. A.
(1971). Polyarchy: Participation and
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Zuboff, S.
(2019). The Age of Surveillance
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Mounk, Y.
(2018). The People vs. Democracy: Why Our
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O’Donnell, G.
(1994). “Delegative Democracy”. JOURNAL OF DEMOCRACY, 5(1), 55–69.
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