Cuando en 1984 se
estrenó Miami Vice, nadie imaginaba
que, bajo el brillo de los trajes de lino, el calor sofocante, las playas
llenas de cuerpos esculturales, las lanchas rápidas y la música de
sintetizadores, característica de los años 80, se escondía una advertencia
siniestra sobre el futuro de América Latina, el crimen organizado y el
narcotráfico. Cuarenta años después, el mundo que mostraba la serie del
productor Michael Mann —un microcosmos donde los criminales corrompen, matan y
escapan sin consecuencias— es parte de nuestra realidad cotidiana, tanto en
Bolivia, México y cualquier país en la región.
Desde el primer
capítulo, Brother’s Keeper, Miami Vice muestra el poder insólito de
los más fuertes y los más corruptos. Por ejemplo, un narcotraficante llamado Calderón,
marca el primer aviso de “impunidad”, debido a la forma en que manipula el sistema
judicial estadounidense, sobornando a un juez, eliminando testigos para escapar
sin muchos problemas, pese a haber dirigido personalmente operaciones de
tráfico de cocaína y ejecuciones horrorosas. Sonny Crockett (Don Johnson) y
Ricardo Tubbs (Philip Michael Thomas), son derrotados a pesar de su valentía.
No hay justicia ni redención, solo frustración y resignación, tal cual es la
historia del narcotráfico en América Latina en el siglo XXI.
El glamour ficticio
de Miami Vice, se combina, además,
con el sonido de Phil Collins. En los 80, la serie no solo marcó la cultura
visual con su estética de trajes de lino blanco y autos de lujo, sino que
también estuvo acompañada por una de las bandas sonoras más icónicas de la
televisión. La música de Phil Collins, particularmente la canción In the Air Tonight, simboliza, hasta el
día de hoy, el tono oscuro y melancólico que la serie proyectaba, un contraste
con el brillo superficial y peligroso del glamour de los personajes.
La atmósfera creada
por Collins, con muchos ritmos electrónicos, impregnó la serie con una
sensación de desesperanza: la policía de Miami, podía tener el poder visual de
la moda y el lujo, pero nunca lograba sobreponerse al poder del narcotráfico
que controlaba la justicia pérfida. Lo que Miami
Vice mostraba, con una estética cool,
era la lucha de los detectives contra una maquinaria de crimen organizada
alrededor de políticos e instituciones degradadas, mucho más poderosa que cualquier
intento de hacer cumplir la ley.
En la actualidad, se
ha pasado de los íconos juveniles, al glamour criminal de la vida real. Aquel atractivo
de los 80, tomó una forma aún más grotesca y peligrosa, alejada del estilo de Don
Johnson y de la música suave de Collins, Jam Hammer, Miles Davis, Sheena Easton
y Glenn Frey. Narcotraficantes como el uruguayo Sebastián Marset, que se exhibe
en redes sociales como si fuera una estrella de rock, o una figura
inalcanzable, e inclusive el mismo Joaquín El
Chapo Guzmán, que organizó una entrevista clandestina con Sean Penn
mientras era prófugo de la justicia, muestran un cinismo extremo que supera
cualquier ficción de los 80. El narcotráfico compra jueces, políticos, policías
y, por qué no, periodistas y espectáculos de primer orden.
La entrevista con el
Chapo, lejos de ser una historia digna de un reportaje serio, se convirtió en
una diversión en sí misma. Un narcotraficante buscando la fama, redención,
expiación mediática y hasta el reconocimiento, mientras se encuentra en fuga, porque
personifica, de alguna manera, la paradoja del crimen exhibido como una forma
de poder. Es el triunfo de los vicios sobre la ley y Michael Mann lo comprendió
desde muy temprano, expresando que el narcotráfico no era simplemente un delito, sino que era otro “poder
paralelo”. Un sistema que cooptaba policías, jueces, políticos y sociedades
enteras.
Lo que en los 80
parecía exótico —la guerra contra las drogas desde Miami— se convirtió en el
drama cotidiano de ciudades como Culiacán, Medellín, Caracas o Ciudad Juárez. Hoy,
el crimen no se oculta: se exhibe y tiene un verdadero poder político y
económico. La riqueza ilícita no se disimula: se ostenta y se estrella contra
los valores de un mundo democrático que, prácticamente, es inútil. El encanto
de Crockett y Tubbs ha sido reemplazado por el “atractivo real” de delincuentes
avezados, jets privados, joyas y narcoescándalos que celebran el delito.
Cuando la lucha
policial es un simulacro, la ficción del cine o la televisión se convierte en
las semillas de un estilo de vida que va alimentando una realidad plena e
influyente. Lo fáctico torcido e ilegal carcome, tranquilamente, la admiración
cotidiana de la sociedad civil que no puede combatir la corrupción del
narcotráfico, ni la impunidad de un escenario totalmente descontrolado.
Una de las frases más
amargas de Miami Vice era pronunciada
por Crockett: “Tal vez seamos solamente dos tipos con una pistola contra el
mundo”. Esa sensación de futilidad atraviesa también la actualidad: los
esfuerzos de las fuerzas policiales en América Latina parecen pequeñas batallas
perdidas, dentro de una guerra mucho mayor, donde el dinero, la corrupción y el
miedo definen las reglas del juego. Nada tiene que ver, ni puede hacer la
democracia.
Vivimos dentro del sueño
roto de Miami Vice porque esta serie,
no solo caracterizó exitosamente la estética de una década, sino que también
profetizó la tragedia de un continente: América Latina, atrapada entre la
promesa del progreso y el vértigo del crimen. Es por esto que terminó cumpliéndose
el destino que Michael Mann advirtió: un mundo donde la lucha contra el mal se
libra más por dignidad que por esperanza de victoria. Y hoy, mientras Marset da
entrevistas como si se tratara de una primicia normal y el Chapo es retratado
como una figura casi heroica porque venía de una clase social pobre, queda
claro que el verdadero crimen, no solamente es aquel que se comete, sino el crimen
que, absurdamente, se enaltece.
Ver todas las
temporadas y cada capítulo de Miami Vice,
contribuye a replantear las estrategias de una guerra coherente contra las
drogas. Si para muchos ésta se perdió y no contribuyó en nada, la serie ayuda a
repensar nuevas formas de combate para limitar el crimen, los excesos, la
traición a la sociedad civil y la normalidad de la corrupción que es un cáncer.
Miami Vice reabre el debate sobre
cómo proseguir con la guerra contra las drogas, tomando en cuenta, no a héroes
elegantes, sino a guerreros impenitentes que la sociedad ansía a como dé lugar.
La guerra contra las drogas debe seguir, pero en otro tipo de términos.
La guerra frontal,
reactiva y basada en capturas espectaculares —sin atacar las redes de poder ni
la corrupción— ha fracasado. Hoy, el problema no es solo la violencia del
narco, sino la captura del Estado por el crimen organizado. La alternativa es
formar equipos pequeños, éticamente blindados y altamente especializados, al
estilo de “los intocables” liderados por Eliot Ness contra Al Capone en
Chicago. No se trata de grandes despliegues militares, fácilmente infiltrables,
sino de operaciones quirúrgicas capaces de desmantelar las finanzas criminales,
atacar el lavado de dinero, confiscar bienes y destruir redes de influencia
política y financiera. Como en el caso de Capone, golpear el corazón económico
del delito puede ser más efectivo que cualquier guerra abierta. El legado
profético de Miami Vice enseña que no
basta la valentía, sino que es indispensable una estrategia implacable,
meticulosa y, sobre todo, incorruptible.
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