Bolivia es uno de los países de América Latina que implementó varias políticas sociales de vanguardia los últimos 25 años de vida democrática. Algunas iniciativas destacables son la exigencia de tener un 50% de mujeres para las elecciones, tanto presidenciales como para las gobernaciones y las contiendas electorales municipales. Asimismo, la aprobación de la Ley de Identidad Género en el año 2016, así como la Ley 348 para una vida libre de violencia a favor de las mujeres, marca importantes hitos en la ampliación de los derechos sociales. Sin embargo, la “violencia irrefrenable” contra las mujeres persiste. ¿Por qué? ¿Cuáles son las razones estructurales que explican lo que parece ser un fracaso inexplicable de las políticas de género? Tantos esfuerzos y acciones de cientos de organizaciones no gubernamentales que hicieron buen dinero con el tema de la “equidad de género” pero, finalmente, todo el trabajo se hundió en casos de violencia y muerte a cada momento. Inversión cuantiosa y un “cero-retorno” dentro de una inexistente cultura de cambio. Las mujeres siguen sufriendo la exclusión y el terror, así como continúan siendo objetos de intercambio sexual en las universidades, instituciones de todo tipo y, sobre todo, en la política criolla. Las mujeres empoderadas son, en el fondo, un puñado inmutable.
Esta discusión es
relevante para las políticas públicas en Bolivia porque se requiere hacer una
evaluación retrospectiva sobre la violencia estructural contra las mujeres que,
prácticamente, ha recrudecido en el periodo histórico 2013-2025. La eliminación
de la violencia exige una necesaria reorientación de las identidades colectivas
sobre la masculinidad y la feminidad. El estigma del “macho y bien hombre” se
resiste a morir y, como una ola vengativa, se estrella contra cualquier mujer.
En el debate existe
una contradicción entre la evolución de los sistemas democráticos, con su
correspondiente aumento en las libertades políticas y el ejercicio de todo tipo
de derechos, frente a la perdurabilidad del patriarcalismo y el sentido de
superioridad masculina que menosprecia a las mujeres, fomentando el aumento de
la violencia. Lo que se sabe con claridad es que la independencia económica de
las mujeres, junto con el aumento de sus posibilidades de educación, hacen que
la esfera doméstica deje de ser el escenario por antonomasia para el desarrollo
de las mujeres. Esta realidad es lo que enfurece a cualquier macho. Las mujeres
están abandonando sus hogares para ser ellas mismas, solas, independientes y
con una nueva identidad de “confrontación” que conquista espacios en el mercado
laboral, las diferentes esferas de educación y en el liderazgo de la acción
política.
Lo que necesita mayor investigación gira en torno a cómo
la cultura doméstica de las familias, escuelas y universidades siguen y siguen
transmitiendo estereotipos conservadores para convertir a las mujeres en
sujetos que están a “merced” de la dominación masculina y bajo la doble moral
de las instituciones estatales donde tiende a normalizarse la violencia
doméstica, el acoso laboral, sexual, los feminicidios y la retardación de
justicia. Los feminicidios quedan atrapados en las fiscalías e investigaciones
policiales, generándose varios prejuicios en contra del feminismo y revictimizando
constantemente a las mujeres. “Ellas se lo buscan porque debían haber sido más
obedientes”, parece decir el mantra de los entresijos institucionales. En los
delitos de estupro, abuso sexual y violación, las mujeres se encuentran en
desventaja frente a los jueces, perpetradores y redes de comunicación que
prefieren arrinconarlas en el agujero de la resignación: el hombre es el
cazador y la mujer siempre la “presa”, así que quien domina es el varón,
mientras que las mujeres deben prepararse para eventuales e “inevitables
agresiones”. Esto es completamente falso y requiere soluciones drásticas, así
como juicios efectivos y sanciones ejemplares.
Solamente en el periodo 2023-2024, la Fiscalía General
del Estado en Bolivia registró, en promedio, más de 50 mil casos de violencia
contra las mujeres, tipificados en la Ley 348. Estas cifras incluyen múltiples
delitos, siendo la “violencia familiar” o doméstica el delito más frecuente,
seguido de abuso sexual, violación y violación de infantes, niñas, niños o
adolescentes. Los departamentos más violentos están en el eje de Santa Cruz, La
Paz y Cochabamba.
La violencia doméstica en Bolivia expresa,
sencillamente, que las mujeres ya no pueden confiar, ni sentirse seguras en sus
casas, un espacio que, por definición, es uno de los lugares para satisfacer
las expectativas de logro y permitir la reproducción de una convivencia
éticamente aceptable en el desarrollo humano para cualquier persona.
En las denuncias sobre feminicidios, sorprenden las
formas cada vez más sangrientas de la violencia. Las mujeres son sometidas a
diferentes vejaciones sexuales y, posteriormente, asesinadas. Dentro de la
mayor parte de los casos, aún a pesar de que denunciaron a los agresores ante
las instancias judiciales con anticipación e insistencia, las autoridades
judiciales y policiales no hicieron nada, menospreciando el riesgo que corrían las
mujeres.
La gran mayoría no tuvo ningún tipo de ayuda “oportuna”,
ni tampoco sus hijos. Lo mismo ocurrió con las víctimas que sobrevivieron, pues
en muchas situaciones solamente se beneficiaron de una protección endeble
después de los actos violentos, sobre todo porque la Fiscalía y el Defensor del
Pueblo tienen miedo a los escándalos en los medios de comunicación. Propaganda,
verdades a medias y reacciones tardías son las respuestas que caracterizan al
sistema de justicia y a la policía, cada vez involucrada en graves hechos de
corrupción. Es por esto que no se debe, ni se puede dejar pasar las denuncias
de estupro que involucran a Evo Morales, Manuel Monroy y otros personajes que
se ocultan detrás de un razonamiento estúpido: las mujeres son las que buscan,
a propósito, y debido a su conducta lasciva, la violencia y el abuso. Esto también
es absolutamente falso.
El aumento de la violencia contra las mujeres en las
esferas domésticas, laborales y políticas tiene su origen en una “crisis de la
identidad masculina”, la cual se siente amenazada y, en consecuencia, se
resiste a aceptar los costos económicos, políticos e individuales que implica
el reconocimiento de derechos equitativos para las mujeres. En Bolivia, la
violencia es infligida, además, como un método de “educación por la fuerza”
para niños, mujeres y adolescentes. Existen datos preocupantes sobre una
elevada incidencia del castigo físico y la violencia psicológica que,
erróneamente, es una práctica tradicional muy enraizada para lograr “obediencia”,
disciplina y así aplacar la autonomía individual, sobre todo en las mujeres.
En un sistema democrático, la ampliación de los
derechos sociales y las políticas de equidad de género han creado una
frustración socio-ideológica en la identidad de la dominación masculina, la
cual, más allá de las profesiones, oficios y clases sociales, se estrella con
violencia hacia las mujeres, haciendo fracasar las políticas de género y
reforzando los patrones autoritarios de la violencia estructural en los ámbitos
familiares, económicos y políticos de todo el país. Una venganza soterrada y
explosiva, al mismo tiempo. El machismo no solamente es un prejuicio sobre la
superioridad viril y masculina, sino también un trastorno antidemocrático que
se convierte en un lastre inútil, frente a la autonomía de las mujeres que, más
temprano que tarde, desdibuja las identidades masculinas. Esto es,
definitivamente, positivo e imprescindible.
La poca cultura democrática y las políticas de equidad
de género crearon una profunda crisis de identidad en los patrones de la
masculinidad. Esta crisis, en cierta medida, se niega a destruir las formas de “superioridad
varonil” por medio de acciones violentas y un discurso machista que, sutilmente,
continúa siendo estimulado desde múltiples ámbitos institucionales,
especialmente en la política donde las formas de “poder y sometimiento”
consideran siempre a toda mujer como objeto de placer y de desecho.
La reorientación o destrucción de la masculinidad, con
el propósito de contribuir a nuevos patrones de equidad y desmontar la
dominación patriarcal, tiene que ser un buen comienzo para controlar también la
violencia contra las mujeres que, hasta el momento, sólo goza de la crónica
roja, indiferencia y oculto desinterés de parte del Estado, la iglesia, los
medios de comunicación y varias organizaciones feministas. Hay que ir hasta el
final en las denuncias y liberar por completo a las mujeres de cualquier lazo
emocional, financiero y religioso. Éstas deben romper con todo y “ser ellas
mismas”, sin padre que las proteja, sin jefe que las subyugue, sin sacerdote
que las castigue y sin maestro que las engañe.
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