La crisis insoluble del sistema judicial en Bolivia es, simplemente,
agobiante. Lo más impresionante es la bajísima calidad intelectual y
profesional de la gran mayoría de abogados y jueces que no pueden dar
recomendaciones viables y, mucho menos, honestas para reformar el Poder
Judicial. En medio también se encuentran aquellas autoridades que, azoradas por
crímenes espantosos como los infanticidios de un psicópata en la ciudad de El
Alto, el 8 de marzo exigieron “mano dura”. Esto estimuló, una vez, viejas
propuestas sobre la pena capital, algo imposible de ponerse en práctica pero
que trasluce un sentimiento de venganza, autoritarismo y desesperación.
Quienes defienden la pena capital son cultores de la muerte, adoradores del
instinto de placer al sacrificar con sangre cualquier vida humana o animal. Lo
pulsional, el deseo de poder y las ansias de destrucción de los otros, son
aspectos que destacan en los caracteres y personalidades sumamente autoritarias
y violentas, cuya imaginación por hacer el mal se degrada en propuestas banales
que, en el fondo, desconocen cualquier derecho.
En América Latina, la discusión sobre la pena de muerte está influenciada
por dos factores: primero, por los regímenes democráticos donde rige una
Constitución Política que privilegia los derechos fundamentales; es decir,
aquellos derechos básicos que todas las personas tienen y que los gobiernos
están obligados a proteger dentro de su ordenamiento jurídico. El “derecho a la
vida” es un derecho fundamental y no puede ser vulnerado por ningún motivo,
mucho menos por la pena de muerte.
En segundo lugar, el aumento de las tasas de homicidio, feminicidio,
infanticidio y violencia que provienen del caos social, el crimen organizado y
el tráfico de drogas, incita a replantear la pena de muerte como una solución
para controlar o reducir drásticamente el incremento de los delitos graves en
contra de las personas, cuando de lo que se trata es de reformar el Poder
Judicial y tener jueces probos que apliquen la ley sin presiones políticas o
sin corrupción.
El choque entre la defensa de los derechos constitucionales que se oponen a
la pena de muerte, y la presión para escarmentar a los delincuentes con penas extremas,
hace que la discusión sea abordada con mucho cuidado. Sin embargo, debe quedar
claro que es negativo y antidemocrático proponer la pena de muerte en el siglo
XXI, debido a que es más importante la defensa firme de la Constitución
Política en cualquier democracia; además, Bolivia debe cumplir con la Convención
Americana de Derechos Humanos (vigente desde julio de 1978) que, en el ámbito
transnacional, se opone abiertamente a la pena de muerte. La Convención
establece, en su artículo 4 (Sobre el derecho a la vida), que toda persona
tiene derecho, justamente, a que se respete su vida.
En los países donde aún no se abolió la pena de muerte, ésta sólo puede
imponerse por delitos muy graves, cumpliendo con sentencias ejecutoriadas,
procedentes de tribunales competentes y en conformidad con una ley que
establezca tal pena, dictada con anterioridad a la comisión del delito.
Las naciones latinoamericanas que se consideran democracias, han ratificado
en diferentes oportunidades la Convención de Derechos Humanos y, entonces, no
hay lugar razonable para una discusión, ni legal, política o filosófica que viabilice
la pena de muerte. La Convención reconoce el derecho a la vida como el núcleo
para la toma de decisiones judiciales y el funcionamiento de todo Estado de
Derecho.
En América Latina, prescindiendo de países como Cuba y Estados Unidos, no
existe la pena capital como un castigo extremo o ejemplarizador que pueda
aplicarse dentro del derecho penal. Los países que abolieron por completo la
pena de muerte, son: Bolivia, Argentina, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Haití,
Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Puerto Rico, República
Dominicana, Uruguay y Venezuela.
En el caso de Cuba, la pena de muerte se aplica a delitos de carácter
político como la traición a la patria, terrorismo, el tráfico de drogas que
involucre a altos dignatarios del Estado (como la conocida sentencia del
general Arnaldo Ochoa en 1989), y el espionaje. Lo que predomina aquí es el uso
arbitrario, instrumental y completamente dictatorial de la pena de muerte,
sobre todo cuando existe una gran cantidad de presos políticos.
El argumento a favor de la pena de muerte afirma que sería el único castigo
proporcional al homicidio u otros delitos graves. En el fondo, es una especie
de Ley del Talión, una venganza que sería capaz de “equilibrar” la balanza
entre el perpetrador del delito, la víctima y sus familiares que esperan una
restitución, frente al dolor y el daño de soportar un asesinato, feminicidio,
infanticidio o violación con muerte. La fuerza de este argumento es vista como
algo necesario cuando existen situaciones de descontrol social como el
incremento de delitos graves y otras formas de violencia que desatan el miedo
de la gente a estar siendo amenazada o sometida a los instintos más bajos de maniáticos
que no tienen ningún respeto por los derechos de cualquier ciudadano. En este
caso, sería “justo” matar a los delincuentes que socavan la estabilidad social
y los fundamentos de la justicia.
En las democracias, sin embargo, lo que predomina es un Estado de Derecho,
un Poder Judicial independiente y un equilibrio de poderes para evitar la
concentración del poder y el abuso de cualquier autoridad pública. Por lo
tanto, la pena de muerte no puede ser considerada como una medida justa porque
son los derechos fundamentales los que predominan, privilegiando de la supremacía
de una Constitución.
En Bolivia, la pena de muerte tampoco existe en el código penal desde 1971,
lo cual fue reforzado por la predominancia del sistema democrático que se
instauró desde octubre de 1982. La Constitución promulgada en 2009, establece,
en su artículo 15, la abolición de la pena de muerte en todas sus formas: “toda
persona tiene derecho a la vida y a la integridad física, psicológica y sexual.
Nadie será torturado, ni sufrirá tratos crueles, inhumanos, degradantes o
humillantes. No existe la pena de muerte (...)”.
Si bien Bolivia proscribió la pena de muerte, tratando de cumplir con la
mayoría de los estándares internacionales de derechos humanos que prohíben esta
práctica, las presiones sociales reintrodujeron un debate sobre la pena de muerte,
al relacionar situaciones macabras como la de Richard Choque, un asesino y
violador serial. Este caso causó una terrible conmoción porque un juez acusado
de prevaricato lo liberó en diciembre de 2019, a pesar de que Choque fue
sentenciado con la máxima pena de 30 años sin derecho a indulto. Autoridades del
sistema político y los medios de comunicación volvieron a poner sobre la mesa de
discusión la utilidad de retomar la pena de muerte. Esto es, sencillamente, un
patrón autoritario que estimula la violencia disfrazada de demandas sociales para
controlar los homicidios.
Sin importar cuan atroces haya sido este y otros hechos, el sistema penal
en Bolivia suscribe y se adhiere a la Convención Americana de Derechos Humanos,
donde la pena de muerte no puede restablecerse bajo ningún motivo. La pena
capital es un castigo inhumano, corroe y anula el sentido de justicia en la
sociedad porque, tranquilamente, puede convertirse en un acto de venganza
política, represión y errores despreciables en manos de jueces que, si se
equivocan, provocarían daños irreversibles, en caso de condenar a un inocente.
Los jueces corruptos o la politización de la justicia, harían que la pena
de muerte se utilice con propósitos manipulados, haciendo que todo esfuerzo por
administrar justicia, esté sometido a intereses oscuros. Asimismo, las actuales
condiciones de anomia social, es decir, de desorden, caos y crisis de
credibilidad profunda de los sistemas judiciales en distintos países de América
Latina, hacen que parezca lógico replantear la pena de muerte como una política
deseable. Sin embargo, esto es una falacia porque, precisamente en condiciones
de anomia o de injusticias reiteradas, la pena capital fomentaría el odio desmedido
y una serie de represalias porque muchos ciudadanos tomarían la justicia por
mano propia, agravando la desinstitucionalización de los sistemas judiciales.
Esto es lo que ocurre en países como México, El Salvador, Colombia, Nicaragua,
Venezuela e inclusive Bolivia, donde hay casos lamentables de linchamientos o
ejecuciones extrajudiciales que echan abajo las instituciones del Estado y
generan una mayor violencia.
En la actualidad, inclusive la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya
no prevé la imposición de la pena de muerte. El “Estatuto de Roma” (el tratado
fundacional de la CPI) establece que la corte juzga crímenes de guerra, de lesa
humanidad, genocidio y crímenes de agresión, pero sin considerar a la pena de
muerte como castigo. La CPI puede imponer penas de prisión, multas y otras
medidas correctivas, anteponiendo el respeto de los derechos humanos y la
dignidad de los individuos. La prohibición de la pena de muerte
refleja este enfoque.
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