Los organismos internacionales de cooperación al desarrollo han ingresado en una etapa de inercia y falta de propuestas sólidas para el combate a la pobreza, el cambio climático y la lucha contra las desigualdades. Estamos frente a situaciones extremas y contradicciones de fondo. Por un lado, las Fuerzas Armadas en toda América Latina aumentan constantemente sus presupuestos, dando a entender que el monopolio de la violencia parece ser el único mecanismo de orden en la mayoría de los Estados democráticos. Por otro lado, la desigualdad y la pobreza generan intensos conflictos que destruyen la poca estabilidad política como la violencia irrefrenable en Chile (2018-2019), Venezuela (2012-2023) y Perú (2016-2023), para citar algunos ejemplos. Dos polos opuestos: desarrollo desigual e ingobernabilidad, junto al incremento desmesurado de los gastos militares, son los indicadores de baja calidad de las democracias en el continente.
La Organización de Estados Americanos, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, el Fondo Monetario Internacional, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, o la Corporación Andina de Fomento, atraviesan por una crisis de legitimidad desde hace, por lo menos, 20 años. El retorno de golpes de Estado, la corrupción y los desastrosos impactos del Covid-19 en la decadencia de los niveles de vida de la gente más vulnerable, agregan muchas dudas sobre la utilidad de la cooperación para el desarrollo. Sin embargo, tampoco es viable su desaparición.
Lo que se requiere discutir es por qué se hace necesario transformar la cooperación y el acceso a fuentes de financiamiento, para vivir gracias a la integración de naciones que deberían ser entendidas como países yuxtapuestos con un destino común: paz, equidad, medio ambiente protegido y democracias duraderas.
Esta visión ético-política en el terreno internacional otorgaría a la cooperación un nuevo impulso donde, en el fondo, aquellos organismos son “responsables” por el destino de los más pobres y los más necesitados, llevando adelante una “conciencia de pertenencia” y colaboración permanente sin condiciones hasta solucionar varios problemas. Por lo tanto, remediar la profunda crisis en Haití es fundamental, así como viabilizar soluciones negociadas en Nicaragua y Venezuela para retomar su democratización. El antídoto es uno solo: elecciones libres, transparentes y respetadas.
Ni el flagelo del Covid-19 o el aumento de la pobreza cambiaron la actitud de las Fuerzas Armadas de América Latina y el Caribe, donde el gasto militar en 20 de los 33 países de la región aumentó mil 192,3 millones de dólares entre 2019 y 2021, a pesar de las graves consecuencias de la pandemia. Durante la emergencia sanitaria en el continente, la pobreza moderada y extrema se incrementó de 185,5 millones de personas en 2019 a 230,9 millones en 2020. Paralelamente, el presupuesto militar registró una reducción de apenas 518,2 millones de dólares de 2020 a 2021, en 20 países de América Latina.
Los presupuestos militares de México, Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Perú, Uruguay, Paraguay, Guyana, Ecuador, Bolivia, Belice, Trinidad y Tobago, República Dominicana, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Jamaica y Nicaragua, pasaron de 52 mil 810,5 millones de dólares en 2018, a 52 mil 828,3 millones de dólares en 2019, luego a 54 mil 538,8 millones de dólares en 2020, y a 54 mil 20,6 millones de dólares en 2021. Es como si en el continente no existieran otras prioridades y necesidades en materia de política social. La explicación es única: las democracias latinoamericanas necesitan a las Fuerzas Armadas para su propia estabilidad política, sobre todo en aquellos momentos donde el autoritarismo crece con demasiada frecuencia.
La baja calidad de la
democracia destaca porque, probablemente, también se desarrolla una correlación
entre el incremento del gasto militar, las crisis de gobernabilidad interna de
varios países como Perú, Bolivia, Nicaragua, Venezuela, Colombia, Brasil e
inclusive México, y la existencia de pocas posibilidades de reformas políticas
e institucionales que las democracias tienen para llevar a cabo políticas
sociales con equidad y mejores redes de protección social. En consecuencia, se
considera, equivocadamente, que la seguridad pública justifica una ampliación
del presupuesto militar, cuando es la crisis de los regímenes políticos lo que
estimula el incremento del gasto castrense, degradando la calidad de las
democracias en todo el continente.
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