La multiculturalidad y el conjunto de conflictos que provienen de las
relaciones interétnicas, no es algo que caracterice únicamente a la sociedad
boliviana. Una serie de análisis, en su mayoría fatalistas, tratan de situar a
Felipe Quispe, el Mallku, (fallecido en 2021) o bien como detonante para quebrar el sistema
democrático, o como aquel supremo profeta cuyo papel histórico sería
descolonizar Bolivia e instalar una nación india. Ambas posiciones cierran el
camino para aprender de otras experiencias y mirar más allá de actitudes
tajantes.
El movimiento campesino de Achacachi en el departamento de La Paz, Bolivia, tiene muchos paralelos con grupos
radicales afro-americanos que en estos momentos están reclamando “reparaciones
históricas” por años de esclavitud y ultraje en los Estados Unidos del siglo
XIX. Naturalmente, los debates han puesto a la sociedad norteamericana frente
al dilema de pagar dinero en efectivo, o impulsar un intenso programa de
reformas sociales donde no sólo se considere a la población negra, sino también
a millares de grupos étnicos que todavía son sometidos al prejuicio racial,
discriminación o servidumbre. Intelectuales, políticos y tecnócratas discuten
en Estados Unidos, tal como los dirigentes del movimiento campesino y el
gobierno en Bolivia, cuáles serían los términos del pliego petitorio. ¿Cuánto
pagar, si existiera tal posibilidad, y hasta dónde rectificar históricamente
los errores de la segregación para satisfacer a las actuales generaciones que
descienden de los esclavos negros, o –podríamos incluir– indígenas del mundo
andino?
¿Debería la población blanca de Bolivia y Estados Unidos sentirse culpable
como para asumir un compromiso que concluya en una reparación monetaria, o el
reconocimiento de una autonomía étnica? Si esto es así, ¿cómo democratizar los
beneficios hacia otros grupos sociales que también merecerían gozar de
relaciones interétnicas más equitativas? Si el conjunto de reivindicaciones
solamente se orienta hacia contenidos raciales o culturales excluyentes, la
consecuencia inmediata es una polarización que destruye toda posibilidad para
conseguir soluciones pacíficas y prácticas.
Esto es lo que hizo el Mallku
junto a sus ideólogos, que con una extraña mezcla entre viejas tesis de Fausto
Reinaga, posiciones marxistas y teorías del colonialismo interno, buscan metas
de corto plazo: debilitar al gobierno, deslegitimar al sistema de partidos y
ganar posiciones durante su fracasada candidatura presidencial de Quispe el año
2002. Sin embargo, el movimiento campesino en ningún momento propone políticas
de largo plazo en materia de reconversión productiva y superación progresiva de
la pobreza campesina. Ni el marxismo, la teoría del cholaje o el colonialismo interno reflexionaron alguna vez sobre
los actuales desafíos de la globalización, lo difícil que es integrarse a
estructuras de mercado fuertemente competitivas, el papel de la tecnología y la
educación para impulsar toda economía, o los volúmenes de inversión y
productividad que se necesitan para industrializar y generar empleo en el área
rural.
Con esto, tampoco se pretende negar que la democracia representativa en
Bolivia se resiste a superar su elitismo e ineficacia. El discurso de la
gobernabilidad política y económica demostró ser una máscara partida nuevamente
en dos: la Bolivia de los pocos privilegiados y la Bolivia de indígenas y
pobres de todo color que hasta ahora no reciben los beneficios del libre
mercado, sino mayor iniquidad. Precisamente por esto, la única vía de solución
duradera es una reconciliación entre grupos étnicos para que, en conjunto, se
supere el marasmo de desventajas que hoy día encierra al país en los sótanos de
la globalización.
Las especulaciones sobre nuestra identidad étnica son una búsqueda que, a
momentos, nos obliga a mirar lo más profundo de uno mismo, pero al final
solamente permite encontrar a los “otros”: q’aras, pobres, mestizos, negros y
mundo andino. El esencialismo con que actúan los indianistas y Quispe, bloquea procesos de
reconciliación más abarcadores y de largo plazo, cuyo único objetivo es negar a
Bolivia la posibilidad de ser país. Al otro lado de la cerca, las elites
hegemónicas aún se empeñan en proteger sus privilegios, sin comprender que
éstos podrían convertirse en migajas si no se comprometen también con una
reconciliación y mayores reformas.
Este no es el acabose. El conflicto interétnico en Bolivia también tiene
otro paralelo con las luchas del Parlamento Sudafricano para eliminar el
apartheid que institucionalizó la discriminación racial y donde las poblaciones
negras fueron sistemáticamente abandonadas en el analfabetismo, la
proliferación espantosa del VIH-Sida y el odio convertido en tortura. Sin
embargo, Sudáfrica también impresiona por todo el proceso de reconciliación
que, desde la llegada de Nelson Mandela al poder hasta nuestros días, nos
enseña cómo alcanzar márgenes expectables de paz y metodologías para resolver
conflictos en medio del estremecimiento. La fórmula: proteger nuestra unidad
como nación, única garantía para hacer frente a un mundo que, hoy por hoy,
puede ser más brutal e infernal si triunfan los sectarismos puritanos, cuya
subsistencia siempre será momentánea.
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