América Latina está regresando a situaciones inestables y explosiones
sociales que comprometen la estabilidad de cualquiera de sus democracias. Los
modelos socio-políticos sustentados en la economía de mercado y la democracia
presidencial que los Estados Unidos y América Latina vinculan con un régimen de
libertades benefactoras, dejaron de ser creíbles y, en algunos casos,
resultaron ser inclusive contraproducentes.
¿Cómo reconducir y evitar la violencia e ingobernabilidad en Perú,
luego del intento de autogolpe cuando el ex presidente Pedro Castillo cerró el
Congreso? Las olas migratorias con cerca de 7 millones de personas que huyen de
Venezuela, parecen llegar a un callejón sin salida porque el régimen de Nicolás
Maduro se niega a reconstruir la democracia y las condiciones de equidad
económica. ¿Cómo lograr que se respeten los derechos humanos frente a cientos
de presos políticos en Nicaragua y Cuba? La desigualdad en los ingresos se acrecentó
y la pobreza (170 millones en 2024) también, agravándose por los impactos
terribles que el Covid-19 tuvo sobre las familias más vulnerables. Los Estados
en la región dejan a los más pobres a merced del desastre.
Los organismos de cooperación de Europa Occidental buscan aplicar sus
modos de hacer las cosas para recomendar gobernabilidad, sus formas de ser
democráticos y, ante todo, buscan dominar con un mismo molde político y con
ciertos intereses que expresan un balance de poder realista, despertando el
escepticismo en torno a la solidaridad internacional y la cooperación pacífica
e incondicional. América Latina tiene que lidiar con los espectros del postneoliberalismo.
Más desigualdad después del Covid, mayor inestabilidad política, más autoritarismo
y mayor decepción en cuanto a la democracia como régimen que se muestra incapaz
de vencer la pobreza.
Es por esto que el eje de los problemas del desarrollo y la seguridad humana
en América Latina, radica una vez más en los programas sujetos a “condicionalidades”
donde destaca, casi con frecuencia, el abuso de poder de las misiones de
cooperación que actúan con un alto sentido paternalista, ahondando también el
autoritarismo. Muchos sugieren que Latinoamérica tendría que copiar a Europa y
Estados Unidos y, al mismo tiempo, controlar la gran inmigración que,
finalmente, terminará en el rechazo de los emigrantes, quienes son
considerarlos una amenaza para Occidente y una lacra que trasluce el fracaso
económico y político de los casi todos los regímenes latinoamericanos. Europa
cierra las fronteras a miles de ciudadanos de América Latina, mientras que
Estados Unidos no sabe cómo reordenar su política migratoria, instigando el
odio racial.
¿En qué
confiar?
Una de las manifestaciones contradictorias de los procesos de
globalización se expresa en el espíritu más localista de las potencias globales
como Europa y Estados Unidos, debido al resurgimiento inusitado del
nacionalismo con fuertes características discriminatorias. Simultáneamente, se
disemina un discurso universalista de occidentalización, globalismo de valores
y de una aparente ciudadanía global.
La elección de Donald Trump (2017-2021) como presidente de los Estados
Unidos colocó al mundo, en palabras de los expertos como Jeffrey Sachs, Bandy
Lee y Ruth Ben-Ghiat, en total “riesgo”, producto de las alucinaciones racistas
sobre la supremacía blanca que solamente estimuló los crímenes de odio, de
manera que el liderazgo estadounidense ingresó en un deterioro fatal, junto con
el socavamiento de las raíces de la democracia como aspiración global de
convivencia y equilibrio político saludable. Ya nada sería creíble cuando se
reivindican la democracia y un enfoque global de seguridad afincado en balances
de poder más justos debido a que Trump estimuló demasiado la xenofobia y el
odio hiper-nacionalista. A lo largo de 2022, el presidente Joe Biden tuvo que
enfrentar una realidad indiscutible: Trump intentó un golpe de Estado el 6 de
enero de 2021 y se llevó miles de documentos secretos como expresión de
desprecio por las instituciones y la seguridad nacional.
Los organismos multilaterales de cooperación para el desarrollo están
reestructurando sus políticas en función de nuevas condicionalidades, donde la
seguridad se presenta como un pre-requisito geopolítico fundamental: los
vientos soplan hacia la necesidad de cumplir ciertas metas en materia de lucha
contra el narcotráfico, combate al terrorismo, estabilidad macroeconómica,
reducción del tamaño del Estado, control de las migraciones internacionales y
compromiso con el apoyo a la democracia representativa.
América Latina se alinea alrededor de esta dinámica geoestratégica,
aunque de por medio están las dudas sobre la subsistencia del sistema
democrático, en medio de los riesgos que, como afirma el analista político, Francis
Fukuyama, conlleva el temor de convertirse en un Estado fallido, incluidos los
Estado Unidos, debido a una degradación de la democracia a favor de los más
ricos y en detrimento del aumento constante de las desigualdades sociales y
económicas, lo cual empeora las tensiones sobre la inseguridad y el desorden
político.
Es aquí donde la experiencia boliviana se convierte en otro factor de
análisis, ya que emergió como un raro ejemplo de éxito relativo de las reformas
de mercado (1990-2000) y, posteriormente, como un fenómeno de resistencia y
condena en contra de los efectos del neoliberalismo en América Latina. Bolivia
puso en práctica todas las recomendaciones del denominado Consenso de
Washington durante los años 90, llevando a cabo la reducción del tamaño del
Estado, las políticas de privatización y desarrollando una confianza excesiva
en torno a las bondades de los efectos de derrame del mercado, como la receta
privilegiada del crecimiento económico. Sin embargo, dicho crecimiento no llevó
a una convergencia de mejores ingresos y equidad entre las clases sociales
donde predominó la discriminación, desigualdad, exclusión y los patrones de
racismo.
Estos problemas desembocaron en la desconfianza absoluta hacia el
modelo de “desarrollo neoliberal”, imposibilitando una reducción substancial de
la desigualdad. Bolivia mostró que no era suficiente el crecimiento económico
sobre la base de una economía de mercado global, sino que también era necesaria
la activación de varias políticas públicas enmarcadas dentro del Estado de
Bienestar. Las ofertas populistas del ex presidente Evo Morales y los
detractores de la globalización, rápidamente se convirtieron en el caldo de
cultivo para un retorno del Estado como actor económico y en una crítica mordaz
hacia la democracia representativa. Había que transitar hacia el purgatorio
posneoliberal.
Evo Morales, desde muy temprano en su gestión gubernamental el año
2006, difundió una estrategia internacional denominada “diplomacia de los
pueblos”, mediante la cual apoyó la doctrina del Socialismo del siglo XXI,
alineándose con el fallecido Hugo Chávez en Venezuela, Raúl Castro en Cuba y
Daniel Ortega en Nicaragua. De esta manera se materializó el giro a la
izquierda que representó un rechazo a la democracia liberal, en nombre del
Socialismo. Esta posición fue expresada como una visión anti-imperialista y
defensora de la soberanía a cualquier precio, sobre todo al interior de la
Organización de Estados Americanos (OEA). Bolivia apoyó de manera ambigua la
Carta Democrática Interamericana, reforzando así las críticas de izquierda
antidemocráticas que empezaban a calar hondo en varios sectores de la sociedad
civil.
Intrusiones chinas
y otras extrañezas
De acuerdo con el Latinobarómetro, la conocida encuesta de opinión
pública anual aplicada en 18 países de la región, la confianza en los gobiernos
cayó de 45% en 2009 a 22% en 2020, mientras que la cantidad de personas
descontentas con la democracia aumentó de 51% a 71%, junto con la acentuación
del miedo a la violencia, la inseguridad y una mayor desconfianza hacia las
Fuerzas Armadas y la Policía. Estas características hacen que sea mucho más
difícil que América Latina impulse una sólida estrategia de “seguridad humana” con
criterios de cooperación y ambiciones más definidas en la globalización, debido
precisamente a que el proyecto sobre un exitoso “orden liberal” internacional
prácticamente habría fracasado, producto de la vulnerabilidad frente a la
corrupción, la inestabilidad económico-política y una retórica liberal que
oculta prácticas constantemente autoritarias.
Esta situación desemboca también en un tipo de relacionamiento ambiguo
con China que, en múltiples casos, es vista como una tabla de salvación para
preservar la soberanía estatal, o fomentar un nuevo tipo de imperialismo a
través de la introducción de su monopolio económico; mientras que, en otros
casos, China es juzgada con desconfianza y temor. Así aparece otro paquete de
problemas y anarquía internacional que tiene que ver con la lógica del balance
de poder desarrollado por China, India, Estados Unidos, la Unión Europea y
Rusia en materia de control de armas nucleares.
Ninguno de estos países hace algo definitivo para moderar los riesgos
de una crisis y confrontación bélica, sobre todo cuando se analizan los
conflictos entre Corea del Norte y el Sur, Siria, Irak, Irán o la sorpresiva invasión
de Rusia en Ucrania. Los conflictos en Venezuela, han hecho que China afiance
sus instalaciones para el rastreo de satélites en la Base Aérea Capitán Manuel
Ríos. A esto se agrega que Rusia también tenga una tecnología cibernética
instalada en la Base Naval Antonio Díaz Bandi en La Orchilla, una isla al norte
de Caracas.
El efecto desestabilizador que emana de Venezuela, se articula con
Nicaragua, Cuba y Bolivia. De hecho, la situación boliviana es clave en el
apoyo a Venezuela, tanto para el reforzamiento de un discurso ideológico que
identifica a los Estados Unidos con la única causa del desastre
económico-político venezolano, como para atraer la influencia de otras
potencias que compitan con la hegemonía americana. Si bien el viejo esquema de
la Guerra Fría, de choque entre el mundo liberal democrático y el mundo
comunista desapareció, países como Bolivia reivindican una aparente idea
anti-imperialista para replantear los problemas de la dependencia, desde el
punto de vista de una soberanía irrenunciable de los Estados latinoamericanos.
Este discurso, convincente para la gran mayoría de las masas de poca
educación sobre la soberanía estatal, es aprovechado por China, Rusia e
inclusive por Irán para tener una mayor influencia en América Latina. Bolivia,
como cófrade de Venezuela, no agrega mucho al rediseño de los balances de
poder, ni tampoco afianza la ideología comunista; sin embargo, refuerza una
percepción anticolonialista de no intervencionismo y relativa autonomía que
todavía es muy fuerte en la región. Bolivia fue el país que con mayor
vehemencia se opuso a que la OEA emita cualquier pronunciamiento negativo o
sanción en contra de Nicolás Maduro; asimismo, condenó toda crítica de la OEA
en contra de la reelección indefinida de Evo Morales, especialmente después de
las elecciones fallidas en octubre de 2019 donde la OEA encontró serios
indicios de fraude.
América Latina confronta una disyuntiva: continuar impulsando la
integración hacia los mercados mundiales, o reestructurar sus prioridades políticas
en función de una agenda caracterizada por la resistencia y las exigencias de
mayor justicia, similares a las críticas del movimiento anti-globalización.
Esto es lo que condujo a la región hacia los debates en torno al postneoliberalismo
puesto que otro de los problemas que la globalización hizo rebrotar es la
polarización de los pobres contra los ricos, lo cual revitalizó el denominado populismo,
así como las pugnas entre las posiciones políticas de izquierda versus derecha,
sobre todo por el desprestigio y la desconfianza hacia la economía de mercado
que América Latina experimentó en los comienzos del siglo XXI.
El mercado agrandó la concentración de la riqueza en manos de las
élites económicas y políticas, sembrando el terreno para la intervención de
liderazgos mesiánicos que ofrecieron revoluciones socio-políticas como las
campañas desafiantes de Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia. Este
tipo de líderes fueron transformándose en la bandera de lucha para cuestionar
lo poco que se había construido en materia de cambios productivos,
competitividad y estabilidad de la democracia. En estos casos, el populismo
funcionó como un tipo de carisma movilizador de las masas enardecidas por la
desigualdad, generándose fuertes demandas para tener políticas redistributivas.
Las discusiones sobre el postneoliberalismo, han hecho que la economía de
mercado sea equiparada con una maldición global, frente a la cual existirían
pocas alternativas de cambio. Actualmente, el continente parece encaminarse hacia
una época donde los esfuerzos por llevar adelante diferentes tipos de reformas,
se encuentran frente a un futuro lleno de dudas.
Conclusiones
preliminares
Si reflexionamos con cuidado cuáles fueron las condiciones de
reinstalación de la democracia en América Latina a principios de los años 80,
tenemos que destacar cuatro aspectos. Primero: el fin de las dictaduras de
ninguna manera rompió completamente con la cultura autoritaria, ni tampoco con
la debilidad institucional de los Estados. Segundo: la modernización económica
por medio de las políticas de libre mercado, tuvo resultados abiertamente
contradictorios en su relación con la democracia, debilitándola en unos casos,
o simplemente impulsando una relación negativa entre el sistema democrático y la
persistente desigualdad. En tercer lugar, la situación particular de
Centroamérica muestra una fragmentación política donde el final de las guerras
civiles y la implementación del ajuste estructural, tampoco dieron origen a un
modelo específico de consolidación democrática. Cuarto: existe un gran déficit
de liderazgo donde los partidos tradicionales o nuevos, e inclusive las
organizaciones de la sociedad civil, no pueden mostrar el impulso de líderes
jóvenes con plena vocación democratizadora.
La descomposición de los gobiernos dictatoriales al final de los años
ochenta vio el agotamiento de un tipo de Estado Autoritario que había dejado de
responder a las necesidades del desarrollo, manteniendo en la pobreza a
millones de personas y fracasando en la construcción de un nuevo orden social y
político para tener Estados fuertes o plenamente soberanos. Las diferentes
dictaduras en Argentina, Chile, Perú, Bolivia, Uruguay y Brasil señalaban que
era imposible seguir adelante sin la existencia de nuevos procesos de
legitimidad, participación de la sociedad civil, pero, sobre todo, sin la
posibilidad de regresar a un escenario con pacificación para llevar adelante
los sueños de la modernización y el desarrollo económico.
El modelo dictatorial de la modernización, vigente entre los años
sesenta y ochenta, desapareció, aunque permaneció impasible un conjunto de
aspiraciones al desarrollo, todavía ligadas con factores autoritarios; es
decir, patrones de conducta que trataban de imponer las decisiones por la
fuerza, considerando que la movilización violenta es una constante del orden
político.
Hoy día, desde una mirada puesta en el siglo XXI, el final de las
dictaduras no significó exactamente la fundación de sociedades verdaderamente
democráticas, razón por la cual el análisis de las reformas políticas y el
éxito económico, todavía plantean los siguientes problemas: ¿por qué persisten
el autoritarismo y las debilidades en el Estado para ser respetado como
institución soberana, tanto dentro de los países como en el contexto
internacional de la globalización? Al cerrar el año 2022, América Latina está
ingresando, como en una extraña maldición sobrenatural, dentro de los confines
de una nueva década perdida. Depende de todos, políticos, ciudadanos, nuevas
generaciones, pobres y ricos, el evitar que hacia el año 2030 se impongan
lamentables olas de autocracias y futuras agonías democráticas.
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