¿Somos responsables por el futuro de las personas y los países
que nos rodean? La respuesta es sí. Sobre todo, si estamos de acuerdo con la
existencia de una “ciudadanía global”, o cuando pensamos en la posibilidad de
que los habitantes de este mundo somos parte de comunidades yuxtapuestas que
comparten un destino común: el medio ambiente que respiramos, la paz con la que
deseamos vivir y el respeto pleno de nuestra condición de seres humanos con
derecho a una existencia con lo necesario para sentirnos seguros. Es por esto
que debemos tener una posición clara sobre cómo enfrentar las condiciones
desastrosas en las que se encuentra Haití.
El régimen haitiano atraviesa una crisis sin solución los últimos 30 años. Pero particularmente ahora, nadie se atreve a decir nada. El contexto latinoamericano del siglo XXI ha dado la espalda a Haití. La gente no puede salir de sus casas a buscar trabajo porque puede ser secuestrada o asesinada en plena calle. El cólera rebrotó y los impactos del Covid-19 han destruido la economía con mayor severidad que en otros lugares del continente. Las bandas delincuenciales, como nunca antes, se atreven a hacer política, amenazan con la desestabilización, intimidan las posibilidades de convocar a elecciones y se enfrentan en sangrientas peleas que arrinconan a Haití en un callejón sin salida de la anomia.
La cooperación internacional también dejó de pensar en Haití. Para la gran mayoría, es un país insignificante que no juega ningún papel en los balances de poder. La trágica evolución de Haití después del terremoto de 2010 fue un fracaso de la cooperación para el desarrollo. La impresionante devastación movilizó millones de dólares y compromisos para solucionar el sufrimiento de miles de ciudadanos, así como para reconstruir un país que nunca estuvo en condiciones de generar instituciones estables; sin embargo, los haitianos, prácticamente siguen sin tener derechos políticos, económicos, sociales y humanos.
América Latina ofreció recursos y apoyo sistemático, aunque la lentitud de las acciones de intervención complicó todo, subsistiendo una vez más la idea de perpetuar a Haití como un Estado fallido y, por lo tanto, irrelevante para el conjunto de mercados globales o prioridades de integración internacionales. La cooperación es innecesariamente burocrática, ineficiente en la logística donde no es posible responder a las necesidades diarias de los damnificados del Covid-19, cólera y el simple abuso. Haití no es atractivo para la carrera profesional de influyentes funcionarios, más preocupados por su éxito personal porque ni siquiera se imaginan a sí mismos como héroes en momentos desastrosos.
Haití se convirtió en un país donde prevalecen el sometimiento y los intereses de algunos Estados que tratan de remodelarlo según el formato de las utopías occidentales de una democracia y economía liberales. Así, resulta imposible el ejercicio de la concertación en medio de las calamidades, de manera que los problemas se agravan porque los ciudadanos haitianos rechazan absolutamente el trabajo de las Naciones Unidas. Desde las deleznables elecciones presidenciales de 2010, las exigencias de democratización fueron sobrepasadas por el agobio para sobrevivir, comer y reducir la violencia urbana.
Los gobiernos de René Preval (2008-2011) y Michel Martelly (2011-2017), transitaron del inmovilismo institucional hacia la casi absoluta ineficiencia estatal. El presidente Jovenel Möise (2018-2019) tuvo que enfrentar las acusaciones de un liderazgo débil y corrupto, sobre todo después del escándalo relacionado con la malversación de 3,8 mil millones de dólares con PetroCaribe para acceder a petróleo subvencionado desde Venezuela. El asesinato de Möise precipitó aún más a Haití en una escalada violenta frente a la que nadie se atreve a ofrecer soluciones.
Los principales vecindarios de Puerto Príncipe continúan inundados de miedo sobre el futuro, desconfianza hacia la cooperación y rabia reprimida hacia América Latina, cuyos sistemas democráticos tampoco está respondiendo adecuadamente para impulsar la equidad, contrarrestar la pobreza y la incertidumbre hacia las posibilidades de efectividad que supuestamente tiene la democracia, en una época donde la inseguridad ciudadana y el temor a los conflictos sociales, deshacen los basamentos más profundos de la confianza en un futuro mejor.
Los modelos políticos sustentados en la economía de mercado y la democracia presidencial, dejaron de ser creíbles y, en algunos casos, resultaron ser inclusive contraproducentes, sobre todo para Haití. Requiere ayuda humanitaria de inmediato, pero también el abandono de una doble moral que dice una cosa prometiendo maravillas y luego, la gran mayoría de los países en las Américas, prefiere pensar que Haití no existe porque, aparentemente, sería preferible apostar por los intereses burocráticos que son privilegiados por los expertos que “ayudan”.
Lo que se necesita es una intervención rápida para eliminar la violencia de las pandillas en las calles, evitando que traten de convertirse en parte de las negociaciones políticas para la reconstrucción democrática y no pensar todavía en elecciones, sino en apuntalar un régimen de transición que viabilice empleo y entrega de subvenciones para la supervivencia. El reto radica en pensar si la intervención humanitaria es capaz de “construir la nación” desde afuera y mientras dure el tránsito hacia la pacificación. Por cuánto tiempo: el que sea necesario.
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