Los sistemas democráticos siempre favorecen la libertad de opinión. Por lo tanto, los medios de comunicación y la libertad de prensa se reproducen y fortalecen gracias a la democracia; sin embargo, aquí radican sus principales debilidades (o amenazas) porque las noticias políticas, relacionadas especialmente con la corrupción, narcotráfico, abuso de poder y caos violento, se difunden en los medios con un carácter alarmista, siempre muy cercano a la insidia o la distorsión.
Durante las situaciones de crisis no es tan relevante analizar si los periodistas se transforman en aliados o enemigos de los gobiernos de turno, sino que el conjunto de los medios masivos de comunicación conforma un “aparato hegemónico de información-persuasión” donde se cultiva una tendencia hacia la desestabilización política. Esto significa que los medios son capaces de crear una realidad llena de datos falsos, medias verdades, negocio, publicidad, inclinaciones hacia la personalización y el incentivo de liderazgos con “carismas artificiales” donde cualquier periodista mediocre, caudillo avezado y amigo del escándalo, puede aparecer como el campeón del esclarecimiento en un mar de turbiedad.
Curiosamente, la desestabilización promovida por los medios brinda una fuerza determinante a la libertad de expresión, porque los medios masivos llegaron a convencernos de que la transparencia y el acceso a la información son un valor intocable, aunque esto está ligado directamente al manejo del poder. La mutua determinación entre prensa y política empezó a crecer de manera inusitada en los sistemas democráticos.
Cuando el poder quiere controlar a la opinión pública comprando a periodistas o gastando millones en publicidad política, cae en la trampa tecnológica desarrollada por los mismos medios que se convierten en otro poder gracias a la fuerza de hacer ver, interpretar la realidad y vender posiciones amasadas de antemano. Las democracias contemporáneas funcionan como parte de una sociedad de la información, pero donde ésta tranquilamente puede ser prefabricada o convertida en un paquete de mensajes con el objetivo de “programar cierto consenso”, según las expectativas de los círculos del poder político, económico y mediático.
La información en las democracias de hoy significa estar conectado a la televisión, la radio, los periódicos, el internet; es decir, alejarse de la realidad para ingresar en la dimensión de los líderes de opinión, las grandes corporaciones de medios masivos y la ingenuidad de varios periodistas que creen ejercer su profesión aproximándose al regazo de los líderes o aquellos a quienes admiran y están en una posición de autoridad. Todos fingen imparcialidad y cuando la sociedad se desestabiliza, entonces se explota el anhelo por un culto a la personalidad que dará lugar al nacimiento de múltiples liderazgos artificiales, convirtiendo a los medios en la cámara de privilegios donde solamente una élite monopoliza la opinión y las explicaciones sobre una parte de la realidad que, sin embargo, es presentada como si fuera una totalidad.
La libertad de expresión tiene un doble filo porque empezó a identificarse con el discurso ideológico y la hegemonía del prejuicio. Dicha libertad de informar y opinar puede al mismo tiempo acorazarse para limitar cualquier intento de dominar a los medios, así como amplificar la crítica hacia el poder oficial, generar conflictos, exacerbar el desorden y los mensajes engañosos, o legitimar la imagen de varios candidatos de show.
Bajo el principio de informar a la población desde todas las fuentes y actores, los medios de comunicación han pasado de la mesura y los impactos del periodismo profesional, hacia una total agresividad que les permitió crear otro tipo de poder. Aquel poder mediático capaz de representar una realidad que probablemente no existe.
Los medios de comunicación actúan en dos órdenes institucionales y éticos: por una parte, reivindican la libertad de expresión como el eje de todo sistema democrático, pero, por otro lado, los medios son el emblema vivo de la exageración y distorsión permanente de la realidad porque la construyen con enfoques disímiles y contradictorios. Así, la libertad de expresión –en la era de la sociedad de la información– ingresa en el túnel de no saber reconocer cuál es la verdad de las mentiras.
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