Después de 39 años de relativa estabilidad política en Bolivia (1982-2021), lo que aprendimos, no sólo permitió cambiar distintos gobernantes sin derramamiento de sangre, sino también inaugurar una nueva forma de pensar la realidad boliviana desde sus potencialidades y desde sus límites. Esto nos obliga a reflexionar sobre la disyuntiva entre democracia gobernante y democracia gobernada.
Para muchos, sólo puede ser factible la democracia gobernada, es decir, un régimen donde los ciudadanos entregan la facultad del ejercicio del poder a un grupo de representantes elegidos en las elecciones. Estos representantes constituyen una élite que asume para sí todo el derecho y privilegio de decidir por los demás. Los defensores de la democracia gobernante, contrariamente, confían en una voluntad popular omnipotente que se impone sobre el Estado.
Surgen así muchas interrogantes: ¿puede un grupo de representantes imponer sus decisiones sin contemplación alguna, por el hecho de concentrar factores de poder y colocarse encima de la sociedad? ¿Las élites políticas gozan de un saber perfecto que no admite refutaciones? ¿El saber especializado y la eficacia en la administración del Estado, sin intromisión de la participación ciudadana, son suficientes para consolidar una democracia? ¿Puede el pueblo auto-gobernarse directamente sin partidos políticos? ¿La voluntad popular omnipotente es compatible con los principios mínimos de gobernabilidad? ¿Cuál es, y cómo se modifica, el equilibrio entre los gobernantes y los gobernados?
La actual resistencia de algunos sectores del país a la ejecución de una serie de reformas y cambios políticos, así como la actitud de los gobiernos por imponer sus decisiones a como dé lugar, empleando el rodillo parlamentario o cooptando intelectuales y líderes de la oposición en busca de una hegemonía total, ilustran claramente las tensiones entre la democracia gobernante y gobernada.
Hoy, todavía persisten comportamientos que reclaman valores absolutos, pues las élites políticas y la sociedad civil van buscando, por su lado, sus propias certezas, sin comprender que la democracia no es sólo una forma de gobierno, sino también una actitud y comportamiento humanos; en consecuencia, surge la permanente posibilidad del propio error. Y, si no del propio error, sí la probabilidad de que el contrario tenga la razón. De aquí que la política democrática se convierta en el difícil arte del consenso y del reconocimiento permanentemente tolerante de “los otros”.
Un Estado de Derecho democrático es el ensayo de una determinada actitud que tiene conciencia de una situación en la que no es posible resolver la disyuntiva entre democracia gobernante o democracia gobernada, pero que tampoco plantea renunciar a la democracia como algo valioso. La democracia en Bolivia debe ser entendida como un proceso de maduración indefinido.
Una democracia gobernada no puede subsistir sin la lealtad de las masas ciudadanas que transmiten un requisito de estabilidad política de largo aliento: la legitimidad. A su vez, la democracia gobernante con su vigorosa fiscalización pública requiere de un principio de orden, el cual descanse en un sistema de mediación entre el Estado y la sociedad, de tal manera que se logren amplios márgenes de gobernabilidad; es decir, que el Estado no esté constantemente asediado por la sociedad generándose situaciones de violencia. El diálogo respetuoso entre los actores sociales y políticos será la condición para cultivar mutua tolerancia en Bolivia, con el objetivo de tener tres beneficios: a) entender a los demás; b) expresar lo que uno quiere y siente, libre de toda distorsión amenazadora; y c) comprender el mundo que nos rodea y al cual todos contribuimos a crear.
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