Los orígenes del poder y la dominación son historias muy bien contadas por los clásicos del pensamiento político. Uno de estos es el pensador inglés Thomas Hobbes que vivió en el siglo XVII. Cuando se analiza el Leviatán, por lo general existen reacciones que atribuyen a Hobbes una serie de concepciones absolutistas sobre el Estado y los alcances de su poder. Otros identifican algunos paralelismos con Maquiavelo porque Hobbes representaría una especie de autor “maldito y amoral” debido a sus consideraciones sobre el hombre y el llamado “estado de naturaleza” de donde emergerían varias miradas irracionales en torno a la política.
La noción de estado de naturaleza no tiene un referente histórico real, sino que es una situación hipotética donde la inexistencia del Estado acarrearía consecuencias negativas para la existencia en comunidad. Al mismo tiempo, se asume que si el Estado llegara a destruirse, los hombres se comportarían sin restricciones, provocando una serie de amenazas al no existir las leyes: el estado de naturaleza es la ausencia de orden social y político, pero también la inexistencia de formas superiores como la plena libertad e individualidad humanas.
Para Hobbes, la idea de derecho se relaciona con la libertad que tienen los hombres para hacer lo que les plazca; sin embargo, es una libertad destructiva que colinda con la agresión hacia los otros y la posibilidad de ser también agredido. Si esto se extendiera como el fuego en un barril de pólvora a lo largo de toda la sociedad política, surgiría el temor permanente y anhelo por seguridad, justificándose el nacimiento del Estado para evitar que los hombres lleven al extremo sus deseos de satisfacción sin el control de sus impulsos, orgullo, voluntad de posesión, honor y búsqueda de ambiciones personales.
El Estado en Hobbes es un artefacto inventado por medio de un convenio entre todos los hombres, el cual tiene las atribuciones de definir arbitrariamente los contenidos y significados de lo bueno y lo malo. El poder absoluto, en este caso, constituye la característica de cualquier tipo de régimen político, así como la soberanía representaría aquello que sostiene al Leviatán porque los seres humanos desean que aquél se instaure.
La multitud (como escenario de ambiciones, miedos y orgullos humanos) tiene una connotación negativa que no puede reconocer intereses comunes, sino sólo intereses individuales los cuales, a su vez, esconden múltiples intimidaciones y chantajes. Dicha multitud debe ser superada para convertirse en el concepto de pueblo, que para Hobbes es una construcción donde finalmente los individuos deciden fundar el Estado.
El pueblo instituye al monarca y éste termina representando al pueblo para regirlo por completo. Si bien el pueblo es productor de la soberanía legítima e inicial que da origen al Estado, inmediatamente transfiere su poder en beneficio de un monarca o del líder representante que se hace con el poder; asimismo, el pueblo termina replegándose (o siendo desplazado) porque no cumple un papel central sino que Hobbes imagina un teatro donde un conjunto de actores se transforman en varios representantes de los individuos quienes renuncian a sus libertades para instaurar, por voluntad colectiva, al Leviatán. El poder, desde entonces, se convierte en la esencia de toda relación desigual social y política.
Además, todo poder contiene un mandato ya enunciado. Hobbes nos sugiere que la capacidad y posibilidad de mandar por sí sola es insuficiente. Aquel que tiene el poder quiere ejercerlo, aspira a ser obedecido y, por lo tanto, no hay poder sin la correspondiente obediencia. Dicha obediencia es otro elemento de las relaciones desiguales y ayuda a describir, junto con los mandatos del Leviatán, un contexto concreto en el cual se desenvuelve el poder dentro del orden político.
El problema del poder en Hobbes tiene una visión subjetiva. Nunca se sabe cómo el monarca toma una decisión pero éste es capaz de leer en sí mismo a la humanidad y la multitud. La sociedad, en algún momento, toma la decisión política de renunciar a una parte de sus libertades, razón por la cual el Leviatán no permitirá el nacimiento de equilibrios entre la sociedad y el poder porque el Estado (o el monarca y el Príncipe) se erige como la fuerza que logra efectivamente poner límites al caos de la multitud en el estado de naturaleza. Los límites se establecen a partir de la administración del poder como la verdadera identidad de “lo político”.
Hobbes, además, es un filósofo nominalista y escéptico que construye su aparato teórico cuestionando la escolástica aristotélica (perfecta identificación entre el intelectual y la cosa). Para Hobbes, un principio epistemológico central descansa en la imposibilidad de conocer la esencia de las cosas. El nominalismo postula que los objetos externos se manifiestan como entes separados; existe la posibilidad de designarlos y nombrarlos pero poniendo entre paréntesis la existencia de la esencia; por lo tanto, no se podría saber nada sobre la existencia de Dios. En este caso, Hobbes habría intentado fundar una teología política cimentada en el poder omnipotente de “lo político”, operando en la realidad colectiva para domesticar a los hombres que se desbocarían en la búsqueda de sus apetitos personales, de no ser por la presencia del Leviatán o el poder como fenómeno secular y profano, cuya cara realista emerge de la voluntad colectiva con el propósito de restringir la voluntad disoluta de los seres individuales.
De cualquier manera, los argumentos son hipotéticos, es decir, criterios provisionales. Aquí hay una puerta importante que se abre a la posibilidad del error, pues la teoría de Hobbes es una gran conjetura sobre el mundo político. Empero, Hobbes también es un filósofo materialista que postulaba la materia como cuerpos en movimiento; la libertad era entendida como el desplazamiento de un cuerpo sin roces y límites, dando lugar al estado de naturaleza. Asimismo, su visión del Estado como una máquina se liga con concepciones mecanicistas: el orden político sería un artificio mecánico necesario para el manejo del poder, el cual se transforma en una función primordial que los hombres han aceptado al establecer un contrato que deje atrás el estado de naturaleza.
Al criticar la filosofía aristotélico-tomista, Hobbes niega la idea de que la sociabilidad humana sea un fenómeno natural. El hombre no constituiría un animal político porque la sociabilidad también es otro artificio de la razón. Si el Estado es un artificio y los hombres construyen ficciones que simulan la naturaleza, el único vínculo entre lo natural y lo artificial es la construcción de la sociedad de manera “arbitraria”. El pacto entre los hombres para instituir el Leviatán y un poder por encima de las pasiones humanas es el precio a pagar con el propósito de abandonar la soledad del individuo y el temor de ser agredido por otros en una situación de caos donde no existe el orden social.
Cuando Hobbes aplica el método naturalista en la redacción del Leviatán, sugiere imaginar que si el mundo social y físico desaparecieran, sobreviviría el individuo al lado de un conjunto de nombres de las cosas que permanecen en la inteligencia; sin embargo, no sería posible dar cuenta de la realidad exterior porque no sabemos qué significa dicha realidad. En el Leviatán es posible llegar a la aniquilación de la sociedad, pues para Hobbes el hombre es capaz de existir fuera de las relaciones sociales que regulan su conducta. Si desaparecen las leyes y descendemos al estatus del puro individualismo sin ningún tipo de reciprocidad y alteridad con “los otros”, encontramos que lo más primario en todo individuo es la conservación de su vida porque cualquiera se reconoce solamente a sí mismo que quiere persistir en su existencia. En consecuencia, el individuo se imagina con derecho a todo, incluyendo la probabilidad de poseer por completo el cuerpo del otro. Si todos los individuos actuaran en este terreno hipotético, el resultado es una guerra abierta y la destrucción plena.
En esta guerra hipotética, los hombres tienden a buscar la certeza de ganar e imponerse sobre los demás. El resultado inmediato es la libido dominandi (energía, fuerza y pulsión psíquica profunda para dominar), un deseo de dominación que posteriormente se expresa en el poder del soberano como voluntad colectiva para establecer un pacto y la entrega del poder hacia un teatro de representantes o al monarca y el líder. De aquí que una de las dimensiones del poder sea su carácter anticipatorio. El poder debe ser ejercido, acumulado y proyectado hacia el futuro dentro de una dinámica de la acción que exige dos caminos:
a) Evitar el regreso al estado de naturaleza en guerra.
b) Dominar al pueblo, domesticando las pasiones humanas donde el hombre es considerado como el lobo de sus congéneres.
La libido dominandi se impone en el orden político y la paz solamente es posible, siempre y cuando los individuos renuncian al “derecho a todo”, inventando artificialmente la sociabilidad y el consentimiento que da lugar a un principio de reciprocidad en el contractualismo hobbesiano.
El poder se transforma en la posibilidad individualista del soberano que se atreve a convertirse en un actor con la capacidad de representar a los demás. Ejerce la violencia organizada con el fin de eliminar el estado de guerra y la arbitrariedad se convierte en un costo que debe ser asumido para evitar la autodestrucción de la vida social.
El Leviatán de Hobbes invita a considerar que la razón de Estado es la transferencia de la voluntad soberana del pueblo y de los hombres, hacia la razón de una élite de actores que practican el poder como resultado de la acción política en todo tiempo y lugar. Las relaciones de poder son lo más despótico que existe en la humanidad, pero son necesarias; asimismo, aquellos hombres y mujeres que tienen miedo practicar el poder, renuncian a éste para subyugarse por completo a múltiples tipos de leviatanes. La sociedad existe porque el poder lo permite y éste aparece porque la sociedad se funda como un pacto necesario para el nacimiento del Estado.
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