¿Hasta qué punto los derechos humanos y la defensa de los derechos individuales son un escenario intocable y un conjunto de argumentos sobre el derecho a elegir libremente, frente a otros derechos básicos de terceros, comprometidos con la moral y las buenas costumbres? Legalizar las drogas significa tomar en cuenta el fracaso de la “guerra contra el narcotráfico” pero, al mismo tiempo, analizar cuidadosamente si la ciudadanía está ingresando peligrosamente en el caos y la destrucción de un orden social mínimo que probablemente esté rindiendo culto a nuevas formas de morir en el siglo XXI.
Las opiniones sobre la legalización de las drogas tienen varias aristas: económicas, éticas y médicas que terminan asumiendo un marco legal vinculado con la regulación del mercado de las drogas ilegales. El objetivo final sería reducir el número de muertes violentas provocadas por los carteles de narcotraficantes que representa un 60% en los países (principalmente México, Honduras, Colombia, El Salvador) que construyen los puentes del negocio hacia Europa y Estados Unidos.
La legalización también permitiría desfinanciar a los carteles delincuenciales y haría que los Estados soberanos controlen en su propio dominio y orden legal, el tráfico y consumo de drogas. Esto quiere decir que los Estados pasarían a convertirse en los ejes de un nuevo sistema jurídico que regula la adicción de sus ciudadanos. Así se abre la discusión entre la legalización total frente a otras formas de legalización razonable: administrar las maneras de morir, controlar las dosis de marihuana, heroína, cocaína, establecer advertencias médicas, restricciones a la publicidad para comprar varios tipos de drogas, introducir limitaciones debido a la edad, clarificar las restricciones respecto a la cantidad de compra o los requisitos para el suministro de licencias especiales, etc. Legalizar las drogas exige que los Estados, la policía y los sistemas de salud sean sumamente eficientes y libres de corrupción o crisis institucionales.
El siglo XXI nos hace sentir como si estuviéramos ante la presencia de inminentes catástrofes apocalípticas, ante incertidumbres obsesionantes donde el misterio es el nuevo amo del universo o, en todo caso, parece que estuviéramos frente a la posibilidad de cambiar las cosas y subvertir el orden establecido porque toda normatividad tiende a evaporarse. Hoy en día, los convencionalismos más rígidos se encuentran en franca decadencia y este contexto de normativas laxas, junto con el fin de muchos tabúes, colocan las bases para legalizar las drogas.
¿Qué sucedería en el futuro inmediato al plantearse la discusión sobre la legalización o penalización definitiva de las drogas duras, entre las cuales destaca la cocaína? ¿Es posible plantear su liberalización en América Latina, cuya agenda en materia de política exterior con Estados Unidos presenta en primera línea el tema del narcotráfico, la reducción de plantaciones de hoja de coca y la intervención directa en los asuntos políticos de nuestros países con el argumento de una guerra sin cuartel a las drogas?
De acuerdo con el informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (JIFE), organismo dependiente de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el consumo de cocaína en África Occidental y en el Este de Europa, así como el de heroína en tres cuartas partes del continente asiático, se ha incrementado constantemente durante el periodo 1995-2018. Este aumento puede explicarse debido al fracaso de los programas para el control de estupefacientes, o también debido a un ambiente más proclive a la aceptación de la toxicomanía como un componente inevitable en la vida cotidiana postmoderna.
La Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los ex presidentes, Juan Manuel Santos (Colombia), Fernando Henrique Cardoso (Brasil), César Gaviria (Colombia) y Ernesto Zedillo (México), afirma que, en cuarenta años de inmensos esfuerzos y mucha violencia, no pudieron reducirse ni la producción ni el consumo de drogas ilícitas frente a las consecuencias desastrosas de la guerra contra las drogas. Se reconoce, por lo tanto, el fracaso de la estrategia prohibicionista y la urgencia de abrir un debate sobre la legalización.
Si los argumentos para legalizar las drogas triunfaran, esclareciendo a la opinión pública sobre los beneficios de vivir en una sociedad más tolerante, cómo reaccionaríamos si supiéramos que las estadísticas de consumo de drogas duras en la gente joven se estuvieran triplicando. Más allá de los temores detrás de los discursos que pretenden legalizar las drogas, una cosa es clara: en el siglo XXI, millones de personas abusan de los medicamentos, alcohol y comida chatarra. La legalización de las drogas es simplemente una evidente necesidad.
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