GLOBALIZACIÓN Y MULTICULTURALISMO

 


Los adversarios de la globalización están retomando una gran fuerza. Desde la posición de las culturas no occidentales, señalan que Estados Unidos y toda Europa intentan “uniformar” al mundo entero, imponiendo su cultura hegemónica y colonialista, además de destruir la diversidad. La cultura de un pueblo es la base de varias identidades colectivas y muchos países estarían siendo víctimas de la anomia, alienación y carencia de identidad. Para muchas clases medias y sectores populares, la globalización podría diluir las culturas propias e indígenas, favoreciendo únicamente la expansión cultural occidental.

Una tesis similar también es esgrimida por muchos ciudadanos de países occidentales, pero desde una posición opuesta a la anterior, es decir, defendiendo la identidad cultural de sus países, sujetos a los flujos migratorios incontrolables que vienen del Tercer Mundo. Estos grupos son sumamente nacionalistas y consideran que la globalización está desfigurando sus culturas, tanto por los contactos a distancia (la música o la penetración del islamismo), como por la masiva llegada legal e ilegal de desplazados o gente desesperada que busca oportunidades de vida en Estados Unidos y Europa Occidental. Múltiples argumentos occidentales presentan una aversión a la globalización cultural, encabezados sobre todo por Donald Trump.

Otros críticos señalan que, culturalmente, la globalización es una calle de doble vía de intercambios mutuos y, en ciertos casos, aquélla ha reafirmado la identidad propia de diferentes culturas. Se toma como ejemplo al crecimiento del fundamentalismo religioso, que en gran parte se origina como una reacción contra Occidente, habiéndose expandido el terrorismo a escala global.

Cabe puntualizar que toda cultura es una entidad viva, sujeta a transformaciones. Por esta razón, las culturas pueden rejuvenecer y fortalecerse desde su interior, o pueden dinamizarse desde su exterior, a través de contactos con otras culturas, incorporando elementos nuevos. Es importante para la evolución de una cultura (para su fortalecimiento o decadencia), la forma en que asimila los estímulos externos de la globalización.

Existen culturas de gran dinamismo y otras que son relativamente resistentes al cambio, aunque ninguna cultura es inmóvil. Hay culturas complejas y las hay comparativamente simples. El imparable aumento en la cantidad y la calidad de las comunicaciones hace, virtualmente, imposible el aislamiento cultural y, por ende, inevitable el crecimiento exponencial de los contactos interculturales. Quiérase o no, esta realidad de mutuos intercambios universales acarrea profundos efectos sobre todas las culturas que existen en el planeta.

Un aspecto a destacar de la conexión entre multiculturalidad y globalización es el caso de Japón. Conocer el continente asiático es una oportunidad sin igual, especialmente por la rica cultura amante de lo propio y el impresionante despegue económico de varios países como China, Singapur, India, Taiwán, Malasia o Corea del Sur. Es muy enriquecedor el diálogo intercultural al estar en Tokio, Osaka, Hiroshima, que también destacan por la preservación de ciudades muy antiguas como Nara, que en algún momento fue capital del Japón medieval. Impresiona mucho la forma en la que hay una simbiosis entre la tradición budista, sintoísta y la modernidad contemporánea que convierte a Nara en un destino turístico muy hermoso por la gran cantidad de templos antiguos, los cuales están preservados de manera impecable. Es por esto que las pagodas y ruinas de Nara representan un verdadero patrimonio transcultural de la humanidad reconocido por la Unesco.

La espiritualidad de un país dice mucho acerca de la fuerza interior que puede expresarse en la cultura. Japón tiene una tradición budista y sintoísta, lo cual construyó una identidad muy particular, abierta al politeísmo, a la posibilidad de corregir errores y, finalmente, la identidad japonesa parece edificarse sobre la base de una filosofía en plena armonía con la naturaleza y la perennidad de los seres humanos que debemos hacer el bien, a fin de cultivar una ética de convivencia pacífica entre todos, aceptando la falibilidad humana y conviviendo con el multiculturalismo.

Quizás este ímpetu espiritual no dogmático es lo que alimenta una hospitalidad muy apreciable. En Japón, una nación abierta a la globalización y preservación de su identidad cultural propia, es muy atractiva la conexión entre la cosmovisión budista-sintoísta y la modernización occidental. Nada se desperdicia, sino que se aprovecha para el bien de uno mismo y de todos, en una sociedad fuertemente pragmática para impulsar el capitalismo industrial hasta sus mejores expresiones. En contraposición, las culturas de los Andes y del mundo islámico permanecen en pie de guerra contra la globalización, limitando una comprensión más útil del multiculturalismo en el siglo XXI.

 


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