El modelo neoliberal en América Latina está casi totalmente desprestigiado. Entre las principales razones, podemos encontrar los problemas irresueltos de desigualdad y pobreza que la economía de mercado acentuó y no pudo solucionar. Al mismo tiempo, fueron las élites empresariales que, al tratar de ejercer el poder, cometieron los mismos errores del pasado: se corrompieron y no mostraron ninguna habilidad exitosa para reformar las estructuras estatales, de manera que sean mucho más eficientes. Para los empresarios, los partidos y la clase política especializada en el manejo de la cosa pública representaban a unos actores pobremente modernizados, muy vulnerables a la corrupción, patrimonialismo, prebendalismo y sin ninguna visión de largo plazo en la gestión gubernamental. Esta profunda desconfianza hacia la clase política tradicional, hizo que los empresarios apoyen e imaginen un modelo de economía privatizador, utilizando el discurso de “dejar atrás el manejo ineficiente y benefactor del Estado”. Sin embargo, los empresarios fueron, en sí mismos, sumamente incompetentes en la administración de las burocracias públicas.
El empresariado se pensó a sí mismo como un agente modernizador en América Latina creyendo superar los problemas estructurales del sistema de partidos políticos y argumentando tener una sólida formación profesional junto con múltiples nexos en el entorno económico de la globalización. Pero luego de más de treinta años de democracia, esta imagen de superioridad contrasta con el surgimiento de conflictos tremendamente destructivos, desatados a consecuencia de la presencia de los empresarios en Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina, quienes demostraron ser un actor anacrónico que utilizó el aparato estatal para mejorar su posición en los negocios, sin aportar mucho a la administración pública, donde nuevamente brotaron los escándalos de corrupción, enriquecimiento ilícito a costa de los recursos públicos y abuso de poder.
Una redistribución de roles dentro del sistema político latinoamericano intentó colocar a la élite empresarial al lado de la vieja clase política para corregir los errores del Estado patrimonial. Las instituciones como el Parlamento mantuvieron su carácter de órgano esencialmente político con los partidos políticos a la cabeza, mientras que los Poderes Ejecutivos quedaron, en muchos casos durante la década de los años noventa, bajo el liderazgo de los empresarios que trataron de fomentar un órgano eminentemente técnico-profesional.
En ambos casos, el ideal era buscar una complementariedad entre los dos sectores, sobre todo para los fines de gobernabilidad y aplicación de las políticas de privatización. De cualquier manera, todas las previsiones para recurrir a los empresarios como un actor político mejor que otras opciones de liderazgo, fracasaron porque no se modificaron las prácticas políticas, sino que se reprodujeron las actitudes rentistas y los efectos del poder para favorecer empresas privadas en forma particular, dejando postergada la integración social y el combate a la desigualdad.
Ni el trabajo de la clase política tradicional, ni el administrativo encargado a los empresarios fueron, en sí mismos, suficientes para modernizar los Estados latinoamericanos. El hecho de que las élites empresariales controlaran el poder, no quiso decir que fueran triunfantes e innovadoras en la praxis política. Los empresarios pueden estar dotados para el manejo administrativo en el ámbito privado, pero el manejo administrativo del gobierno es un escenario político, descubriéndose que el empresariado sesgó sus posibilidades y oportunidades: sus decisiones no fueron puramente técnicas, sino que en el espacio gubernamental priorizaron su fortalecimiento como clase social supuestamente excelsa, alejándose de los ideales democráticos de igualdad y equidad para el desarrollo humano.
Si bien las decisiones gubernamentales son políticas y técnicas simultáneamente, el Estado en manos de las élites empresariales representó un factor de organización hegemónica, en la medida en que el bloque en el poder no puede asegurar la dominación sino en virtud de la combinación efectiva entre la técnica y la acción política. Por lo tanto, el Estado constituyó un factor de unidad política del bloque en el poder bajo la égida de la clase o fracción dominante empresarial. Esto marginó los valores en torno a la calidad de la democracia en América Latina, de tal forma que los intereses específicos del empresariado ingresaron en una aguda polarización con los de otras clases sociales pobres y grupos indígenas, evitando – de manera directa – que puedan modificarse las orientaciones oligárquicas en los regímenes democráticos.
Esto desacreditó las políticas de mercado (el modelo neoliberal), desprestigió a los partidos que fueron acusados de una conducta coludida con el poder económico, regresando la inestabilidad política, como lo testimonian los casos de Venezuela con el fracaso de Carlos Andrés Pérez y todo el pacto tácito de empresarios y la clase política venezolana; Bolivia con la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada; el derrocamiento de Jamil Mahuad en Ecuador; o la profunda debilidad de Fernando de la Rúa que terminó en la desastrosa gestión de Mauricio Macri en Argentina. Si los empresarios quisieran regresar al manejo del poder, deben discutir la reformulación de un modelo posneoliberal con una apertura tolerante hacia otras clases sociales, pobres, populares y marginadas, con el objetivo de dilucidar un proceso democrático de verdadera inclusión y equilibrios políticos que beneficien la supervivencia de la democracia en el largo plazo.
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