Escribir un libro es una verdadera aventura donde se
mezclan varios tipos de experiencias. En una primera instancia, tiene que ver
con una voluntad en la que se construye un proyecto profundamente personal. No
se trata solamente de condensar en un volumen lo que significó una
investigación de varios años, o articular historias que fueron hilvanándose a
lo largo de varias transformaciones que uno imagina en diferentes periodos de
la vida. El libro es una especie de testamento, pero sin pensar en la muerte
definitiva. Existen muchos tipos; sin embargo, cada libro, con seguridad, por
muy complejo o superficial que sea, se levanta como un alegato íntimo, un sello
propio para dialogar con varias generaciones.
El libro es la síntesis de una comunicación que brota como testimonio irrepetible y particular identidad. Es como si el libro fuese el intento de romper un profundo silencio para esclarecer o divertir únicamente al autor. Va y viene como si fuera un círculo cerrado. Las letras brotan hasta que el libro aparece con un solo destinatario: quien escribe. La comunicación del autor es consigo mismo porque se trata de una obra de arte, una creación que se justifica directamente por medio del pensamiento y donde se entreteje un lenguaje personal, el cual no es sólo un conjunto de significados, sino un verdadero cosmos de símbolos, incertidumbres y varios escenarios que van abriéndose hacia diferentes posibilidades de argumentación. Por esta razón, un libro no es únicamente el acto de escribir, sino la alegría de practicar múltiples reescrituras que, posteriormente, se traducirán en diferentes interpretaciones y también diversas lecturas hechas por individuos desconocidos.
En una segunda instancia, el libro es un excelente
instrumento de diálogo con miles de personas. Aquí ingresa el público de toda
clase: lectores curiosos, especialistas y un mar de comentarios que desatan una
diáspora de ideas, encuentros, desencuentros, críticas y debates. No importa
que el autor o los autores desconozcan todo lo que se hace con sus libros. La
meta está cumplida: haber iniciado la interacción simbólica, la comunicación y
el mensaje más grande del mundo. El libro se transforma en una botella llena de
significados que navega a la deriva. Es lo de menos si no existe un puerto
seguro porque el libro como obra de arte cumple con su finalidad: transmitir los
experimentos subjetivos que se desarrollan en el pensamiento del autor. Esta es
una sensibilidad que dejaría de existir, si el libro no sale a la luz por medio
de la relación con sus lectores.
La cuidadosa elaboración de un libro recorre túneles
misteriosos. Casi nunca es unilineal y, en todo caso, se recurre a distintas tácticas
complicadas: adaptar los pensamientos a las palabras y de aquí desgajar el
análisis, la reflexión dramática, la precaución argumentada, la descripción
reveladora y un cúmulo de fantasías que nuestra mente fabula, convirtiendo el
pensamiento en un material de trabajo, el cual, además, necesariamente se cruzará
con las menudas experiencias de la vida. Es altamente posible que un autor no
elija sus temas, sino que éstos elijan al escritor.
En el armado de un libro no hay libertad plena porque
la vida misma se encarga de abrir diversos surcos por donde transitarán los
temas e inspiraciones que harán volar la imaginación. El arte consiste en escribir,
investigar, especular y atreverse a crear ideas sobre determinados asuntos
porque a un autor le ocurrieron ciertas cosas que, posteriormente, se
imprimirán a través de una especial visión del mundo.
Uno está atado a sus circunstancias; sin embargo, esto
no quiere decir que la libertad del pensamiento lleve también al libro hacia
lugares inimaginables y descubrimientos exagerados que convertirán a la vida en
algo nuevo, en una experiencia renovada, exuberante y también escéptica con
todo lo que existe a nuestro alrededor.
El libro está inmerso en menciones constantes a otros libros, frases y símbolos ajenos, estableciéndose una red que se amolda a lo que podríamos llamar la universalidad de conocimientos y pensamientos. Por esto no sirven de nada las ideologías y dogmatismos políticos: miserias falsas que ahogan cualquier idea.
Como en algún momento explicó el escritor francés Roland Barthes, el libro como obra de arte, prácticamente aspira a ser una universalidad abierta a la polisemia, la multisensorialidad y la indulgencia con un mundo inestable, por medio de orientaciones pluralistas. El libro implica, en gran medida, una amplia gama de variaciones sobre la escritura. Es un perpetuo movimiento de más lecturas, más ideas y más escritos. De pronto surgirán mutismos repentinos aunque nunca dejarán de sonar otros proyectos de libros, monografías, artículos y fragmentos que hablarán, sucesivamente, sobre nuevos libros. Esto hace que la escritura sea una de las mejores maneras de vivir leyendo, pensando, fabulando y garabateando.
Comentarios
Publicar un comentario