UNA VEZ MÁS: GOBERNABILIDAD Y DEMOCRACIA REBELDE EN BOLIVIA




Bolivia sufre y tiene miedo pero, sobre todo, el país está confundido. La actual situación política expresa el enfrentamiento entre una democracia liberal representativa (todavía profundamente cuestionada), y una democracia rebelde y simultáneamente participativa. La idea de una democracia rebelde tendrá que ser evaluada según sus propios méritos, como por ejemplo, la posibilidad de contribuir a la formulación de políticas públicas, así como evitar los abusos del poder oficial y el autoritarismo. Sin embargo, esto no significa que la gobernabilidad al interior del Estado esté, de hecho, asegurada. Todo lo contrario, persisten problemas estructurales como la desinstitucionalización del aparato público, junto con las dudas sobre la estabilidad económica.

La gobernabilidad siempre influirá poderosamente en la agenda política. De aquí que una de las preguntas principales para el debate en Bolivia sea: ¿Cómo asegurar la gobernabilidad y adaptarla a nuestras específicas condiciones culturales? ¿Qué significa lograr una sólida capacidad de gobierno y cuál es su futuro? La llegada de una pandemia como el Coronavirus está mostrando que las estructuras institucionales del Estado boliviano no están organizadas correctamente, las decisiones son de corto plazo y las políticas de salud ilustran que la idea de orden político y social está en total riesgo. Las demandas insurgentes sobre atención y contención del virus se están tornando caóticas en diferentes lugares del país, incluso a pesar de la existencia de una cuarentena que obliga a la ciudadanía a permanecer en casa. Hubo desobediencia en todas las zonas cocaleras y en la ciudad de El Alto, exponiendo al país a contagios masivos sin precedentes. Esto es una señal típica de crisis de gobernabilidad que desvía la dirección hacia una toma de decisiones políticas mucho más autoritaria.

La agobiante pandemia del Coronavirus ha tenido, de inmediato, tres tipos de consecuencias para el proceso electoral en Bolivia: en primer lugar, se postergó todo el calendario electoral, incluyendo la fecha aprobada oficialmente para la realización de las presidenciales el 3 de mayo de 2020. Aunque se requiere una ley expresa del Congreso para que las elecciones se suspendan y pueda dilucidarse un nuevo calendario que reorientará todo el proceso electoral, el presidente del Tribunal Supremo convocó a todos los partidos que participarán en las presidenciales, obteniendo un consenso sobre la necesidad de posponer todo. Esto tiene una implicación constitucional, sobre todo respecto al periodo de tiempo que debe durar el mandato transitorio que fue aprobado para Jeanine Añez como presidenta interina.

En segundo lugar, Bolivia regresa a una incertidumbre sobre la legitimidad del gobierno de transición (que debería quedarse en el poder hasta julio de 2020), y sobre a los mecanismos institucionales para instalar un nuevo gobierno democrático que retome la estabilidad política y la gobernabilidad duradera. Todo este panorama ahora se desvanece, mucho más con una presidenta transitoria que, al mismo tiempo, está cumpliendo tres funciones contradictoras: a) candidata; b) garante del proceso electoral debido a los compromisos asumidos luego del vacío de poder acaecido el 10 de noviembre de 2019; y c) líder circunstancial de las políticas de salud para enfrentar una pandemia, frente a la cual el sistema de salud no tiene las mejores condiciones. La pandemia requiere de un gobierno estable, con un conjunto de ministerios e instituciones que no sean “de paso”, sino todo lo contrario, una estructura de poder fuerte, interdependiente y con suprema coordinación, aspectos que están ausentes en el sistema político boliviano.

La tercera consecuencia tiene que ver con que todos los partidos estaban organizando sus propuestas electorales, con una elevada dosis de retórica vacía, improvisada y grandilocuente pero articulados a la crisis de noviembre, luego de la renuncia de Evo Morales. Lo que más sobresalía era la fuerte tendencia para evitar un giro hacia la dictadura, hacia una situación similar a la de Venezuela y la conformación de un gobierno democrático que sea elegido por medio de un proceso limpio, neutral y regido por un Tribunal Electoral imparcial.

Como resultado de la paranoia desatada por la emergencia sanitaria, los partidos perdieron una brújula coherente porque jamás imaginaron tropezar con los efectos de una pandemia que requiere confiabilidad en las políticas de salud, efectividad en la decisiones de expertos para frenar las tendencias exponenciales de los contagios y subsecuentes muertes masivas, además de que ninguno de los partidos diseñó alguna propuesta razonable para articular tres aspectos estratégicos para salir adelante: 1) “organización” eficiente del sistema de salud en todo el país; 2) “investigación” de punta para dar respuestas científicas al sufrimiento de los pacientes afectados; y 3) “inversión solvente” en el sistema de atención que requiere de políticas públicas claras, estables y sujetas a profesionales de calidad. Estos tres elementos, de hecho, requieren de un gobierno legítimamente elegido en las urnas pero las elecciones en Bolivia están en entredicho hasta tratar de contener las principales amenazas de contagio por el Covid-19.

Por otra parte, las demandas rebeldes que vienen desde la anulación de las elecciones presidenciales del 20 de octubre de 2019 han delimitado un escenario institucional, social y político, altamente fragmentado. Al analizar la gobernabilidad boliviana desde una óptica cotidiana, también se encuentra una fragmentación de todo tipo de ideologías. No se puede hablar de una ideología dominante anti-neoliberal. En todo caso, existe a una crisis de los mapas cognitivo-ideológicos que expresa el estallido de diferencias étnicas, regionales, culturales y de atención oportuna con políticas públicas, dando lugar a un mayor fraccionamiento de identidades y visiones políticas sin integración que presentan propuestas inentendibles, conflictivas, violentas y desordenadas. Bolivia está, cada vez más, en una balcanización y clivaje conflictivo de sus clases sociales, pueblos indígenas y partidos que podrían destruir toda la confianza en la democracia.

El país, una vez más está forcejeando con el regreso de las reformas de economía de mercado, la persistencia de la desigualdad, el abuso de los pactos políticos (que probablemente se conviertan nuevamente en pactos de gobernabilidad), y la irresponsabilidad de las élites partidarias que destruyen las posibilidades de consolidación democrática. La desinstitucionalización permanece como una maldición para eternizar el clientelismo, favorecer a los actores más influyentes en la economía y reforzar la marginalidad de aquellos que no tienen poder ni fuentes de ingreso estable, socavándose las raíces del sistema democrático.

Considerar el aparato estatal como un botín político para distribuir sinecuras, es algo que las élites políticas deben dejar de hacer porque de otra manera, no se podrá encontrar soluciones a los desafíos actuales del siglo XXI como las pandemias, el calentamiento global, la superación de la pobreza y el gobierno de un “Estado profesional”. El abuso de poder de las élites económicas y políticas, a su vez colisiona con los límites de una globalización económica donde Bolivia está sometida a varios poderes en el ámbito internacional.

¿Cómo podría controlarse un sistema político abierto al avance de la democracia rebelde, receptivo a una mayor equidad y participación, junto con un tipo de economía en red que tendría que mostrar nuevas estrategias de negocios para vender el gas natural y repensar la nacionalización de los hidrocarburos en Bolivia?

Estos conflictos altamente destructivos expresan, asimismo, una contradicción: gobernabilidad y democracia rebelde se mueven sobre principios antagónicos de irremediable choque permanente. En un lado de la medalla, la gobernabilidad obedece a cómo los grupos más poderosos son capaces de definir un rumbo específico para el Estado, especialmente en lo que se refiere a la apropiación del excedente económico. En el otro lado está la democracia rebelde y participativa que exige la representación del máximo número posible de clases sociales y grupos étnicos, los cuales buscan arrancar beneficios con criterios de justicia substantiva para la mayor parte de sectores marginales.

La gobernabilidad es una necesidad política estratégica pero en Bolivia tiene serios problemas para lograr un equilibrio, siempre temporal, entre la “lógica del poder” de los grupos más fuertes, y el respeto a la “lógica de igualdad política” que exige la democracia rebelde y participativa, hoy día imposible de ser soslayada.

Por último, la postergación de las elecciones presidenciales que iban a realizarse el 3 de mayo de 2020, tendrá dos efectos profundamente negativos: por un lado, la discusión sobre cuánto tiempo más podrá extenderse el gobierno transitorio de Añez y, por otro lado, el clima económico cuya parálisis obligada debido a la cuarentena y la movilización para evitar los contagios, está haciendo peligrar la poca confianza en el sistema democrático que la población tiene, luego de sufrir los enfrentamientos violentos y una terrible ingobernabilidad que desató la renuncia de Evo Morales, las elecciones fraudulentas que tiraron por la borda la estabilidad de todo el sistema socio-político en noviembre de 2019 y el llamamiento a una guerra civil que Morales impulsó y sigue agazapado detrás de una mayor crisis de gobernabilidad.


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