Para
aquellos que están familiarizados con la cultura oriental o el Tíbet, es fácil
de entender que la religión, la filosofía y el modo de vida que expresa el
budismo, no solamente está afincado en miles de años de sabiduría, sino en la
existencia de un verdadero mundo paralelo u otra dimensión: un escenario
espiritual de búsqueda permanente, humildad tajante y renuncia incesante a todo
ego y comodidad materialista. De hecho, se trata de una mirada, una concepción
del universo y de la vida, completamente diferente a lo que es la cultura
occidental.
Dentro
del mundo budista, la vida es un sufrimiento constante e inevitable. Esta
consideración no es, por supuesto, un gran descubrimiento pero sí la forma de
encararlo. Hay que aceptar el sufrimiento tal como es porque, además, todo es
pasajero, endeble y volátil. El sufrimiento se detendrá cuando se encuentre
también la belleza de la vida en cada situación espontánea que nos toca
experimentar. El budismo es un tipo de anti-política porque nada se puede
forzar para cambiar la realidad social, sino es por medio de un viaje personal
y antisocial que da las respuestas más profundas para sobrevivir a la amargura
de existir.
Por
otra parte, el concepto de felicidad en el mundo occidental, se relaciona
directamente con el verbo “tener”, con todo aquello que significa el prestigio
personal, la ostentación, el poder de influenciar en la sociedad, la economía,
la política y lo que se liga con el egoísmo, el narcisismo, o el hedonismo.
El budismo es todo lo contrario pues impulsa un valor esencial que gira en
torno a “liberar”, “dejar ir” y, en el fondo, descargarse de toda preocupación
por el materialismo relacionado con tener algo en esta vida para llegar al
éxito, cuando lo más importante es la sumisión y la compasión por todo ser
humano, los animales y el entorno natural.
La
anti-política se manifiesta cuando uno renuncia a las diferentes formas de
acumulación de riqueza y poder, con la finalidad de transformar la conciencia,
un espacio íntimo y cerrado que nadie lo puede violar, forzar ni aplacar. La
sociedad externa está dañada y por esta razón sería prudente aislarse, buscando
únicamente un beneficio interior. Cada quien recorrerá su destino sin ligarse
con la sociedad, la cultura, el consumo y las atrocidades del poder.
Esta
es otra dimensión de creencias sobre la vida o sobre lo que significa vivir. De
manera más clara: lo esencial es aguantar,
a como dé lugar, nuestra existencia momentánea. La historia de Buda, llamado en
su momento Siddhartha Gautama, es precisamente el ejemplo cardinal de una
transformación y, al mismo tiempo, una búsqueda que continúa influyendo en la
vida espiritual de millones de personas. Para el budismo “el camino es el
destino”; esto representa una de las enseñanzas centrales, relacionada con la
búsqueda de la paz interior y la iluminación. Es en esta travesía personal de
experiencias espirituales y vivencias profundas que el yo interior pretende
transformar la existencia en “iluminación”, donde la reflexión y el pensamiento
cumplen un papel fundamental. Es la purificación y la fuerza de la mente lo
verdaderamente trascendental, antes que la capacidad colectiva lo que genera un
cambio legítimo.
Siddhartha
fue un príncipe que vivió cientos de años antes de Jesucristo. Poseía dinero,
estatus elevado, privilegios de todo tipo y una familia con esposa e hijo. Sin
embargo, decidió abandonar este mundo para ir en busca de la verdad hasta
encontrar la iluminación y la paz total. Su influencia impactó enormemente a grandes
figuras como Herman Hesse. “Todo es efímero y pasajero”, de manera que no vale
la pena estar esclavizado a las cosas materiales de ningún tipo, ni a la
historia como patrimonio colectivo. Por esta razón, lo mejor sería abandonar
toda pulsión egoísta, no estar atrapado en el pasado ni preocuparse tampoco por
el futuro incierto. Es el presente lo que cuenta, de manera que la felicidad se
adquiere “dejando ir todo”, o liberándose de las cargas de la vida material y
el exceso.
Para
el budismo, “en lo que pensamos nos convertimos y, por lo tanto, todo lo que
somos es el resultado de lo que hemos pensado”. Con esto se da un fuerte
énfasis a la meditación y la energía de nuestro cerebro, de manera que cualquier
persona sería capaz de programar su mente, en función de lo que libere las
condiciones de felicidad y transformación íntima. Aquí hay una conexión directa
con las enseñanzas de la concentración
plena, que es un estado de la mente con conciencia total para lograr el
bienestar y paz interiores.
Sin
duda se trata de un desafío no muy fácil de asumir porque el mundo occidental
está encadenado al consumo constante de mercancías y valores que son lo
contrario de las enseñanzas budistas. Todos vivimos o sobrevivimos dentro de un
gigantesco mercado donde nada se puede hacer o conseguir sin dinero, donde los
seres humanos son vendidos junto con cualquier otro objeto. Se vende la fuerza
de trabajo y el ritmo de vida ha cerrado las puertas a la espiritualidad porque
el estrés de la vida diaria está totalmente ensamblado con la necesidad de
sobrevivir a cualquier costo por medio del dinero, el cultivo de los placeres y
la alimentación de la libertad individual para alcanzar la admiración. Así se
cancelan las posibilidades de pensar en otro tipo de felicidad relacionado con la
concentración plena porque la cultura
occidental del consumismo no permite alcanzar una conciencia clara para estar
en armonía con la paz interior, sino que es la constante acumulación de cosas
exteriores que otorga placeres de todo tipo, lo que predomina e influye en
Occidente.
En
el budismo “es la mente de un hombre, no sus amigos o enemigos, la que lo lleva
por los caminos del mal”. Esto también es parte de la concentración plena, de manera que, una vez más, la ruta interior
es un eje valioso para el verdadero crecimiento donde solamente se encuentran
respuestas para el equilibrio personal. Estas respuestas son únicas y, de
alguna manera, inexplicables y particulares que son esclarecidas por medio de
la reflexión. El budismo estimula esta búsqueda hasta llegar a la iluminación o
el nirvana pero luego de un periodo largo e impredecible donde uno se “da
cuenta” de la verdad y la paz definitiva.
El
mundo paralelo del budismo puede estar repleto de penurias. Justamente, el
hecho de conseguir el pan sobre la mesa exige que puedan realizarse una serie
de acciones y esfuerzos; incluso en la Biblia encontramos enseñanzas de Jesús
afirmando que no sólo de pan vive el hombre. Esto muestra que el mundo
espiritual no puede ocultarse o disolverse en medio del consumo u otros valores
utilitaristas. La conciencia recta, la introspección de la concentración plena y la necesidad de ir más allá de mundo social,
reivindican una fuerza que el budismo previó hace miles de años: Cuando uno se
libera del gusto por lo malo, cuando está tranquilo y encuentra placer en las buenas
enseñanzas, cuando se tienen estos sentimientos y se aprecian, entonces el ser
humano se libera del miedo y, finalmente, vive una vida desapegada. Uno no
debería sentirse dueño de nada en medio de la abundancia.
El
reto principal radica, entonces, en la transición de este mundo occidental
hacia otro, el del yo interior, la reflexión iluminada y la tranquilidad de
haberse liberado de todo aquello que causa dolor o esclaviza hacia el mundo
material y a lo colectivo. En el siglo XXI, un equilibrio entre el mundo occidental
y el budismo parece ser imposible, sobre todo por el contenido anti-político.
Hay que dejar la política para reconducir la mente hacia las respuestas únicas
y personales.
Referencias importantes:
https://journals.openedition.org/chinaperspectives/408
https://www.oxfordbibliographies.com/view/document/obo-9780195393521/obo-9780195393521-0251.xml
https://www.oxfordbibliographies.com/view/document/obo-9780195393521/obo-9780195393521-0251.xml
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