LA VICTORIA DE BOLSONARO: DE LA DECEPCIÓN A LA DERECHA NACIONALISTA


A pesar de todo, Brasil continúa siendo un país donde predomina la discriminación, el desprecio de los pueblos indígenas, la crisis medioambiental y la violencia, haciendo muy difícil la tarea de proteger la democracia representativa.

   El triunfo en la segunda vuelta electoral de Jair Bolsonaro el 28 de octubre de 2018, marcó un hecho insólito en la historia política de Brasil: el regreso a los patrones tradicionales de un populismo nacionalista que muestra un sistema político afincado en la anti-modernización. Este país se había convertido en el emblema de éxito económico y potencial transformador que parecía orientarse hacia un sitial de privilegio, exactamente en la senda abierta por la India, Rusia y el gigante chino. Sin embargo, nada de esto era verdad porque las condiciones políticas de su sistema democrático presentaban un retroceso o estancamiento lamentable, debido a la corrupción y al prebendalismo que generó un resentimiento muy profundo en la sociedad brasileña.


    En primer lugar, los tres gobiernos consecutivos del Partido de los Trabajadores (PT): 2003-2011 con Lula como presidente y 2011-2016 con Rousseff como presidenta, degeneraron rápidamente en enormes escándalos de corrupción dentro de la empresa Petrobras. Los ex presidentes como Lula da Silva, Dilma Rousseff y lo más destacado de la dirigencia del  PT, hicieron muy poco para modernizar el partido, terminando por afianzar únicamente a las élites políticas que hicieron todo lo posible por armar coaliciones con otros partidos pequeños de centro izquierda y el populismo religioso de sectas evangélicas, sin revertir la enorme concentración del ingreso, la desigualdad de oportunidades y la violencia desenfrenada del crimen organizado y el narcotráfico.

En segundo lugar, incluso a pesar de las políticas sociales que trataron de alguna manera de redistribuir la riqueza, ni Lula da Silva, ni Rousseff cambiaron efectivamente la dinámica de privilegios desiguales a las que el sistema político siempre estuvo acostumbrado. Brasil quiso avanzar en el mapa de las economías emergentes, abiertas a los mercados de la globalización pero no logró modernizar la praxis política de los partidos que, en el fondo, iban a ser las instituciones responsables de garantizar el éxito integral. Hacer política en Brasil implica enraizar las ambiciones personalistas, fortalecer a los empresarios más poderosos, pensar en el mercado mundial y dejar en la inercia a las grandes masas de clase media y popular que tratan de sobrevivir al margen de la política.

En tercer lugar, los grandes negocios, contratos millonarios con el Estado y la acumulación de riqueza en las manos de pocos elegidos por la política y las conexiones de una economía obsesionada con la competitividad internacional, hicieron de Brasil un país de resentidos y una olla de presión que estalló en las urnas del 28 de octubre, eligiendo a un candidato de extrema derecha y reforzando, a su vez, el nacionalismo como si se tratara de una tabla de salvación que pondría fin a trece años de gobiernos de izquierda y decepciones consecutivas.

Brasil no está a la altura de los BRICS, pues tanto Rusia, India, China y Sudáfrica poseen más condiciones competitivas que la economía brasileña, donde lo mejor que se puede vender es su imagen de campeón futbolero, junto a un sistema político clientelar, corrupto y reforzador de la desigualdad. Brasil es la anti-modernización de la utopía de ver al gigante tropical, convertido en el rival de los Estados Unidos dentro de América Latina.

Estos son los entretelones de la victoria de Bolsonaro: haber desgastado el discurso de la izquierda para articular las favelas atestadas de violencia urbana, narcotráfico, rezago tecnológico y tradicionalismo político, como si fuera un rasgo vital del nuevo populismo nacionalista. En un principio, se pensó que las expresiones de Bolsonaro, cargadas de racismo, intimidación y autoritarismo, iban a favorecer la victoria de Fernando Haddad, el elegido de Lula para renovar al PT. Todo fue al revés porque el electorado eligió presidente a un extremista, bravucón y admirador de la dictadura (1964-1985). Jair Bolsonaro es el nuevo presidente de Brasil, gracias a las ilusiones de una sociedad que supone que la defensa de la patria, la familia y el conservadurismo afincado en la discriminación de los homosexuales, traerá mejores tiempos. La elección de Bolsonaro fue una garrafal equivocación y el signo persistente de Brasil anti-moderno.



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