BOLIVIA: CONTRADICCIONES IRRESUELTAS Y AMENAZAS COMO ESTADO FALLIDO EN AQUEL LÚGUBRE 2005



La desesperación es el revés impotente de la frustración. Como cuando uno está a punto de naufragar, cae al agua y encima encuentra una tormenta que amenaza con ahogarnos. De nada sirve patalear o dar brazadas, el naufragio puede arrinconarnos en el fondo de mar y, al mismo tiempo, enfrentarnos con el azar para poder sobrevivir. Esta fue la cruda lección sufrida por todos los bolivianos en tres semanas de ingobernabilidad y egoísmos políticos que por poco desencadenan una violencia descomunal, nunca antes vista desde 1982. Era aquel lúgubre año 2005, dos años después del desplome del gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada y de las tres renuncias a la presidencia que nos dejó Carlos D. Mesa.

La transición constitucional nos salvó del descalabro pero sería ingenuo pensar que el nuevo Presidente Eduardo Rodríguez Veltzé (junio 2005-enero 2006), constituía una solución a la crisis estructural. Su elección en el Congreso fue un interregno como tregua social y política porque no hemos resuelto, para nada, los problemas pendientes: ¿podemos nacionalizar los hidrocarburos? ¿Cómo replantear la alternativa de industrialización del gas y visualizar un nuevo patrón de desarrollo económico que posibilite un crecimiento igualitario, junto con un nuevo Estado plenamente institucionalizado? ¿Hemos logrado revertir nuestra imagen internacional como un Estado fallido e incapaz de construir una Nación, entendida como aquella colectividad que garantiza amplios márgenes de seguridad ciudadana, tolerancia e identificación con un “nosotros colectivo” para sentirnos parte de una comunidad que se auto-reconoce como valiosa?

Apenas consumada la derrota de Hormando Vaca Díez, el MIR, MNR y NFR, el país tenía que hacer frente al peligro que se cierne sobre toda esperanza resuelta a medias: la anarquía. Las querellas entre diferentes facciones que componían los movimientos sociales de protesta, no fueron menos violentas que la rebelión declarada para nacionalizar los hidrocarburos, exigir la renuncia de Vaca Díez y la Asamblea Constituyente. Nunca hubo un liderazgo claro, único y coherente en las marchas de mineros, campesinos y juntas de vecinos.

Todas las facciones en el corazón de los movimientos de protesta, del propio Parlamento, las regiones y los partidos políticos, fueron, son y serán, más personalistas que ideológicas. Este panorama también reveló su carácter retrógrado y racista, de indios contra mestizos, de mestizos contra blancos, de todos contra todos, y aunque nuestra realidad indígena tenía una fuerte representación parlamentaria, las sesiones legislativas 2002-2005 jamás mostraron un Congreso más renovado. Con discursos en aymara, quechua y castellano, se imposibilitó toda promesa de transformación y, en todo caso, regresaron los conflictos irreconciliables que desembocaron en una escisión, revelando a un país profundamente enfrentado.

Desde octubre de 2003 tuvimos la caída de tres figuras: del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, del ex presidente Carlos Mesa, y del Parlamento como teatro de la gobernabilidad. Estas tres figuras reflejan, a su vez, tres momentos en el estropicio de una Bolivia moderna: el fracaso en la creación de un nuevo Estado, la frustración de una duradera reforma social, y la asfixia del desarrollo económico. Lo que el presidente Rodríguez Veltzé tenía en sus manos era un Estado fallido y mal hizo en asumir el papel de héroe para cerrar las heridas; por lo tanto, su tarea como el jefe de un gobierno de transición, se concentró solamente en la construcción de un soporte sólido para las nuevas elecciones donde se recompuso la correlación de fuerzas en el Parlamento y se restableció legitimidad a la imagen presidencial como eje de la autoridad del Estado, porque todo sector social y político se había convertido en una fuente potencial de rebelión que desafía por cualquier lado la institucionalidad estatal y amenaza la seguridad ciudadana.

Las marchas indígenas y mineras que llegaron a La Paz y se diseminaron hasta Sucre y Santa Cruz mostraron que, tanto parlamentarios como el mismo Poder Ejecutivo, fueron totalmente rebasados por una participación directa de la sociedad civil en el sistema político.

En aquel entonces, las posibilidades de presión política se incrementaron para promover la Asamblea Constituyente, pero también para bloquear la democracia pactada de los senadores y diputados. Marchistas, líderes vecinales e indígenas aparecieron como un segmento de la sociedad civil donde se privilegió más lo regional y local, donde valieron más las identidades étnicas y el combate a la discriminación, antes que el Estado Nacional. De la democracia pactada de los años 80 y 90 en el siglo XX, Bolivia ha retornado a la democracia escindida de los años 2000, extraño recular del destino que nos hace mirar atrás sin superar nuestra división étnica que siempre caracterizó al país, que impide una modernización completa y nos arrastra hacia realidades tradicionales que se resisten a desaparecer. ¿Es esta democracia escindida el signo demencial de nuestra inviabilidad, o constituye la visualización de inciertas condiciones de gobernabilidad y pactos interétnicos?

El dilema en Bolivia seguía siendo el no saber si la próxima Asamblea Constituyente (2006-2007) y la recuperación de los hidrocarburos construirían un Estado más eficaz, plural y moderno o, por el contrario, íbamos a permanecer transpirando sangre en la maraña destructiva de una sociedad eternamente dividida y al interior de un Estado que, hasta ese momento, parecía haber fracasado. La llegada posterior al poder de Evo Morales lo confirmó, éste se aprovechó muy bien del descalabro político y se encumbró en la presidencia para prolongar un Estado fallido, administrado con una alta dosis de arbitrariedad y desinstitucionalización.

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