Nadie sabe con certeza cómo sería nuestra
existencia en el purgatorio, cuáles serán las interrogantes que se nos
formularán para inquirir sobre las razones de cualquier acto, ni qué tipo de
experiencia es aquella. De acuerdo con la iglesia Católica, el purgatorio
representaría una especie de antesala a la sentencia final sobre nuestra
condena o perdón por todo lo hecho durante nuestro momentáneo paso por la
tierra.
Lo
más interesante del purgatorio es, sin duda, la posibilidad de reconstruir y
pensar el pasado. Es una oportunidad muy similar al estado de contrición antes
de la confesión. En silencio o a media luz, el purgatorio se levanta entre la
bruma como una oportunidad para arrepentirnos por todo el mal que uno
supuestamente hizo o, por otra parte, por las omisiones y cobardías que nos
impidieron ejecutar otras acciones. El purgatorio nos da aquella posibilidad
que en la tierra parecía algo estúpido y hasta escandaloso, la posibilidad del
retorno, de recrear nuevamente cada instante crucial para, de una vez, sin
rubor, vanidad o suplicio, encarar la verdad de nuestros actos y arrepentirse o
enorgullecerse frente Dios o quien sea que habite esa burbuja desconocida de
purga espiritual.
En la tierra e historia, sin embargo, no
podemos rehacer nuestros actos. Lo hecho está hecho y jamás podremos retroceder
para corregir lo malo, resucitar los muertos, ni revertir la sangre derramada.
Este es el actual drama de América Latina y sus reformas económicas donde no
hay lugar para un regreso histórico hacia un momento en el que rehagamos
nuestra modernización o recuperemos tantos recursos perdidos. Los
traumatizantes latigazos de la crisis en Argentina, Venezuela, Ecuador y Brasil
no son más que la constatación de reiterados errores en los que se registran
más pérdidas que ganancias, y donde lo único que siempre vuelve como un Mito de
Sísifo es el conflicto y la fragmentación de un conjunto de sociedades que
tienen ya muy poco para apostar hacia el futuro.
Al
mito de la modernización acelerada de inspiración europea o norteamericana, le
siguió el mito de la substitución de importaciones donde el Estado cumplía un
papel central, prácticamente incuestionable. Los megaproyectos de
transformación económica, diversificación e industrialización, acaudillados por
elites militares o civiles, pronto cayeron en el agujero del exceso, el
despilfarro, la corrupción que se convirtió en el instinto y sentido común de
todo líder político, hasta presenciar las irreparables consecuencias de la
exclusión manifestada en 243 millones de pobres en América Latina; es decir,
50.7% de la población en el continente es pobre y lista para impresionar al
mundo desde las zahúrdas de Ciudad de México y los cordones marginales en
Managua, Caracas, Río de Janeiro, Lima, Buenos Aires o La Paz.
Si
existe el infierno, una parte de América Latina ya se asemeja a éste donde el
20% más rico de la población concentra el 53% del total de los ingresos,
mientras que el 20% más pobre, el polo opuesto y resultado ominoso de la
modernización, tiene acceso apenas al 4.52% . Esta desigualdad es una terrible
huella que puede convertirse incluso en indicador teológico por el cual serán
juzgadas las elites latinoamericanas en el purgatorio del más allá. Pero aquí
en la tierra, frente a individuos de carne y hueso, ante la vida cotidiana de
millones, ¿será posible repensar una modernización justa y una distribución de
la riqueza más generosa?
Algunos
analistas, entre estos William Easterly, ex economista del Banco Mundial,
aseguran que si el proceso de modernización de los 60 en América Latina no
hubiese sido tan desigual, injusto y errático, los indicadores socioeconómicos
se aproximarían mucho al éxito logrado por los Tigres del Asia y otras naciones
del centro Europeo. En un momento de nuestra historia tuvimos los recursos, la
ventana histórica de oportunidad, el ímpetu y la ensoñación para demostrar al
mundo que América Latina podía edificar inclusive una nueva cultura como modelo
a escala universal; sin embargo, el sueño no solamente se convirtió en
pesadilla, sino que también fue instalando cimientos de arena sobre los cuales
se erigieron sucesivas reformas que, hasta la fecha, van cediendo, incapaces de
solidificar y sostener algo duradero.
No
es posible regresar atrás, 20 ó 30 años de nuestra historia. Hoy día, sobre el
tiempo y recursos perdidos de la substitución de importaciones, se intentan
construir las reformas de mercado, la liberalización de todos los sectores
económicos junto con el desarrollo democrático como régimen político. Todo lo
que hacemos es arar sobre viejas cosechas, recoger escombros, segar campos
extenuados pero jamás retornar a un punto virgen.
En
medio de esta imposibilidad de volver a nacer, sólo nos queda reconocer los
errores, aceptar la responsabilidad de estas consecuencias fatales, o mejor,
responsabilizar a quienes merecen pagar sus culpas aquí y ahora, a esas elites
políticas y económicas cuya irresponsabilidad trajo tanta iniquidad, porque no
es tan fácil como se creía idiotizar a las almas resignadas de millones de
latinoamericanos excluidos. Pero tampoco es fácil afrontar por mucho tiempo con
faz siempre serena, de un vacío sin término la pena y de un truncado porvenir
la nada.
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