El
21 de enero de 2000 se clausuró públicamente el Instituto para el Desarrollo
Internacional de la Universidad de Harvard (Harvard Institute for International
Development). Así se puso fin a treinta años de investigación económica y
asesoramiento a más de 40 países en desarrollo. La clausura obedeció a dos
motivos centrales. Primero, un juicio a Harvard seguido por el Departamento de
Justicia de los Estados Unidos por 120 millones de dólares, pues la universidad
habría incurrido en una negligencia al no supervisar el trabajo de dos de sus
asesores que están acusados de fraude, abuso de confianza y beneficio personal
mientras controlaban la apertura del mercado de capitales y los procesos de
privatización en Rusia. Segundo, el director del instituto, Jeffrey Sachs,
dispuso de una enorme cantidad del subsidio con el que operaba la institución,
y por el cual tenía responsabilidad fiduciaria, para iniciar consultorías
privadas abriendo otro instituto. Ambos hechos ocasionaron serios daños
económicos a Harvard y pusieron en duda la validez moral de su trabajo, así
como el doble filo de los consejos sobre política económica que en gran medida
parecen estar ligados a la manipulación del conocimiento según intereses
personales.
La
Universidad de Harvard es una de las más renombradas en los Estados Unidos y en
el ámbito académico mundial. Asimismo, su instituto de estudios del desarrollo
fue creado para ayudar imparcialmente a las economías pobres y contribuir a que
éstas realicen reformas estructurales mejorando su desempeño económico.
Desgraciadamente, este propósito fue desvirtuado porque el conocimiento
generado por algunos profesores de Harvard se convirtió en fuente de poder para
satisfacer beneficios personales, aprovechando las circunstancias del
influyente asesoramiento internacional que tiene la universidad.
Intereses personales y asesoría técnica
La
actividad de Harvard es bien conocida en Bolivia a través del mismo Jeffrey
Sachs que fue el más importante consejero externo durante la ejecución del
Decreto Supremo 21060. Sachs saltó a la fama mundial después del éxito logrado
por la estabilización económica en Bolivia a comienzos de 1986; desde entonces
no ha cesado de asesorar a casi todos los países de América Latina y, como no,
a los gobiernos de Europa del Este cuya tragedia política provocó también una
crisis económica devastadora luego del fracaso comunista. En 1992 Sachs viajó
personalmente a Moscú para instalar un nuevo equipo de asesores que, se
suponía, ayudarían al gobierno ruso en su transición del régimen soviético
hacia la economía de mercado.
Así
fue como Andrei Shleifer, ganador de un famoso premio sobre investigación
económica y destacado profesor en Harvard, junto con Jonathan Hay, asesor legal
de la misma universidad, montaron el proyecto estrella más importante de los
Estados Unidos para influir y reestructurar la economía rusa en 1992. A finales
de septiembre de este año, tanto Shleifer como Hay eran enjuiciados en la corte
del distrito federal de Boston por conducta fraudulenta, mal uso de fondos
públicos y por involucrarse en un conflicto de intereses mientras administraban
el programa de ayuda entre 1992 y 1997.
Los
reportes sobre este escándalo, publicados por el Wall Street Journal entre
febrero del 99 y octubre de 2000, muestran una extraña mezcla entre indicios de
corrupción y argumentos técnicos sobre el éxito alcanzado por los asesores en
materia de reformas económicas. Shleifer y Hay afirman que su trabajo fue un
éxito rotundo: re-escribieron todo el marco regulatorio ruso para instalar un
mercado de capitales e iniciar la privatización, desarrollaron la red de
contactos e información necesaria entre los inversionistas extranjeros y los
sectores económicos considerados estratégicos; en suma, su tarea inauguró una
verdadera nueva época para la economía rusa. Sin embargo, así como el éxito
técnico podría ser incuestionable, también es sumamente criticable el hecho de
que ambos asesores, viendo el éxito de las reformas, se beneficiaran personalmente
invirtiendo en petróleo, bienes raíces, fondos privados de pensiones, comprando
bonos del tesoro del Estado, invirtiendo en el mercado donde era negociada la
deuda externa rusa, utilizando contactos políticos con funcionarios del
gobierno y manipulando información para tener prioridad en sus inversiones más
allá de la libre competencia que ellos pregonaban.
Es
más, entre 1992 y 1997 el programa de Harvard había recibido del gobierno
estadounidense, a través de su Agencia Internacional para el Desarrollo
(USAID), más de 43 millones de dólares como subsidio que, según los términos de
referencia, servían para otorgar “consejo imparcial y sin sesgos” durante todo
el proceso de reestructuración. Por lo tanto, los asesores norteamericanos
estaban terminantemente prohibidos de invertir. Contrariamente, Shleifer y Hay
utilizaron el personal y las mismas oficinas de USAID en Rusia para poner en
marcha sus inversiones; finalmente, las esposas de ambos profesores, Nancy
Zimmerman y Elizabeth Hebert, inauguraron el primer fondo mutual en Rusia,
manipulando también la competencia porque controlaban el marco legal y
financiero a través de su empresa Bracebridge Capital, con lo que ya era
imposible ocultar sus acciones frente a USAID y Harvard. Como consecuencia, en
octubre de 2000 el Forum Financial Group inició otro juicio contra Shleifer,
Hay y Harvard, esta vez en la corte federal del distrito de Maine, alegando que
los asesores utilizaron su influencia en Rusia para monopolizar el mercado de
fondos de pensiones, pagar sumas exorbitantes en beneficios y compensaciones,
además de depositar el dinero de los ciudadanos rusos en bancos extranjeros
para evadir impuestos y presionar al Forum a que venda sus acciones
directamente a Jonathan Hay.
El abuso del conocimiento
Estos
hechos pueden ser catalogados como actos de corrupción, si entendemos a este
fenómeno como aquel “beneficio extrasituacional” del que gozan ciertos
individuos gracias a los privilegios que poseen en situaciones de poder e
influencia. Si bien esta definición de corrupción está pensada para el ámbito
político, es asimismo aplicable a aquellos casos donde el mismo conocimiento y
experticia también representan otros factores de poder, sobre todo si adquieren
un fuerte sesgo cuando dicho conocimiento es utilizado sin medir sus límites o
asumir responsablemente las consecuencias negativas de su aplicación a
situaciones prácticas. Shleifer y Hay no comprendieron que el conocimiento
tiene límites, tanto éticos como epistemológicos, utilizando su saber como un arma
para imponer sus propias ambiciones y beneficiarse a costa de otros, a los
cuales decían aconsejar para mejorar la situación desventajosa en que se
encontraban.
Tanto
la Universidad de Harvard como el gobierno norteamericano, erróneamente
pensaron que el conocimiento sobre herramientas micro y macroeconómicas
transmitido por los asesores, iba a tener un valor agregado: la enseñanza de
actitudes necesarias para enfrentar la economía de mercado, pues se suponía que
los intelectuales entregarían también un conjunto de valores que asumieran la
conciencia de libertades equitativas, competitividad e igualdad de
oportunidades; es decir, el conocimiento de los reformadores debía convertirse
en ideología capitalista, de la cual carecían los reformadores rusos.
Todo
resultó al revés, los consejeros externos abusaron de su conocimiento y lo más
probable es que no sólo hayan persuadido a los gobernantes rusos sobre la
orientación de las reformas económicas, sino que también hayan impuesto sus
puntos de vista técnicos, en la medida en que presentaron su conocimiento como
superior y, por lo tanto, susceptible de tomar ventaja para cosechar ganancias
personales. Shleifer y Hay reaccionaron con un sentimiento de “creatividad
destructiva” cuando vieron que podían controlar el diseño de las reformas, así
como el marco normativo que les permitiera jugar su propia intervención frente
al Estado ruso y a otros inversionistas extranjeros.
En
las declaraciones públicas que ambos imputados hicieron a través de sus abogados,
David Zornow y Earl Nemser, no negaron haber invertido y tener negocios en
Rusia, por el contrario, afirmaron que podían combinar su trabajo de
consultores con sus intereses personales sin atentar contra las leyes
norteamericanas. Jamás dejaron abierta la posibilidad de gozar del beneficio de
la duda sobre su actividad o reconocer un conflicto ético en sus labores
profesionales.
Sin
embargo, es posible que la Universidad de Harvard sí se haya percatado de estos
problemas entre ética y conocimiento, razón por la cual cerró su instituto y
suspendió las labores del director Jeffrey Sachs que, a su vez, había abierto
otro Centro para el Desarrollo Internacional con fondos del mismo instituto
para coordinar y ejecutar el caudal de consultorías privadas que llegó a tener.
Si bien la universidad, extrañamente, avaló esta actividad, su responsabilidad
financiera hizo que se vea en serios problemas puesto que no podía justificar
un gasto así, además de estar seriamente dañada por el proceso del Departamento
de Justicia.
Finalmente,
el instituto fue cerrado, no porque el conjunto de reformas de economía de
mercado haya resultado totalmente equivocado, sino porque se encontró con que
todavía resta mucho por aprender sobre la ingeniería de una renovación moral.
El caso de Harvard obliga a investigar dónde en el gobierno, el mercado, las
instituciones académicas y en la misma actividad intelectual, descansa una
peligrosa vulnerabilidad a la corrupción; en este caso, está claro que deben
establecerse límites infranqueables entre el conocimiento científico, el
asesoramiento técnico para intervenir en la realidad a través de diferentes
políticas, y las tentaciones de utilizar tal conocimiento como un factor de
poder que busca solamente beneficios individuales y posiciones parcializadas.
Actualmente,
todo ha regresado a la normalidad. Harvard sigue gozando de un prestigio
mundial, al igual que los gurús de la economía como Jeffrey Sachs. Sólo que
ahora, probablemente, todos son más cuidadosos y menos ensoberbecidos para
ofrecer recetas de crecimiento económico y progreso a la carta. Asimismo, si
uno busca realizar una maestría en estudios del desarrollo o administración
pública en Harvard, sobre todo viniendo de los países en desarrollo, el
problema del ingreso es y no es, al mismo tiempo, un tema ligado al prestigio o
a las probadas capacidades que un postulante debe demostrar.
Es
relativamente fácil ser aceptado, sobre todo si uno viene de familias
poderosas, adineradas o de los circuitos de élite. No es imposible ingresar a
Harvard. Sin embargo, es muy difícil cuando se solicita una beca. Inclusive, ni
teniendo una beca que asegure el financiamiento de la manutención, el seguro
médico y la compra de libros, Harvard facilitará las cosas para ofrecer una
beca que financie los estudios (tuition expenses). Harvard siempre cobrará y
mientras uno pueda pagar, entonces adentro. Todo está listo para reproducir un
discurso y un conjunto de conocimientos donde la economía de mercado y la falta
de ética en la diseminación de fórmulas políticas para seguir en la ruta de los
negocios globales, sean el santo y seña de una universidad, para quien casi
nada es imposible. Empero, todo tiene un límite y lo que ofrece Harvard se
asemeja al viejo refrán donde “no todo lo que brilla es oro”.
Comentarios
Publicar un comentario