Introducción
Con la terrible crisis política que vive Honduras donde
el autoritarismo ya es sinónimo de dictadura y con la violencia delincuencial e
irrefrenable en el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, ya no se sabe qué
diablos es la democracia. En los años noventa, las encuestas iban y venían, los
especialistas en política comparada se embarrancaban en debates teóricos muy
sutiles, aburridos y, finalmente, ambiguos. Leyendo a Juan J. Linz, Robert Dahl,
Giovanni Sartori o Adam Przeworski, todo el mundo sigue caminando sobre huevos.
Todo concepto, ilusión y convicción sobre la democracia se rompen. Los debates
contemporáneos en torno a la calidad de la democracia, están reavivando la
necesidad de reevaluar la literatura politológica para comprender los
verdaderos alcances y raíces institucionales de las democracias en América
Latina del siglo XXI; es por esto que el concepto mismo de democracia se
encuentra en mutación y permanente adaptación a las dinámicas socio-históricas
y al contexto internacional.
La persistencia de patrones autoritarios en la cultura
política, así como el serio cuestionamiento a las relaciones entre economía de
mercado y consolidación de la democracia representativa, exigen reconsiderar
con profundidad la mutua determinación entre democracia, capacidades estatales,
políticas públicas eficaces para enfrentar especialmente la pobreza y la
desigualdad, y apertura al reconocimiento de mayores alternativas de
participación de la sociedad civil, por medio de mecanismos de democracia
directa.
El llamado “giro a la izquierda” en diferentes sistemas
políticos como Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia, está mezclado con dudas
sobre el futuro horizonte de la consolidación democrática debido a los intentos
por modificar las constituciones para viabilizar la reelección de caudillos
presidenciales como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales. Por otro lado, el
resurgimiento de golpes de Estado como el sucedido en Honduras (mayo de 2009),
expresa que las crisis políticas tienden a degenerar en imposiciones violentas
y la negación del diálogo democrático entre varios actores sociales, al margen
de cualquier institucionalidad y legalidad.
Las fronteras entre autoritarismo y democracia son
movibles porque fácilmente se puede pasar de un lado a otro, según la
correlación de fuerzas y la habilidad de las élites políticas (de izquierda o
derecha) para ejercer el poder. Pensar la democracia, vinculada solamente a un
sistema de partidos competitivo y legítimo, hoy se desbarata al comprobarse que
cualquier partido es capaz de ejercer el poder con inclinaciones absolutistas,
reproduciendo estrategias clientelares y populistas (Cf. Moore Jr., 1967;
Bates, 1984).
Un enfoque neo-institucionalista sobre los cambios
constitucionales o las modificaciones en la capacidad de las fuerzas
partidarias para promover la gobernabilidad en los regímenes democráticos, es
insuficiente para comprender los problemas de muchos países que – si bien no
pueden apuntalarse según los parámetros teóricos occidentales – todavía
intentan superar las inclinaciones del autoritarismo competitivo, relacionado
con altos déficits de calidad democrática en la región. Estos déficits se
expresan principalmente en la corrupción al interior del Poder Judicial de
cualquier país latinoamericano, el permanente aumento en las tasas de crímenes
violentos, la inseguridad ciudadana en las grandes metrópolis, la penetración
del narcotráfico para financiar campañas electores, y en la definición de las
grandes políticas, solamente a partir de un pequeño grupo de élites
burocráticas (Freedom House, 2006; Carrillo Flórez, 1999).
La caracterización de algunos regímenes como democracias
fallidas o incompletas también conduce a otro error, al no permitir un
diagnóstico socio-histórico y multidisciplinario. En el caso de los sistemas de
partidos hegemónicos, existe una confusión entre las diferentes formas de
autoritarismo competitivo y la problemática de transición democrática, cuyas
perspectivas se concentran básicamente en el papel de las élites para recuperar
gobernabilidad estatal y controlar las políticas económicas.
Este artículo plantea la necesidad de complementar
aquellos abordajes teóricos y repensar las orientaciones ideológicas sobre la
democracia, sus proyecciones históricas y requisitos institucionales, desde una
mirada que incorpore las expectativas de los actores sociales y el
fortalecimiento de la sociedad civil (devolverle poder) para tomar decisiones
en las instituciones y expresarse respecto al curso de varias políticas
públicas.
Por otra parte, la democracia en América Latina como forma de régimen
político está directamente relacionada con las manifestaciones del liderazgo
presidencial y partidario. Cuando se discuten las diferentes perspectivas sobre
el grado de institucionalización, la calidad de la democracia y el futuro de
las reformas políticas, surge simultáneamente una ola de críticas que destacan
al populismo como un obstáculo o lastre pre-moderno que reproduce el
caudillismo, evitando el avance hacia el progreso y la modernización definitiva.
Un análisis del fenómeno populista exige reflexionar de qué manera diferentes países en otros continentes, y no solamente en América
Latina, presentan a la relación del líder único con la sociedad manumitida, como
cierta conexión majestuosa a partir de la cual el liderazgo se reproduce expandiendo
temores, sutiles mitos del refugio y un abanico de intimidaciones (Cf. Dix, 1978,
1985).
Del optimismo teórico a las dudas sobre la
consolidación
En la literatura sobre transición a la democracia
aparecía con fuerza una “linealidad” que se movía entre el autoritarismo y la
deseable consolidación democrática. Estas miradas fueron demasiado optimistas
porque existían varios tipos de transición que impactaron de manera diferente
en la calidad de la democracia, aspecto central en la discusión actual que fue
obscurecido por las teorías de la gobernabilidad, al privilegiarse a los
sistemas de partidos y a los procedimientos electorales (Cf. Linz y Stepan,
1996; Przeworski, et. al., 2000).
Hoy día, la sociedad civil interpela directamente a las
estructuras de gobierno y a las élites políticas, generando conflictos
alrededor de los resultados poco claros que tiene cualquier régimen democrático
para erradicar la pobreza. ¿Cuáles son los estándares mínimos de la democracia,
y finalmente dónde descansa la soberanía política que legitima a un régimen
político en el largo plazo?
La democracia consolidada, como la definen los
politólogos Juan J. Linz y Alfred Stepan, es un tipo de régimen democrático más
cercano a las definiciones derivadas de la poliarquía; es decir, llena de
contradicciones e insuficiencias. En el fondo, los análisis sobre las
orientaciones de la democracia en el futuro, constituyen una idealización
inclinada hacia prescripciones normativas (el deber ser). Linz y Stepan hablan
de la democracia consolidada como el “único (y el mejor) sistema de reglas de
juego en la polis” (the only game in town),
criterio por demás ingenuo. En toda sociedad, siempre habrá miles de reglas de
juego, muchas de ellas no institucionalizadas, antidemocráticas y cruzadas con
múltiples mecanismos culturales, tradiciones históricas y religiones; ni en
Estados Unidos o Inglaterra la democracia es the only game in town (Cf. Diamond
y Plattner, 1996).
Las herramientas metodológicas disponibles a la hora de
abordar el tema de las transiciones tienen varias limitaciones en la ciencia
política. Cuando se trata de estudiar momentos críticos, como rupturas
institucionales o prácticas autoritarias dentro de algunos gobiernos
democráticos, aparecen variables muy importantes de difícil medición para
realizar explicaciones como las negociaciones secretas entre los grupos de
poder económico y las élites políticas respecto al rumbo de determinadas
decisiones, o las influencias internacionales de diferentes organizaciones que
socavan la soberanía estatal, imponiendo reformas como la privatización de
empresas públicas con un alto costo social.
Por otra parte, la teoría democrática se ha concentrado
demasiado en los comportamientos políticos agregados, y cuando ingresa en el
terreno de la subjetividad política, los valores y compromisos normativos, las
discusiones se desvían hacia la toma de posiciones unilaterales sobre lo que
uno “cree que es la democracia ideal”. Esto limita considerablemente el estudio
de otras variables muy importantes en torno a dónde radica la legitimidad de
los regímenes (sobre todo si seguimos comparando las dictaduras con las
democracias).
La teoría y el concepto de democracia, también se ven
limitados en su posibilidad de estudiar las raíces y razón de ser de los
liderazgos políticos, fundamentales para entender la gestión pública que apunta
hacia determinado rumbo en materia económica y políticas sociales, e inclusive
para definir el tipo de Estado: liberal, benefactor o desarrollista.
La dificultad de realizar estudios sistemáticos sobre los
valores democráticos y los líderes frente a la toma de decisiones en la
política diaria, señala que las teorías de la transición y consolidación tienen
capacidades explicativas débiles. Esto condujo a muchos autores al tratamiento
de otros objetos de estudio como los mecanismos de democracia directa
(consultas populares), simplemente en calidad de “variables peligrosas” que
pondrían en riesgo a la democracia representativa. ¿Debemos descartar la
movilización y las pugnas por una democracia directa al margen de los partidos
políticos, por ser de difícil abordaje? Una vez más, la teoría busca convencer,
afirmando que la democracia quedaría consolidada cuando se convierte en el
único patrón dominante para la definición sobre la titularidad del poder y el
respeto de las libertades en el largo plazo (Munck, 2009; O’Donnell, et. al,
2004).
La idea de dos transiciones: primero democratización y
luego consolidación, está presente también en los textos canónicos de la
ciencia política y demanda otras reflexiones sobre los distintos resultados de cada transición por países
en los últimos 25 años. La triste constatación en América Latina y Europa del
Este, donde se observa que muy pocos lograron instaurar verdaderas democracias
consolidadas, lleva a postular distintos resultados problemáticos que se
resisten a una conceptualización clara. Algunos autores sugieren utilizar
categorías inventadas como democraduras
o dictablandas, que son juegos del
lenguaje antes que interpretaciones con valor teórico (Cf. O’Donnell y
Schmitter, 1986).
Si bien los autoritarismos terminaron en América Latina,
no está claro si nuestros países son completamente democráticos o vayan a serlo
en el largo plazo; asimismo, las críticas de la sociedad civil y los
movimientos indígenas para “desmonopolizar la democracia” de los partidos
políticos, plantea implementar una serie de reformas políticas, así como una
nueva comprensión sobre el concepto y las posibilidades de subsistencia real de
un sistema democrático.
La legitimidad de la democracia está directamente
relacionada con un índice de desarrollo participativo desde las bases, que al
mismo tiempo se transforma en una serie de esfuerzos por ampliar la toma de
decisiones y empoderar a otros actores que no sean exclusivamente los partidos
políticos. Aún así, continúa la discusión sobre qué diablos finalmente es la
democracia y si ésta es deseable para solucionar los problemas más significativos
del siglo XXI y la globalización (Huber, Rueschemeyer y Stephens, 1997).
Democracia formal y calidad de la democracia: ¿hacia dónde ir?
La calidad de un
régimen democrático es una preocupación práctica y teórica simultáneamente. Hoy
día, en América Latina se incrementan con mayor fuerza los debates en relación
a cómo consolidar los gobiernos democráticos, por ejemplo controlando la
corrupción, fortaleciendo las instituciones del sistema político y reduciendo
la influencia de los partidos políticos para incorporar diferentes mecanismos
de democracia directa (MDD). Se cree que éstos podrían aumentar la calidad de
cualquier democracia al interior de las democracias formales ya consolidadas.
Sin embargo, es fundamental volver a discutir lo que se entiende por democracia
formal; asimismo, en América Latina existen diferentes versiones sobre lo que
es, o puede llegar a ser, la “calidad de una democracia”.
Definir la
democracia en el siglo XXI demanda responder múltiples preguntas en torno a su
consolidación pero también exige tener datos empíricos que expliquen
sistemáticamente la heterogénea realidad. Si bien las definiciones parecen
estar claras cuando se trata de terminar con una dictadura, las pretensiones
cotidianas plantean siempre la contraposición entre una definición mínima de la
democracia, frente a un concepto
normativo e ideal sobre lo que diferentes contextos socio-culturales
imaginan como un sistema democrático saludable, además de ser plenamente
racional.
Por lo tanto, una
vez más es importante considerar las precauciones del politólogo norteamericano
Robert A. Dahl, quien afirma que no se puede hablar de democracia porque ésta
constituye una aspiración y un tipo ideal, que no necesariamente tiene una
expresión empírica; es decir, materializada en un país que encarne todas las
dimensiones y exigencias de la democracia. Dahl afirma que “(…) no hay en
realidad ningún régimen (…) totalmente democratizado” (Dahl, 1989, p. 18); por
lo tanto, sugiere utilizar el concepto de poliarquía
que se refiere a regímenes relativamente (pero no completamente) democráticos;
o dicho de otra forma, las poliarquías son sistemas substancialmente
liberalizados y popularizados, es decir muy representativos, a la vez que
francamente abiertos al debate público.
El objetivo de
definir a varios regímenes como poliarquías contribuye a mostrar la manera
histórica y las características realistas que van evolucionando, en los
sistemas no democráticos o hegemonías cerradas, hasta llegar a la formación de
poliarquías (a través de distintas rutas, pasando por oligarquías competitivas,
hegemonías representativas o por una vía rápida). En el fondo, toda poliarquía
es un régimen de gobierno formalmente democrático, caracterizado principalmente
por el respeto a la participación de la oposición en los procesos políticos. La
oposición en una democracia formal tiene que ser capaz de disputar los votos en
elecciones libres y donde los ciudadanos, iguales ante la ley, formulan sus
preferencias y presentan diversas demandas al gobierno democrático. Estos
ciudadanos también deben ser tratados de manera igualitaria por los titulares
del poder, en el momento de ponderar las preferencias y formular políticas
públicas. En consecuencia, la democracia formal se define como aquel arreglo
institucional que reúne y hace prevalecer las siguientes condiciones:
- Funcionarios libremente elegidos;
- Elecciones libres, imparciales y frecuentes;
- Existencia de la libertad de expresión;
- Los ciudadanos acceden a varias fuentes de información para tomar
decisiones, también libres;
- Hay libertad de asociación con plena autonomía frente al gobierno;
- No hay barreras para evitar la participación electoral porque la
ciudadanía es inclusiva, sobre la base del sufragio universal.
Estos argumentos
sobre la democracia formal sustentan la creencia de que las instituciones –
como un sistema de reglas de conducta, previsibles y racionales – producen la
poliarquía. Esto, finalmente, viabilizará el respeto a los partidos políticos y
las fuerzas de la participación, fortificando el debate público. En una
democracia formal se espera que el Poder Ejecutivo pueda vigorizarse como el
centro de solidez institucional, y que el sistema de partidos no esté demasiado
fragmentado sino que tienda a lograr una estructura integrada.
Aquí radica la
principal debilidad de la democracia formal porque al privilegiarse demasiado
el fortalecimiento del Poder Ejecutivo y los partidos políticos, en América
Latina se abre demasiado la puerta para imponer la racionalidad de un
presidencialismo vertical y de élites políticas que reproducen conductas
excluyentes y corporativas, sobre todo para conseguir fondos y financiar la
cotidianidad en la actividad política de cualquier partido que, tarde o
temprano, tiende a corromperse y mirar la democracia, únicamente como el juego
del poder a como dé lugar.
La consolidación de
las democracias latinoamericanas emergentes de la tercera ola como “the only game in town” (el mejor
sistema de reglas para definir la titularidad del poder y proteger una
oposición política), no tuvo un correlato en su desarrollo “a la europea”, como
esperaban con optimismo los primeros estudios de transición (de la dictadura a
la democracia). El “círculo virtuoso” de desarrollo democrático no se expresó
en la mayoría de los regímenes del continente latinoamericano. La constatación
de que las democracias sudamericanas post-transición, a pesar de su realización
formal, tenían importantes déficits respecto de las democracias idealizadas en
Estados Unidos o Europa central, motivó el cambio en la literatura de
transitología hacia las reflexiones sobre “calidad de las democracias”.
Desde esta
perspectiva, se han realizado múltiples esfuerzos para comparar las distintas
democracias de América Latina en base a ciertos atributos, cuyo nivel de
desarrollo implicaría una mayor o menor calidad de las mismas (Cf. Levine y
Molina, 2007). Por ejemplo, puede entenderse a la democracia en términos
multidimensionales, distinguiendo cinco dimensiones principales para el estudio
de su calidad. Estas son las siguientes:
a)
Decisión electoral.
b)
Participación.
c)
Respuesta a la voluntad popular (responsiveness).
d)
Responsabilidad (accountability).
e)
Soberanía popular.
Estas dimensiones
están obviamente interrelacionadas en la teoría y práctica, pero pueden ser
separadas conceptualmente para su contrastación empírica. La primera dimensión:
decisión electoral, se refiere al nivel de recursos informativos de los
electores para tomar decisiones responsables. A diferencia del derecho formal
(una persona, un voto), que aparece como el baluarte para tener una democracia
formal, esta dimensión busca determinar hasta qué punto existe una igualdad
sustantiva entre los ciudadanos a la hora de escoger sus preferencias.
La participación
tiene que ver con el involucramiento de los ciudadanos en la vida política,
esto es, no sólo en los procesos electorales, sino también en la toma de decisiones directas al interior
de las organizaciones políticas y/o sociales. La tercera dimensión,
responsabilidad, tiene que ver con la capacidad de las instituciones o los
mecanismos sociales para someter a los funcionarios públicos a rendir cuentas y
eventualmente sancionarlos (sobre todo en los casos de corrupción, abusos y
arbitrariedades del poder). En cuarto lugar, la calidad de la democracia se
refiere a dar una respuesta contundente al problema de la “soberanía o voluntad
popular”. Esta dimensión es comprendida como el grado en el que los gobernantes
siguen las preferencias de la ciudadanía a la hora de tomar decisiones.
Por último, la
dimensión de soberanía se refiere a si los decisores políticos electos
responden o no a aquellas fuerzas que no son responsables frente al electorado
(como pueden ser los poderes fácticos y las organizaciones multilaterales que
influyen en la globalización). A nivel interno, esto tiene que ver con la
fortaleza del Estado de Derecho y la primacía del gobierno en las fronteras
nacionales; a nivel externo, tiene que ver con la independencia formal y la
soberanía política internacional de un país (Keohane y Nye, 2001).
Democracia y desarrollo económico: ¿convergencias o divorcios enigmáticos?
Las relaciones entre la democracia y el desarrollo
económico constituyen un escenario político de múltiples convergencias y
divorcios. En el siglo XXI, los datos históricos en América Latina y Europa del
Este no permiten emitir un juicio definitivo sobre las ventajas que la
democracia brinda al desarrollo económico y viceversa. Una de las preguntas
centrales plantea ¿cuáles son las consecuencias políticas del bienestar
material moderno?
Asimismo, debemos seguir investigando ¿de qué manera las
libertades civiles – aquellas necesarias para que la gente elija
libremente a sus gobernantes – afectan
el bienestar colectivo en otros terrenos?; es decir, más allá de la esfera
política, dando lugar a una reflexión sobre las consecuencias materiales de los
regímenes políticos.
En los debates sobre democracia y desarrollo económico
saltan a la vista dos posiciones. Primero, aquellas donde se juzga a la
democracia como un lujo que puede ser ofrecido solamente después de haber
alcanzado un “alto nivel de desarrollo”. Algunos investigadores (Lipset, 1989)
pensaban que cuanto más democracia existía, había mayores probabilidades para
desviar recursos hacia el consumo antes que hacia la inversión, razón por la
cual si los países subdesarrollados o pobres buscaban un verdadero despegue
económico en términos de crecimiento, debían “limitar y frenar la participación
democrática” en los asuntos políticos.
La segunda perspectiva mostraba que el advenimiento de la
democracia era una etapa “inexorable” como consecuencia del desarrollo (Cf.
Apter, 1970). Muchas veces se afirmó que la incidencia de la democracia estaba
indudablemente relacionada con el nivel de desarrollo económico (medido como
ingreso per cápita). Por lo tanto, no es lo mismo utilizar el concepto de
democracia para estudiar sus influencias en el desarrollo económico, y ofrecer
una perspectiva más operativa para los fines de medición sobre la consolidación
democrática, según el escenario histórico de diferentes países.
De manera directa y sencilla, la democracia es aquel
régimen donde aquellos que gobiernan son elegidos a través de un proceso de
elecciones competitivas. Esta definición tiene dos componentes: gobierno y
competición en los procesos eleccionarios que, básicamente, deben corresponder
a la elección del jefe ejecutivo del gobierno y de una asamblea legislativa. La
competencia implica tres características: primero, incertidumbre ex ante de las
elecciones (no sabemos quién ganará); segundo, irreversibilidad ex post (una
vez conocidos los resultados); y tercero, que las elecciones puedan repetirse
en un periodo largo de tiempo.
Por el contrario, el concepto de dictadura significa que
aquellos que detentan el poder en un determinado momento se resisten a ceder el
gobierno como resultado de elecciones libres. La dictadura nunca tiene la
voluntad de entregar el poder a nuevos titulares después de las elecciones. Al
mismo tiempo, aparecen cuatro características dictatoriales: 1) otros partidos
políticos de oposición no son permitidos, 2) hay solamente un partido
dominante, 3) el periodo de gobierno de la dictadura puede terminar en un
sistema de partido único, o donde los demás opositores están proscritos, y 4)
se clausura inconstitucionalmente el poder legislativo, tratándose de
reescribir las reglas del juego (puede ser una nueva constitución), favorables
solamente a los titulares del poder que se rehúsan a dejar el gobierno.
De alguna manera, la democracia es un fenómeno exógeno
(no siempre endógeno generado por el crecimiento económico per se), es decir,
un Deus ex machina, tendiendo a
sobrevivir si el país es moderno (en términos capitalistas occidentales) pero
la democracia “no es exclusivamente un producto directo de la modernización”.
El poder causal del desarrollo económico para derrumbar
las dictaduras y hacer florecer la democracia es muy pequeño. El nivel de
desarrollo, medido en términos de ingreso per cápita, arroja pocas luces sobre
las oportunidades de transición hacia la democracia; sin embargo, el ingreso
per cápita tiene un fuerte impacto en la supervivencia del régimen democrático.
Ahora bien, el ingreso per cápita tampoco se convierte en una evidencia
suficiente en torno a la consolidación de la democracia, entendida como un régimen
deseable con la capacidad de tener “durabilidad en el tiempo” (Przeworski,
2009).
No existe una relación lineal entre el desarrollo
económico que termina con las dictaduras y da paso – infaliblemente – a la
emergencia de una democracia. Una vez que ésta se establece, tiene mayores
probabilidades de perdurar en los países altamente desarrollados con buenos
ingresos, altos niveles de empleo y gozando de la satisfacción material que los
ciudadanos ansían en el capitalismo occidental, pero no es la situación por
excelencia, pues en otros países de ingresos medios, pobres y de raíz cultural
totalmente diferente a la racionalidad occidental, la democracia hace los
esfuerzos para convertirse en un régimen de gobierno pacífico y útil en la
determinación de una nueva lógica equilibrada en el establecimiento de la
titularidad del poder.
Las crisis económicas en los países pobres de América
Latina y África representan una de las amenazas más comunes para la estabilidad
democrática, aunque no existe una evidencia fuerte sobre si las presiones por
una distribución igualitaria se convierten en factores que definitivamente menoscaban
la democracia; empero, está por demás claro que la concentración abusiva de la
riqueza en las sociedades pobres, erosiona la estabilidad de un régimen
democrático. Extraer conclusiones determinantes en torno a un modelo único de
democracia universal que conviva con el desarrollo económico, es sumamente
difícil.
Conflictos, democracia y el
fracaso de los empresarios en el poder
Los problemas de
institucionalización, reglas claras para el ejercicio del poder, su limitación,
el fortalecimiento de los Estados de Derecho, las crisis de gobernabilidad,
pobreza y desarrollo económico, han planteado a la democracia en América Latina
muchos más retos e incertidumbres, que respuestas sólidas en las cuales
confiar.
Con la elección de varios
presidentes vinculados a poderosos empresarios privados durante la década de
los años noventa y comienzos del siglo XXI en Bolivia (Gonzalo Sánchez de
Lozada), Paraguay (Juan Carlos Wasmosy), Uruguay (Luis Alberto Lacalle), Argentina
(Carlos Saúl Menem), Panamá (Ernesto Pérez Balladares), México (Vicente Fox) y
la victoria del millonario Sebastián Piñera como presidente de Chile en 2010,
es fundamental evaluar con cuidado si la presencia de los empresarios en el
corazón del poder contribuyó a un desarrollo político más democrático en la
región, o en por el contrario, desató mayores polarizaciones y conflictos que
van socavando la legitimidad de las democracias.
Los empresarios en América
Latina – estén o no ejerciendo el poder directamente – se benefician en sumo
grado porque las políticas de economía de mercado y las estructuras de
globalización en el contexto internacional, hicieron que estos actores
económicos concentraran funciones políticas al difundir la ideología del
crecimiento económico que es visto como el factor imprescindible para aliviar
la pobreza.
El empresariado que actuó
desde la administración del Estado, generó procesos de reestructuración del Poder
Ejecutivo con el propósito estratégico de conformar un bloque en el poder transformándose
en una élite dirigente muy fuerte, la misma que también goza de un apoyo
popular en los procesos electorales, enarbolando las banderas de la tolerancia
pluralista y diseminando el discurso de integración socio-política entre las
masas ciudadanas y las élites económicas; sin embargo, la alta concentración
del ingreso en América Latina y la desigualdad de oportunidades, señalan que
los empresarios no contribuyeron a reducir las polarizaciones y conflictos
sociales en los momentos de crisis, regresando el choque entre la acumulación
de riqueza en clases privilegiadas y los millones de pobres que destacan en el
continente (182 millones hasta el año 2008).
Las élites empresariales
dentro del poder se caracterizan por posicionar el discurso de la eficiencia en
el manejo de la economía y la gestión estatal, al mismo tiempo que imponen sus
intereses, normas y proyectos de configuración social, política y cultural cuya
piedra angular es la combinación del modelo de mercado, la democracia
instrumental tecnocrática y la modernización capitalista de los países.
El problema central radica en
que los empresarios privilegian sus objetivos de enriquecimiento, cuando las
estructuras institucionales de la democracia enaltecen los intereses colectivos
y el fortalecimiento del sistema político donde cabe resaltar la igualdad, así
como la participación de una gran mayoría en los beneficios materiales para
reducir y erradicar la pobreza; los empresarios son escépticos o indiferentes
al combate contra la pobreza porque sobre-determinan su posición de clase
dominante con el fin de subordinar el Estado como estructura política al poder
económico.
Las experiencias políticas en
América Latina entre los años noventa y comienzos del siglo XXI, muestran que
la democracia no mejora su desempeño de integración y apertura equitativa hacia
la participación de otros actores sociales pobres, cuando los empresarios
millonarios incrementan sus privilegios con la magnitud del poder político
concentrado en sus manos. En estos casos, la importancia de su poder económico
hace que la administración de políticas se incline de manera desigual al
fortalecimiento de los segmentos sociales más favorables al sistema de mercado,
desatando conflictos socio-políticos por el control de recursos naturales,
humanos y oportunidades para manejar el poder que destruye los valores
democráticos de igualdad y fraternidad al centralizar los debates, únicamente
en torno a lógicas oligárquicas que reproducen patrones autoritarios donde los
más ricos, los mejor educados y los más destacados creen tener el derecho de
estar por encima de otras clases sociales, calificadas como masas populares que
deberían contentarse con poco.
Los gobiernos identificados
con la izquierda jugaron un papel ambiguo en sus relaciones con el
empresariado, sin lograr reducir su poder, aclarando que protegen la propiedad
privada, fomentan la inversión extranjera y regulan la desigualdad con un
rostro social en la prosecución del modelo neoliberal o economía de mercado
internacional, por medio de políticas sociales que son administradas como
instrumentos en busca de consenso y gobernabilidad del sistema político, aunque
ni Ignacio Lula Da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile o José Mujica en
Uruguay pudieron atenuar la fuerza política de las élites empresariales, que
mantienen un caudal de presión fundamental sobre el rumbo de las decisiones
nacionales porque los ricos todavía definen el desarrollo global de la
economía.
Las élites empresariales que
acceden al poder se plantean objetivos de gobierno muy claros, como ser:
a) Cooptar la mayor parte de los llamados ministerios
claves, lo cual les permite acceder a una articulación de intereses más
eficaz al interior del sistema político por medio de la “representación de
élite” en nombre de un grupo de interés: los empresarios privados. La representación de élite es una modalidad de articulación de intereses
mediante la cual, en lugar de usar las conexiones personales o los canales
formales para lograr el acceso al sistema político que controla muchos
privilegios, el grupo que tiene una representación de élite confía en la
articulación directa y permanente de sus intereses a través de un miembro
que participe en la estructura de decisión. Este tipo de representación se logra mediante la presencia en el
Parlamento de senadores y diputados, o en el Poder Ejecutivo con varios
ministros de Estado, los cuales fomentan el desarrollo de un grupo definido:
los empresarios como élites para el ejercicio del poder político.
b) Especificación de metas en materia de modernización,
desarrollo económico y social cuyo eje principal es la eficiencia en la
administración de recursos económicos y humanos; esto se percibe sobre todo en
las ideas que los empresarios poseen sobre la privatización ya que, según
ellos, se debe hacer una clara diferenciación entre las funciones de
administrar y de gobernar; las empresas públicas estarían sujetas a la
manipulación política sin guiarse por criterios empresariales porque los
administradores públicos no se preocupan por lograr resultados económicos
positivos ya que saben que todo déficit será cubierto por el tesoro público;
además, para el empresariado, hace falta un criterio de competitividad, un horizonte
de planificación empresarial a largo plazo y, por lo tanto, la privatización
sería de vital importancia pues implica el traspaso de las empresas estatales a
manos privadas lo que, en su amplia concepción, contribuye a establecer una
nueva relación entre el Estado y la sociedad civil.
c) Coherencia y reforma institucional del Estado a
través de reformas constitucionales para ampliar las condiciones de economía de
mercado y el poder económico de las élites emprendedoras.
d) Reclutamiento sistemático del personal
tecno-burocrático; se trata de un reclutamiento diferencial que
privilegia a funcionarios con el más alto nivel de educación, lo cual ahonda la
diferenciación social, excluyéndose a la mayoría y desatando conflictos en
torno a la segregación y discriminación.
e) Ajuste ideológico al emitir un discurso que pone
énfasis en la equidad, las políticas sociales y protección del medio ambiente a
través del desarrollo sostenible.
f) Intento de unificación de otras fracciones del
empresariado por medio del acercamiento y aceptación de otras figuras porque
dentro del bloque en el poder se encuentran varias
clases y fracciones presentes en el terreno de la dominación política que no
pueden, sin embargo, asegurar esa dominación sino en la medida que están
políticamente aunadas.
Por esta razón, los políticos
tradicionales en América Latina van perdiendo el monopolio de la actividad
política puesto que en las estructuras de economía de mercado, hay un proceso
de empresarialización para el manejo del poder. Los empresarios se alzan como
nuevos actores políticos, cuya cúpula parece entender que las condiciones
democráticas imponen también una necesidad: la voluntad para dirigir los cambios en cuanto al
desarrollo, la tecnología y las exigencias propias del siglo XXI, desechando
por completo otros valores y utopías políticas como la posibilidad de liberar a
los oprimidos.
El modelo neoliberal en
América Latina está casi totalmente desprestigiado. Entre las principales
razones, podemos encontrar los problemas irresueltos de desigualdad y pobreza
que la economía de mercado acentuó y no pudo solucionar. Al mismo tiempo,
fueron las élites empresariales que al tratar de ejercer el poder, cometieron
los mismos errores del pasado; para los empresarios, la clase política especializada
en el manejo de la cosa pública representa un actor pobremente modernizado, muy
vulnerable a la corrupción, patrimonialismo, prebendalismo y sin ninguna visión
de largo plazo en la gestión gubernamental. Esta profunda desconfianza hacia la
clase política tradicional, hizo que los empresarios apoyen e imaginen un
modelo de economía privatizador, utilizando el discurso de “dejar atrás el
manejo ineficiente y benefactor del Estado”.
El empresariado se pensó a sí
mismo como un agente modernizador en América Latina creyendo superar los
problemas estructurales del sistema de partidos políticos, y argumentando tener
una sólida formación profesional obtenida en el extranjero, junto con múltiples
nexos en el entorno económico de la globalización; sin embargo, luego de
veinticinco años de democracia (1985-2010) esta imagen contrasta con el
surgimiento de conflictos tremendamente destructivos, desatados a consecuencia
de la presencia de los empresarios en Venezuela, Ecuador, Paraguay, Bolivia y
Argentina, quienes demostraron ser un actor anacrónico que utilizó el aparato
estatal para mejorar su posición en los negocios, sin aportar mucho a la
administración pública, donde nuevamente brotaron los escándalos de corrupción
y enriquecimiento ilícito a costa de los recursos públicos.
Una redistribución de roles
dentro del sistema político latinoamericano intentó colocar a la élite
empresarial al lado de la vieja clase política para corregir los errores del
Estado patrimonial. Las instituciones como el Parlamento mantuvieron su
carácter de órgano esencialmente político con los partidos políticos a la
cabeza, mientras que los Poderes Ejecutivos quedaron, en muchos casos durante
la década de los años noventa, bajo el liderazgo de los empresarios que
trataron de fomentar un órgano eminentemente técnico-profesional.
En ambos casos, el ideal era
buscar una complementariedad entre los dos sectores, sobre todo para los fines
de gobernabilidad y aplicación de las políticas de privatización. Todo fracasó
porque no se modificaron las prácticas políticas, sino que se reprodujeron las
actitudes rentistas y los efectos del poder para favorecer negocios en forma
particular, dejando postergada la integración social y el combate a la
desigualdad.
Ni el trabajo de la clase
política tradicional, ni el administrativo encargado a los empresarios fueron,
en sí mismos, suficientes para modernizar los Estados latinoamericanos. El
hecho de que las élites empresariales controlaran el poder, no quiso decir que
fueran exitosas. Los empresarios pueden estar dotados para el manejo
administrativo en el ámbito privado, pero el manejo administrativo del gobierno
era un escenario político, descubriéndose que el empresariado sesgó sus
posibilidades y oportunidades: sus decisiones no fueron puramente técnicas sino
que en el espacio gubernamental priorizaron su fortalecimiento como clase,
alejándose de los ideales democráticos de igualdad y equidad para el desarrollo
humano.
Si bien las decisiones
gubernamentales son políticas y técnicas simultáneamente, el Estado en manos de
las élites empresariales representó un factor de organización hegemónica,
en la medida en que el bloque en el poder no puede asegurar la dominación sino
en virtud de la combinación efectiva entre la técnica y la acción política. Por
lo tanto, el Estado constituye un factor de unidad política del bloque en el
poder bajo la égida de la clase o fracción dominante; esto marginó los valores
en torno a la calidad de la democracia en América Latina, de tal forma que los
intereses específicos del empresariado ingresaron en una aguda polarización con
los de otras clases sociales pobres y grupos indígenas, evitando – de manera
directa – que puedan modificarse las orientaciones
oligárquicas en los regímenes democráticos.
Esto desacreditó las políticas
de mercado (el modelo neoliberal), desprestigió a los partidos que fueron
acusados de una conducta coludida con el poder económico, regresando la
inestabilidad política, como los testimonian los casos de Venezuela con el
fracaso de Carlos Andrés Pérez y todo el pacto tácito de empresarios y la clase
política en Venezuela, Bolivia con la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada, el
derrocamiento de Jamil Mahuad en Ecuador, o la profunda debilidad de Fernando
de la Rúa en Argentina.
El eje del análisis sobre las posibilidades de
consolidación democrática en América Latina, hoy día gira en torno a la
dialéctica entre conflicto, integración participativa de los grupos sociales
marginados, desarrollo económico y erradicación de la pobreza (absoluta y
relativa), pero al mismo tiempo, de qué manera los conflictos se traducen en un
sistema de partidos estable, pluralista y representativo para construir un
conjunto de “capacidades estatales”.
Los partidos cumplen una función política expresiva,
desarrollando una retórica para traducir los contrastes de la estructura social
y cultural, en un conjunto de demandas y presiones para la acción y el logro de
un Estado legítimo. Los empresarios quisieron sustituir el papel de los
partidos, ejerciendo funciones instrumentales y conquistando el poder aunque
sin mejorar la representatividad de los sistemas políticos, pues no pudieron
mirar la democracia más allá de sus intereses y tampoco plantearon soluciones
para la desigualdad desde una perspectiva global. En función de gobierno, el
empresariado fracasó al negociar, agregar las presiones y articular las
demandas, profundizando las divisiones sociales pues hacia comienzos del siglo
XXI, los empresarios se convirtieron en verdaderas fuentes de conflicto.
La crisis de las democracias en América Latina muestra
el surgimiento de un nuevo autoritarismo
competitivo que se relaciona con los déficits de democratización y las
amenazas de los Estados fallidos, como lo prueban la situación de Haití,
Honduras, Bolivia, Venezuela y el mismo México que es directamente incapaz de
combatir a las grandes mafias del empresariado vinculado al narcotráfico.
Cuando se desprestigian los partidos políticos, los empresarios y el régimen
democrático como forma de gobierno, la sociedad civil tiende a recurrir a
varios outsideres o aventureros,
quienes a nombre del pueblo siguen reproduciendo la lógica de intereses
restringidos, preservando el autoritarismo.
La privatización fue el zenit de las reformas
defendidas e impulsadas por los empresarios en el poder, lo cual también
terminó en otra frustración como los casos de Argentina (la crisis del año
2001) y Bolivia (la crisis del año 2003). La sociedad cuestiona intensamente
aquellas políticas, obligando a preguntarnos cómo romper las estructuras que
mantienen la pobreza, y cuáles son los estándares materiales mínimos para que
subsista la democracia.
América Latina siembra muchas dudas sobre la
viabilidad de combinar exitosamente factores como: liberalismo, teoría de la
democracia, políticas de mercado y republicanismo. Las experiencias históricas
señalan que surge una gran inconsistencia entre el poder económico concentrado
en pocas manos, los empresarios ejerciendo el poder desde el Estado, y las
condiciones de igualdad política que proclama la democracia. Los empresarios en
el poder destruyeron gran parte de la legitimidad democrática, y la sociedad
civil no encuentra nuevas alternativas de liderazgo y cambios en la cultura
política, dando lugar a múltiples señales que marcan un retroceso en el
desarrollo político democrático.
Deseos de sufrir y dominación de las masas: repensando el populismo en el siglo XXI
Todavía hoy causan estupor los sepelios
multitudinarios de Evita Perón, de su esposo Juan Domingo Perón en Argentina y
las exequias agobiantes de Joaquín Balaguer en la República Dominicana.
La súbita desaparición del líder o caudillo siempre va acompañada hasta sus
últimos momentos por un contingente humano que impresiona a todo el país. La
profunda tristeza de sus seguidores se confunde con la incertidumbre del núcleo
histórico del partido al cual pertenecía. ¿El líder hace al partido o éste crea
el verdadero liderazgo? (Cf. Boyte,
2003; Weyland, 2002).
El populismo puede definirse como la tendencia de
cualquier liderazgo – de izquierda o derecha, democrático o autoritario – para
hacer creer que la existencia del líder posee una particular dinámica liberadora, sin la cual es imposible
avanzar hacia el futuro. Es por esto que varios líderes quisieran perpetuarse
en el poder apelando al sentimentalismo de las masas como Hugo Chávez en
Venezuela o Evo Morales en Bolivia este siglo XXI; sin embargo, en la década de
los años 50 y 60, también se percibían las mismas inclinaciones con los
liderazgos de José María Velasco Ibarra en Ecuador, Víctor Paz Estenssoro en
Bolivia, Lyndon B. Johnson en los Estados Unidos, Juan Velasco Alvarado en Perú
y Joaquín Balaguer.
Tanto las cúpulas partidarias como los humildes
devotos del caudillo cuando éste muere, solamente alcanzan a converger en una
sola pregunta: ¿qué seguridad tiene y cuál será la viabilidad política del
partido popular y del movimiento social que sustentaba al líder desaparecido?;
es decir, ¿cómo podrá responderse a los miedos sociales y políticos que
revientan como las esquirlas de una granada después de la muerte del caudillo
populista que condensaba tantos símbolos y mostraba tanto poder? (Alamdari,
2005).
Tal como ocurrió con el mexicano Emiliano Zapata a
comienzos del siglo XX y con la muerte del mismo Ernesto Che Guevara – que
tranquilamente pueden ser considerados líderes populistas – las especulaciones
de los partidos políticos sobre la perpetuación del populismo parecen marcar
siempre la historia de América Latina. Por los pasillos de cualquier parlamento
o en las propias calles, los líderes populistas de repente se convirtieron en
sumos sacerdotes, frente a los cuales es imposible promover miradas y conductas
racionales sobre la actividad política. El populismo latinoamericano constituye
una simbiosis espectacular entre religiosidad pensada para la política y una
gran estafa donde el simbolismo junto con la adhesión emocional valen más que
mil propuestas sólidas para solucionar problemas sociales en la práctica.
En realidad se puede plantear que el populismo
latinoamericano siempre ha caracterizado a cualquier tipo de liderazgo, porque
nuestra cultura política está más acostumbrada a la grandilocuencia discursiva,
la presión y amenazas en las negociaciones, antes que la concertación social
junto a un liderazgo donde se defiendan argumentos racionales.
Lo que más llama la atención en la perpetuación del
populismo latinoamericano son las convicciones de muchos seguidores e inclusive
de muchos teóricos donde se afirma que la muerte de los líderes populistas
marcaría la inminente destrucción del partido que los impulsó; sin embargo
también podría ocurrir todo lo contrario porque los partidos tienden a
fortalecerse en diferentes países al tener la oportunidad única de seguir
acogiendo a las masas pues el reto en cada elección presidencial y la actividad
política paternalista, exigen analizar de qué manera las acciones simbólicas
del líder populista pueden prolongarse para proseguir con la apropiación
emocional de las bases en la sociedad civil.
El populismo, por lo tanto, es un componente
imprescindible para los partidos en América Latina, sean modernos,
tradicionales e históricos; por supuesto, el populismo del siglo XXI se nutre
de elementos tecnológicos al controlar los medios masivos de comunicación. El
populismo obedece, tanto a las movilizaciones completamente irracionales, como
a la planificación premeditada de las cúpulas partidarias que tratan,
minuciosamente, de no dejar nada a la deriva, calculando cada movimiento del
partido populista por medio de la propaganda y la venta de sueños gracias a la
comunicación política.
Con los líderes populistas, cuando están con vida y
después de su muerte, los partidos deben analizar muy hábilmente las mejores
estrategias para reconstruir sus relaciones con el voto ciudadano ya que para
el populismo, las masas son como niños y por ello éstos siempre buscarán una
imaginada protección suprema bajo las alas del caudillo.
La democracia no podrá destruir las raíces del
populismo; éste impone, no moderniza nada pero pervive con los aspectos
modernos en elecciones libres. El populismo se caracteriza por ofrecer el cielo
y la tierra sabiendo que no podrá cumplir casi nada, pero tiende a perpetuarse
porque es la misma sociedad latinoamericana que inconscientemente busca hacerse
seducir (Cf. Clanton, 1977; Holbo, 1961).
Una de las características más sobresalientes en el
discurso de los líderes populistas es el tono alarmista con que analizan los
problemas políticos. Para el populismo todo futuro social debe convertirse en
una cruzada redentorista que busca alianzas con un supuesto pueblo descarriado
y profundamente necesitado de bienes materiales a los cuales quiere acceder con
carácter gratuito.
Por una parte, constituye una ficción pensar que las
adhesiones populares pueden combinarse fácilmente con un programa de gobierno
racional, especialmente en lo que se refiere a una serie de reformas
económicas. El populismo está unido directamente a la necesidad de incrementar
constantemente el gasto fiscal por medio de prestaciones sociales masivas,
transmitidas hacia las grandes masas mediante el discurso del “derecho a tener
más derechos sin la mediación de ningún tipo de limitaciones” (Schneider, 1994,
p. 156; Radcliff, 1993).
El nacimiento de los partidos y liderazgos populistas
está cinglado en una trayectoria donde se construyó una identificación profunda
y directa entre el líder y las masas, así como entre la sobreoferta irracional
en los programas de gobierno y las reales posibilidades de ofrecer
mega-proyectos, una vez que el populismo asume el poder.
El discurso populista está cargado de símbolos
culturales ancestrales y religiosos en los que se expresa un enfrentamiento
entre la cultura supuestamente originaria de las mayorías pobres y nacionales,
con los políticos occidentalizados de corte urbano y elitistas. Los rasgos
populistas son una demostración de rencor hacia la actuación de las élites en
todos los campos, desde el científico hasta el económico, pues el pueblo es lo
contrario de cualquier círculo de elegidos, convirtiéndose en el escenario de
la verdadera justicia social para los desposeídos.
Así se van procesando rasgos específicos en boca y
manos del líder populista, quien hace creer que su llamado al pueblo marginado
no puede ser apropiado por otros partidos aristocráticos como si se tratara de
una destreza comercial, pues existe una relación estrecha y de mutuo
condicionamiento entre los códigos del discurso populista que prefiere a la
plebe: encarnada y alimentada permanentemente con prejuicios de
enfrentamiento con los ricos, y un conjunto de “enemigos del pueblo” que
estarían siempre en el lado de la modernización tecnológica, el imperialismo
estadounidense y las instituciones que tratan de poner trabas económicas y
burocráticas a las peticiones directas del sentir doliente del pueblo.
El líder de masas, supuestamente no puede ser calcado
por ningún partido discriminador pues la identidad populista radica en el
liderazgo que se auto-atribuye la liberación de “los de abajo”, proponiendo una
democracia directa donde impera la lógica del coro, es decir, la rebelión de
las masas que acceden a todo provecho material y económico como condición
previa para que funcionen luego las demás instituciones democráticas como el
parlamento y el poder judicial. Esta es la voz del pueblo: la voz de las
exigencias sin límites y condiciones.
El manejo estratégico e instrumental de la simbología
cultural milenaria: figuras de corte andino, precolombino y muchos contenidos
étnicos del discurso populista, se combinan con la técnica de los medios de
comunicación, sobre todo en nuestra época donde destaca una “tele-democracia”.
La muerte del principio de libre competencia entre el pluralismo partidario y
la hegemonía de un solo partido multitudinario, es buscada premeditadamente por
el populismo que intenta destruir otras opciones políticas. Los espejismos del
populismo tratan de rescatar las presuntas identidades colectivas auténticas y
un tipo de sistema político donde los derechos ciudadanos se van transformando
en el disfraz del derroche que probablemente promoverá la quiebra del Estado.
El populismo en América Latina jamás representó una
propuesta política original en la historia de la democracia, aunque sí revela
cierta capacidad de adaptación, sobre todo gracias a un uso hábil de los medios
de comunicación con el objetivo de articular y controlar a los movimientos
sociales donde se amalgaman aspectos del populismo tradicional:
asistencialismo, clientelismo y elementos culturales de las denominadas
culturas subalternas. El populismo promueve un tipo de liderazgo ligado a los artilugios
de un discurso quejumbroso para enaltecer siempre a las víctimas del sistema:
los marginados y dominados del pueblo donde, supuestamente, florece el
sincretismo social, cultural y político; sin embargo, la finalidad última es
construir solamente una fuerza electoral.
Cualquier organización política intenta remedar a
los partidos populistas por razones únicamente pragmáticas; es decir, importa
mucho más apelar a los instintos irracionales, las fobias y deseos más oscuros
de la mentalidad colectiva, antes que ofrecer soluciones de largo plazo con
políticas públicas de orientación racionalista.
Esta es la consecuencia más nefasta del populismo
desde los años cincuenta hasta la actualidad: obtener apoyo electoral mediante
una interpelación electrónica donde la televisión nos hace ver el sufrimiento
de miles, la traición de los líderes y al mismo tiempo aquellos momentos de
enorme deslegitimación del sistema de partidos políticos; así se alimenta un
déficit que afecta cualquier democracia, preservándose a propósito la
discriminación y la ausencia de una ciudadanía efectiva que reclaman los
sectores populares, especialmente en las grandes metrópolis. Para ganar
elecciones, todo partido exagerará la crisis, alimentándose de las estrategias
del populismo: el lamento y la identificación de culpables.
Cautivar la orfandad del pueblo equivale a
percibirlo como mártir de la injusticia y la exclusión sistemática; el
resultado de esta actitud irresponsable es profundizar los problemas de la
democracia, exasperarlos y posponer la discusión equilibrada de soluciones.
Para el populismo es mejor agravar la exclusión de las masas, llegando
inclusive a destruir las raíces institucionales de la democracia moderna por
razones estrictamente electorales y de manipulación.
En épocas de modernización, el populismo impulsa
crecientes demandas de participación, tratando de convencer que tiene la
capacidad de reaccionar mediante formas simbólicas y míticas ofreciendo una
democracia directa, en la cual sería más importante una comunidad nacional
amorfa, antes que las estructuras representativas de la democracia y un
conjunto de instituciones diseñadas para aplicar soluciones sostenibles.
El populismo atrae sobre sí la imagen de un
instrumento que se identifica y representa a los excluidos, dando textura a una
máquina electoral que alimenta las situaciones de ruptura. Los líderes
populistas se oponen a las estructuras representativas de la democracia;
además, cuando otros partidos van a disputarse los artilugios del populismo, mintiendo
constantemente sobre las verdaderas intenciones del liderazgo, cabe discutir si
las sociedades latinoamericanas prefieren el papel de víctima asignado por el
populismo mesiánico y manumisor (Cf. Laclau, 2005, 2006).
La misma sociedad canaliza la tristeza de los
sectores populares para acrecentar caudales electorales y abre un dramático
momento donde aparecen múltiples instintos de autodestrucción. Las masas pobres
quisieran inmortalizar su situación porque en el malestar encontrarían una
satisfacción para auto-inmolarse a favor de los líderes carismáticos.
¿Es razonable afirmar que el populismo, sin sus
líderes reconocidos como carismáticos, apunta hacia su disolución? Sí, porque
la relación del líder único con sus bases y su partido es el caudal patriarcal
que le permite reproducirse a partir de la diseminación de temores y constantes
amenazas, pues se tiende a hacer creer que la presencia del líder populista es
la dinámica liberadora, sin la cual es imposible progresar. Por esta razón, el
populismo intentará transmitir el mensaje de un liderazgo, supuestamente
irreemplazable, siendo al mismo tiempo totalmente reacio para aceptar
sugerencias democráticas de renovación al interior de los partidos o
agrupaciones populistas.
El populismo impulsa un tipo de liderazgo con carisma situacional, directamente
construido con los artificios de un discurso
apesadumbrado (Cf. Canetti, 1985). En el
siglo XXI, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en
Nicaragua y Luis Ignacio (Lula) Da Silva en Brasil, se caracterizan por encarnar al populismo
del Gran Hombre, cuyo perfil descansa
en la fuerza dramática y espectacular de sus imágenes personales que son
comúnmente aceptadas a la hora de estudiar el liderazgo de masas en la era de
la información, el internet y las campañas millonarias que endiosan a los
pobres, quienes a su vez esperan demasiado de la democracia convertida en la
punta de lanza de un Estado benefactor-protector.
El despliegue del carisma situacional en las
democracias latinoamericanas cohabita fácilmente con el liderazgo populista
que, una vez en el poder, asigna cargos como si fueran golosinas preciadas; por
lo tanto, el reconocimiento del Gran
Hombre proviene del acceso que el líder carismático es capaz de permitir a
las altas posiciones dentro de los escenarios del poder, posibilitando que el
populismo no solamente se adapte a múltiples escenarios, sino que sea
instrumental al logro de intereses restringidos, bajo la apariencia de una
lucha para conquistar los derechos de las masas y particularmente de los
marginales.
Para estos propósitos, el carisma populista funciona
mientras permite la distribución de posiciones estratégicas, además que los
líderes segundones, al no poder utilizar el carisma situacional del caudillo
principal, estudian minuciosamente el arte de la simulación y, entonces, la política democrática muestra su
verdadero rostro: todos pueden acceder al poder de la mano del populismo al estilo Gran Hombre y en
medio de un juego donde todo vale, especialmente en las campañas políticas.
El subterfugio convencional se reproduce para
compensar la ausencia de carisma en muchos líderes insignificantes o de tercer
orden, así como se reproducen las intenciones utilitarias de todo tipo porque
la democracia impulsaría el delirio sobre la volátil posibilidad donde todos
deberían alcanzar el cielo en la tierra. En estas circunstancias, la eficacia
simbólica del populismo opera con gran éxito en los grandes actos de masas para
ganar votos y poner un pie en las estructuras de poder.
El miedo a que las masas se queden desvalidas
constituye el eje para ejercer cierta tiranía mediante la propaganda. Desde
este punto de vista, el populismo y la construcción de una imagen mediática,
confabulan para vender la idea de un proceso democrático donde las masas tienen
el poder a través del ejercicio del voto pero la elección de los líderes se
convierte, al mismo tiempo, en la entrega de un cheque en blanco cuyo objetivo
sea que los candidatos populistas manejen la cosa pública a discreción de una
pequeña élite, solamente leal con la actitud clientelar del caudillo.
El líder populista funciona con una estructura
partidaria que se encarga de concentrar la experiencia política para el
ejercicio del gobierno, pero sin desarrollar instrumentos ni conocimientos que
vayan más allá del liderazgo personalista. Por lo tanto, el populismo cultiva
directamente la formación de una élite política, reacia a dilucidar sus
estrategias con la participación de las masas, aunque construye su discurso
político apelando a una democracia directa. Las inclinaciones elitistas del
accionar populista compatibilizan muy bien con la orientación tecnocrática de
la democracia neoliberal moderna, así como con la vanguardia revolucionaria de
aquella izquierda que quiere destacar su capacidad para introducir una
conciencia transformadora en las masas, desde afuera.
Desaparecido el caudillo populista, se perdería
también la experiencia y los recursos políticos adquiridos por la cúpula del
partido. Las élites tecnocráticas o vanguardistas no cuestionan el mesianismo
de líder único, sino que están preocupadas por dotar al partido de mayor
estructura orgánica y disciplinaria, saber cómo manejar las fichas de la
negociación en el momento de orientar los pactos con otros partidos, o cómo
viabilizar alianzas con aquellos líderes que permitirían romper el encierro en
función de la toma del poder.
El ascenso de otras figuras para el recambio del
líder carismático dentro del partido es una lucha intestina que, normalmente,
también está calculada por el jefe titular quien, en los hechos, se da el lujo
de “elegir” al sucesor para iniciar una época, no de post-populismo, sino de
continuidad con el estilo de liderazgo equipado para reproducir la ira en
contra de los adversarios externos y explotando la representación política de
aquellos segmentos sociales que se someten al nuevo líder para perpetuar la aflicción
de las masas que siempre escogerán la defensa de la igualdad y el fin de la
exclusión, siempre que la construcción populista del carisma esté acompañada de
la situación programada por los medios de comunicación para agrandar los
problemas, abonando el terreno del caudillo que goza de un aura electrónica,
identificada como algo superior pero artificial.
Estos fenómenos son traducciones de un ámbito
comercial adaptado muy bien al caudillismo latinoamericano que – supuestamente
concebido como el remedio heroico contra la inestabilidad – es todo lo
contrario: el gran productor de inestabilidad en el continente, combinando
hábilmente el liderazgo populista, que permite la gratificación de sus masas,
con la disposición de éstas para actuar como niños en un era de desorden y
anomia postmoderna.
El liderazgo populista de la actualidad puede
tranquilamente aplicarse a una serie de figuras que responden, tanto a
posiciones de izquierda como de derecha. El eje de atención radica en que el
populismo estimula su carisma situacional;
es decir, aquella habilidad para adaptarse a un conjunto de circunstancias
específicas donde el líder rápidamente es capaz de ofrecer a sus seguidores una
satisfacción imaginaria mediante el discurso de un mundo mejor y moralmente más
justo.
Para el caso de líderes fuertemente personalistas
como Hugo Chávez en Venezuela e inclusive Mahmoud Ahmadinejad en Irán, la cúpula
de sus partidos políticos prepara con cuidado las mejores formas para sostener
el carisma situacional, sin dejarlos nunca solos y fortaleciendo el simbolismo
de actos multitudinarios donde no importa si existe o no una solución clara
para cualquier problema, sino que únicamente debe diseminarse la prédica de
consuelo sobre un futuro siempre incierto.
La formación de una imagen indeleble del líder que
fomenta la democracia directa es lo que dinamiza el carisma situacional: los
líderes serían una especie de herederos directos de fuerzas extraordinarias,
los depositarios más fieles y arquetípicos de las identidades culturales,
populares y religiosas; sin embargo, el objetivo final del carisma situacional
es mucho más terrenal: triunfar en las elecciones presidenciales y reproducirse
indefinidamente en los escenarios del poder.
Conclusiones
Actualmente, es
irrelevante discutir sobre la democracia formal porque las reflexiones deben
reorientarse hacia cómo profundizar los estudios en torno a la calidad de democracia,
y analizar los efectos que la utilización de diferentes mecanismos de
democracia directa (MDD) puede tener en la calidad de los regímenes
latinoamericanos. En contextos de democracias formales, la utilización de MDD
genera un fortalecimiento de la calidad de las mismas. De ningún modo esto
implica que a través de estos mecanismos se adopten “buenas decisiones”. La
cuestión del “buen gobierno” no debe ser confundida con aquella sobre la
calidad de la democracia. Una decisión democráticamente adoptada puede ser
peor, en términos de eficacia para la resolución de problemas públicos, que una
adoptada de otro modo.
Lo que interesa
demostrar es que la utilización de MDD genera un aumento de la dimensión
participativa para la calidad de las democracias, al menos por dos medios. El
primero es evidente, la realización de consultas populares como referéndums y
plebiscitos, genera un mayor número de instancias electorales y empodera a la
ciudadanía al darle la posibilidad de tomar decisiones concretas o expresarse
colectivamente cuando las consultas no tienen efectos vinculantes (lo que es
distinto a la simple elección de representantes).
El segundo medio es
un mayor empoderamiento de la sociedad civil. Cuando ciertos temas se ponen a
consideración del cuerpo electoral, y aunque esto sea promovido por las
autoridades, la movilización de organizaciones políticas y civiles en la arena
pública es fortalecida (en contextos de democracia formal garantizada). En
aquellos sistemas donde se protege la generación de MDD “desde abajo”, sin el
concurso necesario de los representantes o parlamentos, existe un incentivo aún
mayor para la movilización ciudadana.
Para que esta
afirmación sea válida deben darse dos condiciones fundamentales. Por una parte,
que el aumento de los valores de la dimensión “participación”, a través del uso
de MDD, no implique una reducción de los valores de las otras cuatro
dimensiones de calidad de democracia adoptadas: decisión electoral, respuesta a
la voluntad popular, responsabilidad y soberanía popular. Si estas dimensiones
se mantienen al menos constantes, la calidad de la democracia aumenta con el
uso de los MDD por el efecto que las otras cuatro dimensiones producen sobre la
dimensión participativa.
En segundo lugar, a
diferencia de lo señalado en alguna literatura que critica los mecanismos de
democracia directa, la utilización de éstos no socava las bases de la
democracia formal. Las hipótesis para reflexionar hacia dónde ir con la calidad
de la democracia y sus mecanismos de democracia directa (MDD), son las
siguientes:
1. La utilización de MDD en las democracias formales consolidadas no destruye las
bases de las mismas.
2. La utilización de MDD en las democracias formales consolidadas no va en
detrimento de las dimensiones como decisión electoral, responsabilidad y
respuesta a la voluntad popular, ni tampoco en contra de la soberanía política
del Estado.
3. La utilización de MDD en las democracias formales consolidadas, genera un
mayor empoderamiento de la ciudadanía, estimulando mayor movilización social y
aumentando, por lo tanto, los valores de la dimensión participativa en la calidad
de cualquier democracia.
4. El
análisis del conflicto social en América Latina muestra que los partidos
políticos fueron desacreditándose vertiginosamente desde 1990, sobre todo en
Venezuela, Perú, Ecuador, Haití, Nicaragua, Argentina y Bolivia, de tal manera
que los conflictos no se relacionan con la posibilidad que tiene un sistema de
partidos políticos para atenuar el enfrentamiento y reequilibrar el sistema
político. La solución y negociación de múltiples conflictos descansa ahora de
manera intensa en las consultas ciudadanas y en los MDD que cuestionan a quienes
detentan el poder y, eventualmente, tratan de relevarlos por medio de votos de
censura o revocatoria de mandato, que ante los ojos de la sociedad civil se
presentan como alternativas políticas que amplían la democracia junto a la
crítica y participación.
En América Latina,
el cumplimiento de las tres primeras hipótesis replantea los debates políticos
más allá de los partidos y la institucionalización de una democracia formal,
para abrirse a la utilización de mecanismos de democracia directa, considerando
la calidad de las democracias como un eje político mucho más trascendental que
la insubstancial discusión sobre izquierda y derecha, la cual solamente nubla
las perspectivas de consolidación democrática en el continente (Cf.
Cansino, 1998; Pipitone, 1998).
Los sistemas de partidos competitivos en la región
dejaron de proteger a los países contra el descontento de sus ciudadanos, pues
las protestas y los ataques, específicamente por la corrupción, uso indebido de
influencias e ineficiencia gubernamental, terminaron por convertir a la
dialéctica entre conflicto e integración en un detonante que pone en tela de
juicio la democracia formal como escenario donde ya no brillan solamente los
partidos.
El desarrollo de los conflictos plantea soluciones
negociadas que otorgan a los MDD una función expresiva, desarrollando una
retórica para traducir los contrastes en la estructura social y cultural, en un
conjunto de demandas y presiones para la acción y la profundización de
estrategias participativas. Los MDD tienden a manifestar funciones
instrumentales y de ampliación de la representación pues con sus activistas se
analizan los múltiples problemas e intereses desde una perspectiva global y
local para luego negociar, agregar las presiones y articular las demandas,
prescindiendo de los partidos.
Desde el punto de vista metodológico, se puede
observar el surgimiento de momentos críticos, en los cuales diferentes MDD
intentan superar los clivajes políticos, presentándose como soluciones desde
las mismas fuentes del conflicto: las bases sociales, heterogéneas y clasistas
de cualquier país en América Latina.
Además, los procesos de
modernización en condiciones de economía de mercado expresan cómo Hugo Chávez, Rafael
Correa, Daniel Ortega, Lula Da Silva y Evo Morales, impulsan crecientes
demandas de participación, tratando de convencer que tienen la capacidad para
reaccionar mediante formas míticas
ofreciendo una democracia directa, en la cual sería más importante una
comunidad nacional comprometida, antes que las estructuras representativas de
la democracia y un conjunto de instituciones diseñadas para aplicar soluciones
sobre la base del costo-beneficio.
Hoy día, la idea del tiempo es de vital importancia
para entender un aspecto del populismo latinoamericano tipo Gran Hombre: sus ansias de inmortalidad.
Si la muerte puede ser definida como la ausencia de comunicación y el fin de la
propia identidad, el hecho de ser inmortal – es decir, dominar el paso del
tiempo – garantizaría el afianzamiento de la identidad del líder y, en
consecuencia, su comunicación con los seguidores se convertiría en algo
inmanente difícil de erradicar. El Gran
Hombre como líder populista alberga la idea de eternidad y permite que el
carisma situacional se adapte, perdure y transmita sus proezas a través del
tiempo.
El esplendor del Gran
Hombre detrás del presidencialismo de Chávez, Morales, Ortega y Lula Da
Silva, se basa en un supuesto valor moral superior: su amor por los
desfavorecidos. Este perfil ético está unido a una noción claramente funcional
ya que su aparición es fundamental para desarrollar un proceso importante en la
sociedad: la domesticación del mercado y el triunfo sobre la lógica liberal,
calificadas como salvajes, así como la aspiración a construir Estados fuertes
para proteger a los más pobres e impulsar el desarrollo desde el
fortalecimiento de una nueva soberanía contestataria en el escenario de la
globalización.
La tesis del Gran
Hombre se transforma así en el motor de la historia o de una parte
importante de la sociedad. Habría más bondad
moral, más calidad cuando la historia está hecha por él, que en el caso
contrario de una ausencia de grandes líderes.
Esto se fortalece porque determinadas cualidades, no
muy corrientes pero necesarias para el progreso de los pueblos, se
concentrarían en tales personas como la capacidad para la hazaña. No importa el
tipo de ideología sino la audacia para desafiar a otros líderes y al orden
imperante; por esto es vital para Chávez – como en su momento lo fue para Fidel
Castro en Cuba – retar a quienes se califica de opresores, con el fin de
impresionar a los seguidores y satisfacerlos momentáneamente mediante una convención simbólica creada como forma
de atenuar una evidencia: los grades hombres son un reflejo de la grandeza
potencial de la sociedad.
El populismo siempre reforzará este imaginario y así
se explica por qué varios líderes latinoamericanos insisten tanto en su
reelección indefinida. El resultado de este tipo de populismo coloca al carisma
situacional como el esfuerzo por trascender en la historia, buscando transmitir
a las masas que cuando surge el Gran
Hombre, ocurre algo similar a una explosión que es imposible prever y vale
la pena preservar como solución histórica y mágica.
El liderazgo populista sabe que los resortes del poder
son activados antes de ejercer un puesto en el Estado porque las masas siempre
prefieren a un personaje fuera de lo común que se sitúa por encima de los
hombres anónimos; éstos proyectan sus sueños megalomaniacos y apelan a la
aclamación. Sus deseos de perfección y de sobresalir son, en el fondo, ansias
de ser dominado por el Gran Hombre
que sintetiza el límite del deseo de parecerse a dios. Las decisiones del líder
populista serían sólo la traducción en sus actos de los deseos más o menos
explícitos de la sociedad. Deseos libremente auscultados por el líder, dado que
conoce y sabe lo que sus seguidores quieren.
Con la noción de Gran
Hombre, la gran política y una democracia supuestamente auténtica, se
produce una especie de camuflaje o enmascaramiento de la función social de la incertidumbre
por medio de un simbolismo moral. Si la sociedad tiene una imagen negativa de
la política y de sus líderes mediocres que ahí se desarrollan (como es el caso
de América Latina), una alternativa de escape o demanda compensatoria está en
la adhesión a supuestos grandes hombres dotados de integridad ética. El
populismo, una vez más, es visto como la única alternativa, así como los
mecanismos de democracia directa intentan transformarse en un antídoto contra
la desesperación y el desaliento respecto a la política y la democracia
representativa en épocas de globalización.
Finalmente, las elecciones para magistrados que se realizaron en Bolivia el domingo 3 de diciembre de 2017, dieron como resultado ganador a los votos nulos y blancos (más del 70 por ciento del total de votos emitidos). Por otra parte, el Tribunal Constitucional, abusando de sus atribuciones, autorizó la cuarta candidatura a la presidencia de Evo Morales. La democracia en Bolivia fue echada a la basura junto con los resultados de un referéndum llevado a cabo el 21 de febrero de 2016, que negó rotundamente la posibilidad de modificar la Constitución para dar lugar a una cuarta reelección de Morales. Nada de esto importó. Aunque yo mismo me considero un firme demócrata tolerante, tengo tantas dudas de que América Latina y Bolivia, mi país, realmente quieran la democracia, que probablemente sea mejor adentrarse en lo más recóndito de Maquiavelo para dilucidar que la mejor política, no es la democrática sino la zarpa de león para romper con todo y escarmentar como se merecen a todo tipo de caudillos y dictadores.
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