¿QUÉ DIABLOS ES LA DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA?: POLÍTICA Y POPULISMO EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN



Introducción

    Con la terrible crisis política que vive Honduras donde el autoritarismo ya es sinónimo de dictadura y con la violencia delincuencial e irrefrenable en el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, ya no se sabe qué diablos es la democracia. En los años noventa, las encuestas iban y venían, los especialistas en política comparada se embarrancaban en debates teóricos muy sutiles, aburridos y, finalmente, ambiguos. Leyendo a Juan J. Linz, Robert Dahl, Giovanni Sartori o Adam Przeworski, todo el mundo sigue caminando sobre huevos. Todo concepto, ilusión y convicción sobre la democracia se rompen. Los debates contemporáneos en torno a la calidad de la democracia, están reavivando la necesidad de reevaluar la literatura politológica para comprender los verdaderos alcances y raíces institucionales de las democracias en América Latina del siglo XXI; es por esto que el concepto mismo de democracia se encuentra en mutación y permanente adaptación a las dinámicas socio-históricas y al contexto internacional.

La persistencia de patrones autoritarios en la cultura política, así como el serio cuestionamiento a las relaciones entre economía de mercado y consolidación de la democracia representativa, exigen reconsiderar con profundidad la mutua determinación entre democracia, capacidades estatales, políticas públicas eficaces para enfrentar especialmente la pobreza y la desigualdad, y apertura al reconocimiento de mayores alternativas de participación de la sociedad civil, por medio de mecanismos de democracia directa.

El llamado “giro a la izquierda” en diferentes sistemas políticos como Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia, está mezclado con dudas sobre el futuro horizonte de la consolidación democrática debido a los intentos por modificar las constituciones para viabilizar la reelección de caudillos presidenciales como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales. Por otro lado, el resurgimiento de golpes de Estado como el sucedido en Honduras (mayo de 2009), expresa que las crisis políticas tienden a degenerar en imposiciones violentas y la negación del diálogo democrático entre varios actores sociales, al margen de cualquier institucionalidad y legalidad.

Las fronteras entre autoritarismo y democracia son movibles porque fácilmente se puede pasar de un lado a otro, según la correlación de fuerzas y la habilidad de las élites políticas (de izquierda o derecha) para ejercer el poder. Pensar la democracia, vinculada solamente a un sistema de partidos competitivo y legítimo, hoy se desbarata al comprobarse que cualquier partido es capaz de ejercer el poder con inclinaciones absolutistas, reproduciendo estrategias clientelares y populistas (Cf. Moore Jr., 1967; Bates, 1984).

Un enfoque neo-institucionalista sobre los cambios constitucionales o las modificaciones en la capacidad de las fuerzas partidarias para promover la gobernabilidad en los regímenes democráticos, es insuficiente para comprender los problemas de muchos países que – si bien no pueden apuntalarse según los parámetros teóricos occidentales – todavía intentan superar las inclinaciones del autoritarismo competitivo, relacionado con altos déficits de calidad democrática en la región. Estos déficits se expresan principalmente en la corrupción al interior del Poder Judicial de cualquier país latinoamericano, el permanente aumento en las tasas de crímenes violentos, la inseguridad ciudadana en las grandes metrópolis, la penetración del narcotráfico para financiar campañas electores, y en la definición de las grandes políticas, solamente a partir de un pequeño grupo de élites burocráticas (Freedom House, 2006; Carrillo Flórez, 1999).

La caracterización de algunos regímenes como democracias fallidas o incompletas también conduce a otro error, al no permitir un diagnóstico socio-histórico y multidisciplinario. En el caso de los sistemas de partidos hegemónicos, existe una confusión entre las diferentes formas de autoritarismo competitivo y la problemática de transición democrática, cuyas perspectivas se concentran básicamente en el papel de las élites para recuperar gobernabilidad estatal y controlar las políticas económicas.

Este artículo plantea la necesidad de complementar aquellos abordajes teóricos y repensar las orientaciones ideológicas sobre la democracia, sus proyecciones históricas y requisitos institucionales, desde una mirada que incorpore las expectativas de los actores sociales y el fortalecimiento de la sociedad civil (devolverle poder) para tomar decisiones en las instituciones y expresarse respecto al curso de varias políticas públicas.

Por otra parte, la democracia en América Latina como forma de régimen político está directamente relacionada con las manifestaciones del liderazgo presidencial y partidario. Cuando se discuten las diferentes perspectivas sobre el grado de institucionalización, la calidad de la democracia y el futuro de las reformas políticas, surge simultáneamente una ola de críticas que destacan al populismo como un obstáculo o lastre pre-moderno que reproduce el caudillismo, evitando el avance hacia el progreso y la modernización definitiva.

Un análisis del fenómeno populista exige reflexionar de qué manera diferentes países en otros continentes, y no solamente en América Latina, presentan a la relación del líder único con la sociedad manumitida, como cierta conexión majestuosa a partir de la cual el liderazgo se reproduce expandiendo temores, sutiles mitos del refugio y un abanico de intimidaciones (Cf. Dix, 1978, 1985).

Del optimismo teórico a las dudas sobre la consolidación

En la literatura sobre transición a la democracia aparecía con fuerza una “linealidad” que se movía entre el autoritarismo y la deseable consolidación democrática. Estas miradas fueron demasiado optimistas porque existían varios tipos de transición que impactaron de manera diferente en la calidad de la democracia, aspecto central en la discusión actual que fue obscurecido por las teorías de la gobernabilidad, al privilegiarse a los sistemas de partidos y a los procedimientos electorales (Cf. Linz y Stepan, 1996; Przeworski, et. al., 2000).

Hoy día, la sociedad civil interpela directamente a las estructuras de gobierno y a las élites políticas, generando conflictos alrededor de los resultados poco claros que tiene cualquier régimen democrático para erradicar la pobreza. ¿Cuáles son los estándares mínimos de la democracia, y finalmente dónde descansa la soberanía política que legitima a un régimen político en el largo plazo?

La democracia consolidada, como la definen los politólogos Juan J. Linz y Alfred Stepan, es un tipo de régimen democrático más cercano a las definiciones derivadas de la poliarquía; es decir, llena de contradicciones e insuficiencias. En el fondo, los análisis sobre las orientaciones de la democracia en el futuro, constituyen una idealización inclinada hacia prescripciones normativas (el deber ser). Linz y Stepan hablan de la democracia consolidada como el “único (y el mejor) sistema de reglas de juego en la polis” (the only game in town), criterio por demás ingenuo. En toda sociedad, siempre habrá miles de reglas de juego, muchas de ellas no institucionalizadas, antidemocráticas y cruzadas con múltiples mecanismos culturales, tradiciones históricas y religiones; ni en Estados Unidos o Inglaterra la democracia es the only game in town (Cf. Diamond  y Plattner, 1996).

Las herramientas metodológicas disponibles a la hora de abordar el tema de las transiciones tienen varias limitaciones en la ciencia política. Cuando se trata de estudiar momentos críticos, como rupturas institucionales o prácticas autoritarias dentro de algunos gobiernos democráticos, aparecen variables muy importantes de difícil medición para realizar explicaciones como las negociaciones secretas entre los grupos de poder económico y las élites políticas respecto al rumbo de determinadas decisiones, o las influencias internacionales de diferentes organizaciones que socavan la soberanía estatal, imponiendo reformas como la privatización de empresas públicas con un alto costo social.

Por otra parte, la teoría democrática se ha concentrado demasiado en los comportamientos políticos agregados, y cuando ingresa en el terreno de la subjetividad política, los valores y compromisos normativos, las discusiones se desvían hacia la toma de posiciones unilaterales sobre lo que uno “cree que es la democracia ideal”. Esto limita considerablemente el estudio de otras variables muy importantes en torno a dónde radica la legitimidad de los regímenes (sobre todo si seguimos comparando las dictaduras con las democracias).

La teoría y el concepto de democracia, también se ven limitados en su posibilidad de estudiar las raíces y razón de ser de los liderazgos políticos, fundamentales para entender la gestión pública que apunta hacia determinado rumbo en materia económica y políticas sociales, e inclusive para definir el tipo de Estado: liberal, benefactor o desarrollista.

La dificultad de realizar estudios sistemáticos sobre los valores democráticos y los líderes frente a la toma de decisiones en la política diaria, señala que las teorías de la transición y consolidación tienen capacidades explicativas débiles. Esto condujo a muchos autores al tratamiento de otros objetos de estudio como los mecanismos de democracia directa (consultas populares), simplemente en calidad de “variables peligrosas” que pondrían en riesgo a la democracia representativa. ¿Debemos descartar la movilización y las pugnas por una democracia directa al margen de los partidos políticos, por ser de difícil abordaje? Una vez más, la teoría busca convencer, afirmando que la democracia quedaría consolidada cuando se convierte en el único patrón dominante para la definición sobre la titularidad del poder y el respeto de las libertades en el largo plazo (Munck, 2009; O’Donnell, et. al, 2004).

La idea de dos transiciones: primero democratización y luego consolidación, está presente también en los textos canónicos de la ciencia política y demanda otras reflexiones sobre los distintos resultados de cada transición por países en los últimos 25 años. La triste constatación en América Latina y Europa del Este, donde se observa que muy pocos lograron instaurar verdaderas democracias consolidadas, lleva a postular distintos resultados problemáticos que se resisten a una conceptualización clara. Algunos autores sugieren utilizar categorías inventadas como democraduras o dictablandas, que son juegos del lenguaje antes que interpretaciones con valor teórico (Cf. O’Donnell y Schmitter, 1986).

Si bien los autoritarismos terminaron en América Latina, no está claro si nuestros países son completamente democráticos o vayan a serlo en el largo plazo; asimismo, las críticas de la sociedad civil y los movimientos indígenas para “desmonopolizar la democracia” de los partidos políticos, plantea implementar una serie de reformas políticas, así como una nueva comprensión sobre el concepto y las posibilidades de subsistencia real de un sistema democrático.

La legitimidad de la democracia está directamente relacionada con un índice de desarrollo participativo desde las bases, que al mismo tiempo se transforma en una serie de esfuerzos por ampliar la toma de decisiones y empoderar a otros actores que no sean exclusivamente los partidos políticos. Aún así, continúa la discusión sobre qué diablos finalmente es la democracia y si ésta es deseable para solucionar los problemas más significativos del siglo XXI y la globalización (Huber, Rueschemeyer y Stephens, 1997).

Democracia formal y calidad de la democracia: ¿hacia dónde ir?

La calidad de un régimen democrático es una preocupación práctica y teórica simultáneamente. Hoy día, en América Latina se incrementan con mayor fuerza los debates en relación a cómo consolidar los gobiernos democráticos, por ejemplo controlando la corrupción, fortaleciendo las instituciones del sistema político y reduciendo la influencia de los partidos políticos para incorporar diferentes mecanismos de democracia directa (MDD). Se cree que éstos podrían aumentar la calidad de cualquier democracia al interior de las democracias formales ya consolidadas. Sin embargo, es fundamental volver a discutir lo que se entiende por democracia formal; asimismo, en América Latina existen diferentes versiones sobre lo que es, o puede llegar a ser, la “calidad de una democracia”.

Definir la democracia en el siglo XXI demanda responder múltiples preguntas en torno a su consolidación pero también exige tener datos empíricos que expliquen sistemáticamente la heterogénea realidad. Si bien las definiciones parecen estar claras cuando se trata de terminar con una dictadura, las pretensiones cotidianas plantean siempre la contraposición entre una definición mínima de la democracia, frente a un concepto normativo e ideal sobre lo que diferentes contextos socio-culturales imaginan como un sistema democrático saludable, además de ser plenamente racional.

Por lo tanto, una vez más es importante considerar las precauciones del politólogo norteamericano Robert A. Dahl, quien afirma que no se puede hablar de democracia porque ésta constituye una aspiración y un tipo ideal, que no necesariamente tiene una expresión empírica; es decir, materializada en un país que encarne todas las dimensiones y exigencias de la democracia. Dahl afirma que “(…) no hay en realidad ningún régimen (…) totalmente democratizado” (Dahl, 1989, p. 18); por lo tanto, sugiere utilizar el concepto de poliarquía que se refiere a regímenes relativamente (pero no completamente) democráticos; o dicho de otra forma, las poliarquías son sistemas substancialmente liberalizados y popularizados, es decir muy representativos, a la vez que francamente abiertos al debate público.

El objetivo de definir a varios regímenes como poliarquías contribuye a mostrar la manera histórica y las características realistas que van evolucionando, en los sistemas no democráticos o hegemonías cerradas, hasta llegar a la formación de poliarquías (a través de distintas rutas, pasando por oligarquías competitivas, hegemonías representativas o por una vía rápida). En el fondo, toda poliarquía es un régimen de gobierno formalmente democrático, caracterizado principalmente por el respeto a la participación de la oposición en los procesos políticos. La oposición en una democracia formal tiene que ser capaz de disputar los votos en elecciones libres y donde los ciudadanos, iguales ante la ley, formulan sus preferencias y presentan diversas demandas al gobierno democrático. Estos ciudadanos también deben ser tratados de manera igualitaria por los titulares del poder, en el momento de ponderar las preferencias y formular políticas públicas. En consecuencia, la democracia formal se define como aquel arreglo institucional que reúne y hace prevalecer las siguientes condiciones:

  • Funcionarios libremente elegidos;
  • Elecciones libres, imparciales y frecuentes;
  • Existencia de la libertad de expresión;
  • Los ciudadanos acceden a varias fuentes de información para tomar decisiones, también libres;
  • Hay libertad de asociación con plena autonomía frente al gobierno;
  • No hay barreras para evitar la participación electoral porque la ciudadanía es inclusiva, sobre la base del sufragio universal.

Estos argumentos sobre la democracia formal sustentan la creencia de que las instituciones – como un sistema de reglas de conducta, previsibles y racionales – producen la poliarquía. Esto, finalmente, viabilizará el respeto a los partidos políticos y las fuerzas de la participación, fortificando el debate público. En una democracia formal se espera que el Poder Ejecutivo pueda vigorizarse como el centro de solidez institucional, y que el sistema de partidos no esté demasiado fragmentado sino que tienda a lograr una estructura integrada.

Aquí radica la principal debilidad de la democracia formal porque al privilegiarse demasiado el fortalecimiento del Poder Ejecutivo y los partidos políticos, en América Latina se abre demasiado la puerta para imponer la racionalidad de un presidencialismo vertical y de élites políticas que reproducen conductas excluyentes y corporativas, sobre todo para conseguir fondos y financiar la cotidianidad en la actividad política de cualquier partido que, tarde o temprano, tiende a corromperse y mirar la democracia, únicamente como el juego del poder a como dé lugar.

La consolidación de las democracias latinoamericanas emergentes de la tercera ola como “the only game in town” (el mejor sistema de reglas para definir la titularidad del poder y proteger una oposición política), no tuvo un correlato en su desarrollo “a la europea”, como esperaban con optimismo los primeros estudios de transición (de la dictadura a la democracia). El “círculo virtuoso” de desarrollo democrático no se expresó en la mayoría de los regímenes del continente latinoamericano. La constatación de que las democracias sudamericanas post-transición, a pesar de su realización formal, tenían importantes déficits respecto de las democracias idealizadas en Estados Unidos o Europa central, motivó el cambio en la literatura de transitología hacia las reflexiones sobre “calidad de las democracias”.

Desde esta perspectiva, se han realizado múltiples esfuerzos para comparar las distintas democracias de América Latina en base a ciertos atributos, cuyo nivel de desarrollo implicaría una mayor o menor calidad de las mismas (Cf. Levine y Molina, 2007). Por ejemplo, puede entenderse a la democracia en términos multidimensionales, distinguiendo cinco dimensiones principales para el estudio de su calidad. Estas son las siguientes:

a)      Decisión electoral.
b)      Participación.
c)      Respuesta a la voluntad popular (responsiveness).
d)      Responsabilidad (accountability).
e)      Soberanía popular.

Estas dimensiones están obviamente interrelacionadas en la teoría y práctica, pero pueden ser separadas conceptualmente para su contrastación empírica. La primera dimensión: decisión electoral, se refiere al nivel de recursos informativos de los electores para tomar decisiones responsables. A diferencia del derecho formal (una persona, un voto), que aparece como el baluarte para tener una democracia formal, esta dimensión busca determinar hasta qué punto existe una igualdad sustantiva entre los ciudadanos a la hora de escoger sus preferencias.

La participación tiene que ver con el involucramiento de los ciudadanos en la vida política, esto es, no sólo en los procesos electorales, sino también en la toma de decisiones directas al interior de las organizaciones políticas y/o sociales. La tercera dimensión, responsabilidad, tiene que ver con la capacidad de las instituciones o los mecanismos sociales para someter a los funcionarios públicos a rendir cuentas y eventualmente sancionarlos (sobre todo en los casos de corrupción, abusos y arbitrariedades del poder). En cuarto lugar, la calidad de la democracia se refiere a dar una respuesta contundente al problema de la “soberanía o voluntad popular”. Esta dimensión es comprendida como el grado en el que los gobernantes siguen las preferencias de la ciudadanía a la hora de tomar decisiones.

Por último, la dimensión de soberanía se refiere a si los decisores políticos electos responden o no a aquellas fuerzas que no son responsables frente al electorado (como pueden ser los poderes fácticos y las organizaciones multilaterales que influyen en la globalización). A nivel interno, esto tiene que ver con la fortaleza del Estado de Derecho y la primacía del gobierno en las fronteras nacionales; a nivel externo, tiene que ver con la independencia formal y la soberanía política internacional de un país (Keohane y Nye, 2001).

Democracia y desarrollo económico: ¿convergencias o divorcios enigmáticos?

Las relaciones entre la democracia y el desarrollo económico constituyen un escenario político de múltiples convergencias y divorcios. En el siglo XXI, los datos históricos en América Latina y Europa del Este no permiten emitir un juicio definitivo sobre las ventajas que la democracia brinda al desarrollo económico y viceversa. Una de las preguntas centrales plantea ¿cuáles son las consecuencias políticas del bienestar material moderno?

Asimismo, debemos seguir investigando ¿de qué manera las libertades civiles – aquellas necesarias para que la gente elija libremente  a sus gobernantes – afectan el bienestar colectivo en otros terrenos?; es decir, más allá de la esfera política, dando lugar a una reflexión sobre las consecuencias materiales de los regímenes políticos.

En los debates sobre democracia y desarrollo económico saltan a la vista dos posiciones. Primero, aquellas donde se juzga a la democracia como un lujo que puede ser ofrecido solamente después de haber alcanzado un “alto nivel de desarrollo”. Algunos investigadores (Lipset, 1989) pensaban que cuanto más democracia existía, había mayores probabilidades para desviar recursos hacia el consumo antes que hacia la inversión, razón por la cual si los países subdesarrollados o pobres buscaban un verdadero despegue económico en términos de crecimiento, debían “limitar y frenar la participación democrática” en los asuntos políticos.

La segunda perspectiva mostraba que el advenimiento de la democracia era una etapa “inexorable” como consecuencia del desarrollo (Cf. Apter, 1970). Muchas veces se afirmó que la incidencia de la democracia estaba indudablemente relacionada con el nivel de desarrollo económico (medido como ingreso per cápita). Por lo tanto, no es lo mismo utilizar el concepto de democracia para estudiar sus influencias en el desarrollo económico, y ofrecer una perspectiva más operativa para los fines de medición sobre la consolidación democrática, según el escenario histórico de diferentes países.

De manera directa y sencilla, la democracia es aquel régimen donde aquellos que gobiernan son elegidos a través de un proceso de elecciones competitivas. Esta definición tiene dos componentes: gobierno y competición en los procesos eleccionarios que, básicamente, deben corresponder a la elección del jefe ejecutivo del gobierno y de una asamblea legislativa. La competencia implica tres características: primero, incertidumbre ex ante de las elecciones (no sabemos quién ganará); segundo, irreversibilidad ex post (una vez conocidos los resultados); y tercero, que las elecciones puedan repetirse en un periodo largo de tiempo.

Por el contrario, el concepto de dictadura significa que aquellos que detentan el poder en un determinado momento se resisten a ceder el gobierno como resultado de elecciones libres. La dictadura nunca tiene la voluntad de entregar el poder a nuevos titulares después de las elecciones. Al mismo tiempo, aparecen cuatro características dictatoriales: 1) otros partidos políticos de oposición no son permitidos, 2) hay solamente un partido dominante, 3) el periodo de gobierno de la dictadura puede terminar en un sistema de partido único, o donde los demás opositores están proscritos, y 4) se clausura inconstitucionalmente el poder legislativo, tratándose de reescribir las reglas del juego (puede ser una nueva constitución), favorables solamente a los titulares del poder que se rehúsan a dejar el gobierno.

De alguna manera, la democracia es un fenómeno exógeno (no siempre endógeno generado por el crecimiento económico per se), es decir, un Deus ex machina, tendiendo a sobrevivir si el país es moderno (en términos capitalistas occidentales) pero la democracia “no es exclusivamente un producto directo de la modernización”.

El poder causal del desarrollo económico para derrumbar las dictaduras y hacer florecer la democracia es muy pequeño. El nivel de desarrollo, medido en términos de ingreso per cápita, arroja pocas luces sobre las oportunidades de transición hacia la democracia; sin embargo, el ingreso per cápita tiene un fuerte impacto en la supervivencia del régimen democrático. Ahora bien, el ingreso per cápita tampoco se convierte en una evidencia suficiente en torno a la consolidación de la democracia, entendida como un régimen deseable con la capacidad de tener “durabilidad en el tiempo” (Przeworski, 2009).

No existe una relación lineal entre el desarrollo económico que termina con las dictaduras y da paso – infaliblemente – a la emergencia de una democracia. Una vez que ésta se establece, tiene mayores probabilidades de perdurar en los países altamente desarrollados con buenos ingresos, altos niveles de empleo y gozando de la satisfacción material que los ciudadanos ansían en el capitalismo occidental, pero no es la situación por excelencia, pues en otros países de ingresos medios, pobres y de raíz cultural totalmente diferente a la racionalidad occidental, la democracia hace los esfuerzos para convertirse en un régimen de gobierno pacífico y útil en la determinación de una nueva lógica equilibrada en el establecimiento de la titularidad del poder.

Las crisis económicas en los países pobres de América Latina y África representan una de las amenazas más comunes para la estabilidad democrática, aunque no existe una evidencia fuerte sobre si las presiones por una distribución igualitaria se convierten en factores que definitivamente menoscaban la democracia; empero, está por demás claro que la concentración abusiva de la riqueza en las sociedades pobres, erosiona la estabilidad de un régimen democrático. Extraer conclusiones determinantes en torno a un modelo único de democracia universal que conviva con el desarrollo económico, es sumamente difícil.

Conflictos, democracia y el fracaso de los empresarios en el poder

Los problemas de institucionalización, reglas claras para el ejercicio del poder, su limitación, el fortalecimiento de los Estados de Derecho, las crisis de gobernabilidad, pobreza y desarrollo económico, han planteado a la democracia en América Latina muchos más retos e incertidumbres, que respuestas sólidas en las cuales confiar.

Con la elección de varios presidentes vinculados a poderosos empresarios privados durante la década de los años noventa y comienzos del siglo XXI en Bolivia (Gonzalo Sánchez de Lozada), Paraguay (Juan Carlos Wasmosy), Uruguay (Luis Alberto Lacalle), Argentina (Carlos Saúl Menem), Panamá (Ernesto Pérez Balladares), México (Vicente Fox) y la victoria del millonario Sebastián Piñera como presidente de Chile en 2010, es fundamental evaluar con cuidado si la presencia de los empresarios en el corazón del poder contribuyó a un desarrollo político más democrático en la región, o en por el contrario, desató mayores polarizaciones y conflictos que van socavando la legitimidad de las democracias.

Los empresarios en América Latina – estén o no ejerciendo el poder directamente – se benefician en sumo grado porque las políticas de economía de mercado y las estructuras de globalización en el contexto internacional, hicieron que estos actores económicos concentraran funciones políticas al difundir la ideología del crecimiento económico que es visto como el factor imprescindible para aliviar la pobreza.

El empresariado que actuó desde la administración del Estado, generó procesos de reestructuración del Poder Ejecutivo con el propósito estratégico de conformar un bloque en el poder transformándose en una élite dirigente muy fuerte, la misma que también goza de un apoyo popular en los procesos electorales, enarbolando las banderas de la tolerancia pluralista y diseminando el discurso de integración socio-política entre las masas ciudadanas y las élites económicas; sin embargo, la alta concentración del ingreso en América Latina y la desigualdad de oportunidades, señalan que los empresarios no contribuyeron a reducir las polarizaciones y conflictos sociales en los momentos de crisis, regresando el choque entre la acumulación de riqueza en clases privilegiadas y los millones de pobres que destacan en el continente (182 millones hasta el año 2008).

Las élites empresariales dentro del poder se caracterizan por posicionar el discurso de la eficiencia en el manejo de la economía y la gestión estatal, al mismo tiempo que imponen sus intereses, normas y proyectos de configuración social, política y cultural cuya piedra angular es la combinación del modelo de mercado, la democracia instrumental tecnocrática y la modernización capitalista de los países.

El problema central radica en que los empresarios privilegian sus objetivos de enriquecimiento, cuando las estructuras institucionales de la democracia enaltecen los intereses colectivos y el fortalecimiento del sistema político donde cabe resaltar la igualdad, así como la participación de una gran mayoría en los beneficios materiales para reducir y erradicar la pobreza; los empresarios son escépticos o indiferentes al combate contra la pobreza porque sobre-determinan su posición de clase dominante con el fin de subordinar el Estado como estructura política al poder económico.

Las experiencias políticas en América Latina entre los años noventa y comienzos del siglo XXI, muestran que la democracia no mejora su desempeño de integración y apertura equitativa hacia la participación de otros actores sociales pobres, cuando los empresarios millonarios incrementan sus privilegios con la magnitud del poder político concentrado en sus manos. En estos casos, la importancia de su poder económico hace que la administración de políticas se incline de manera desigual al fortalecimiento de los segmentos sociales más favorables al sistema de mercado, desatando conflictos socio-políticos por el control de recursos naturales, humanos y oportunidades para manejar el poder que destruye los valores democráticos de igualdad y fraternidad al centralizar los debates, únicamente en torno a lógicas oligárquicas que reproducen patrones autoritarios donde los más ricos, los mejor educados y los más destacados creen tener el derecho de estar por encima de otras clases sociales, calificadas como masas populares que deberían contentarse con poco.

Los gobiernos identificados con la izquierda jugaron un papel ambiguo en sus relaciones con el empresariado, sin lograr reducir su poder, aclarando que protegen la propiedad privada, fomentan la inversión extranjera y regulan la desigualdad con un rostro social en la prosecución del modelo neoliberal o economía de mercado internacional, por medio de políticas sociales que son administradas como instrumentos en busca de consenso y gobernabilidad del sistema político, aunque ni Ignacio Lula Da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile o José Mujica en Uruguay pudieron atenuar la fuerza política de las élites empresariales, que mantienen un caudal de presión fundamental sobre el rumbo de las decisiones nacionales porque los ricos todavía definen el desarrollo global de la economía.

Las élites empresariales que acceden al poder se plantean objetivos de gobierno muy claros, como ser:

a)      Cooptar la mayor parte de los llamados ministerios claves, lo cual les permite acceder a una articulación de intereses más eficaz al interior del sistema político por medio de la “representación de élite” en nombre de un grupo de interés: los empresarios privados. La representación de élite es una modalidad de articulación de intereses mediante la cual, en lugar de usar las conexiones personales o los canales formales para lograr el acceso al sistema político que controla muchos privilegios, el grupo que tiene una representación de élite confía en la articulación directa y permanente de sus intereses a través de un miembro que participe en la estructura de decisión. Este tipo de representación se logra mediante la presencia en el Parlamento de senadores y diputados, o en el Poder Ejecutivo con varios ministros de Estado, los cuales fomentan el desarrollo de un grupo definido: los empresarios como élites para el ejercicio del poder político.

b)      Especificación de metas en materia de modernización, desarrollo económico y social cuyo eje principal es la eficiencia en la administración de recursos económicos y humanos; esto se percibe sobre todo en las ideas que los empresarios poseen sobre la privatización ya que, según ellos, se debe hacer una clara diferenciación entre las funciones de administrar y de gobernar; las empresas públicas estarían sujetas a la manipulación política sin guiarse por criterios empresariales porque los administradores públicos no se preocupan por lograr resultados económicos positivos ya que saben que todo déficit será cubierto por el tesoro público; además, para el empresariado, hace falta un criterio de competitividad, un horizonte de planificación empresarial a largo plazo y, por lo tanto, la privatización sería de vital importancia pues implica el traspaso de las empresas estatales a manos privadas lo que, en su amplia concepción, contribuye a establecer una nueva relación entre el Estado y la sociedad civil.

c)      Coherencia y reforma institucional del Estado a través de reformas constitucionales para ampliar las condiciones de economía de mercado y el poder económico de las élites emprendedoras.

d)      Reclutamiento sistemático del personal tecno-burocrático; se trata de un reclutamiento diferencial que privilegia a funcionarios con el más alto nivel de educación, lo cual ahonda la diferenciación social, excluyéndose a la mayoría y desatando conflictos en torno a la segregación y discriminación.
e)      Ajuste ideológico al emitir un discurso que pone énfasis en la equidad, las políticas sociales y protección del medio ambiente a través del desarrollo sostenible.

f)       Intento de unificación de otras fracciones del empresariado por medio del acercamiento y aceptación de otras figuras porque dentro del bloque en el poder se encuentran varias clases y fracciones presentes en el terreno de la dominación política que no pueden, sin embargo, asegurar esa dominación sino en la medida que están políticamente aunadas.

Por esta razón, los políticos tradicionales en América Latina van perdiendo el monopolio de la actividad política puesto que en las estructuras de economía de mercado, hay un proceso de empresarialización para el manejo del poder. Los empresarios se alzan como nuevos actores políticos, cuya cúpula parece entender que las condiciones democráticas imponen también una necesidad: la voluntad para dirigir los cambios en cuanto al desarrollo, la tecnología y las exigencias propias del siglo XXI, desechando por completo otros valores y utopías políticas como la posibilidad de liberar a los oprimidos.

El modelo neoliberal en América Latina está casi totalmente desprestigiado. Entre las principales razones, podemos encontrar los problemas irresueltos de desigualdad y pobreza que la economía de mercado acentuó y no pudo solucionar. Al mismo tiempo, fueron las élites empresariales que al tratar de ejercer el poder, cometieron los mismos errores del pasado; para los empresarios, la clase política especializada en el manejo de la cosa pública representa un actor pobremente modernizado, muy vulnerable a la corrupción, patrimonialismo, prebendalismo y sin ninguna visión de largo plazo en la gestión gubernamental. Esta profunda desconfianza hacia la clase política tradicional, hizo que los empresarios apoyen e imaginen un modelo de economía privatizador, utilizando el discurso de “dejar atrás el manejo ineficiente y benefactor del Estado”.

El empresariado se pensó a sí mismo como un agente modernizador en América Latina creyendo superar los problemas estructurales del sistema de partidos políticos, y argumentando tener una sólida formación profesional obtenida en el extranjero, junto con múltiples nexos en el entorno económico de la globalización; sin embargo, luego de veinticinco años de democracia (1985-2010) esta imagen contrasta con el surgimiento de conflictos tremendamente destructivos, desatados a consecuencia de la presencia de los empresarios en Venezuela, Ecuador, Paraguay, Bolivia y Argentina, quienes demostraron ser un actor anacrónico que utilizó el aparato estatal para mejorar su posición en los negocios, sin aportar mucho a la administración pública, donde nuevamente brotaron los escándalos de corrupción y enriquecimiento ilícito a costa de los recursos públicos.

Una redistribución de roles dentro del sistema político latinoamericano intentó colocar a la élite empresarial al lado de la vieja clase política para corregir los errores del Estado patrimonial. Las instituciones como el Parlamento mantuvieron su carácter de órgano esencialmente político con los partidos políticos a la cabeza, mientras que los Poderes Ejecutivos quedaron, en muchos casos durante la década de los años noventa, bajo el liderazgo de los empresarios que trataron de fomentar un órgano eminentemente técnico-profesional.

En ambos casos, el ideal era buscar una complementariedad entre los dos sectores, sobre todo para los fines de gobernabilidad y aplicación de las políticas de privatización. Todo fracasó porque no se modificaron las prácticas políticas, sino que se reprodujeron las actitudes rentistas y los efectos del poder para favorecer negocios en forma particular, dejando postergada la integración social y el combate a la desigualdad.

Ni el trabajo de la clase política tradicional, ni el administrativo encargado a los empresarios fueron, en sí mismos, suficientes para modernizar los Estados latinoamericanos. El hecho de que las élites empresariales controlaran el poder, no quiso decir que fueran exitosas. Los empresarios pueden estar dotados para el manejo administrativo en el ámbito privado, pero el manejo administrativo del gobierno era un escenario político, descubriéndose que el empresariado sesgó sus posibilidades y oportunidades: sus decisiones no fueron puramente técnicas sino que en el espacio gubernamental priorizaron su fortalecimiento como clase, alejándose de los ideales democráticos de igualdad y equidad para el desarrollo humano.

Si bien las decisiones gubernamentales son políticas y técnicas simultáneamente, el Estado en manos de las élites empresariales representó un factor de organización hegemónica, en la medida en que el bloque en el poder no puede asegurar la dominación sino en virtud de la combinación efectiva entre la técnica y la acción política. Por lo tanto, el Estado constituye un factor de unidad política del bloque en el poder bajo la égida de la clase o fracción dominante; esto marginó los valores en torno a la calidad de la democracia en América Latina, de tal forma que los intereses específicos del empresariado ingresaron en una aguda polarización con los de otras clases sociales pobres y grupos indígenas, evitando – de manera directa – que puedan modificarse las orientaciones oligárquicas en los regímenes democráticos.

Esto desacreditó las políticas de mercado (el modelo neoliberal), desprestigió a los partidos que fueron acusados de una conducta coludida con el poder económico, regresando la inestabilidad política, como los testimonian los casos de Venezuela con el fracaso de Carlos Andrés Pérez y todo el pacto tácito de empresarios y la clase política en Venezuela, Bolivia con la caída de Gonzalo Sánchez de Lozada, el derrocamiento de Jamil Mahuad en Ecuador, o la profunda debilidad de Fernando de la Rúa en Argentina.

El eje del análisis sobre las posibilidades de consolidación democrática en América Latina, hoy día gira en torno a la dialéctica entre conflicto, integración participativa de los grupos sociales marginados, desarrollo económico y erradicación de la pobreza (absoluta y relativa), pero al mismo tiempo, de qué manera los conflictos se traducen en un sistema de partidos estable, pluralista y representativo para construir un conjunto de “capacidades estatales”.

Los partidos cumplen una función política expresiva, desarrollando una retórica para traducir los contrastes de la estructura social y cultural, en un conjunto de demandas y presiones para la acción y el logro de un Estado legítimo. Los empresarios quisieron sustituir el papel de los partidos, ejerciendo funciones instrumentales y conquistando el poder aunque sin mejorar la representatividad de los sistemas políticos, pues no pudieron mirar la democracia más allá de sus intereses y tampoco plantearon soluciones para la desigualdad desde una perspectiva global. En función de gobierno, el empresariado fracasó al negociar, agregar las presiones y articular las demandas, profundizando las divisiones sociales pues hacia comienzos del siglo XXI, los empresarios se convirtieron en verdaderas fuentes de conflicto.

La crisis de las democracias en América Latina muestra el surgimiento de un nuevo autoritarismo competitivo que se relaciona con los déficits de democratización y las amenazas de los Estados fallidos, como lo prueban la situación de Haití, Honduras, Bolivia, Venezuela y el mismo México que es directamente incapaz de combatir a las grandes mafias del empresariado vinculado al narcotráfico. Cuando se desprestigian los partidos políticos, los empresarios y el régimen democrático como forma de gobierno, la sociedad civil tiende a recurrir a varios outsideres o aventureros, quienes a nombre del pueblo siguen reproduciendo la lógica de intereses restringidos, preservando el autoritarismo.

La privatización fue el zenit de las reformas defendidas e impulsadas por los empresarios en el poder, lo cual también terminó en otra frustración como los casos de Argentina (la crisis del año 2001) y Bolivia (la crisis del año 2003). La sociedad cuestiona intensamente aquellas políticas, obligando a preguntarnos cómo romper las estructuras que mantienen la pobreza, y cuáles son los estándares materiales mínimos para que subsista la democracia.

América Latina siembra muchas dudas sobre la viabilidad de combinar exitosamente factores como: liberalismo, teoría de la democracia, políticas de mercado y republicanismo. Las experiencias históricas señalan que surge una gran inconsistencia entre el poder económico concentrado en pocas manos, los empresarios ejerciendo el poder desde el Estado, y las condiciones de igualdad política que proclama la democracia. Los empresarios en el poder destruyeron gran parte de la legitimidad democrática, y la sociedad civil no encuentra nuevas alternativas de liderazgo y cambios en la cultura política, dando lugar a múltiples señales que marcan un retroceso en el desarrollo político democrático.

Deseos de sufrir y dominación de las masas: repensando el populismo en el siglo XXI

Todavía hoy causan estupor los sepelios multitudinarios de Evita Perón, de su esposo Juan Domingo Perón en Argentina y las exequias agobiantes de Joaquín Balaguer en la República Dominicana. La súbita desaparición del líder o caudillo siempre va acompañada hasta sus últimos momentos por un contingente humano que impresiona a todo el país. La profunda tristeza de sus seguidores se confunde con la incertidumbre del núcleo histórico del partido al cual pertenecía. ¿El líder hace al partido o éste crea el verdadero liderazgo? (Cf. Boyte, 2003; Weyland, 2002).

El populismo puede definirse como la tendencia de cualquier liderazgo – de izquierda o derecha, democrático o autoritario – para hacer creer que la existencia del líder posee una particular dinámica liberadora, sin la cual es imposible avanzar hacia el futuro. Es por esto que varios líderes quisieran perpetuarse en el poder apelando al sentimentalismo de las masas como Hugo Chávez en Venezuela o Evo Morales en Bolivia este siglo XXI; sin embargo, en la década de los años 50 y 60, también se percibían las mismas inclinaciones con los liderazgos de José María Velasco Ibarra en Ecuador, Víctor Paz Estenssoro en Bolivia, Lyndon B. Johnson en los Estados Unidos, Juan Velasco Alvarado en Perú y Joaquín Balaguer.

Tanto las cúpulas partidarias como los humildes devotos del caudillo cuando éste muere, solamente alcanzan a converger en una sola pregunta: ¿qué seguridad tiene y cuál será la viabilidad política del partido popular y del movimiento social que sustentaba al líder desaparecido?; es decir, ¿cómo podrá responderse a los miedos sociales y políticos que revientan como las esquirlas de una granada después de la muerte del caudillo populista que condensaba tantos símbolos y mostraba tanto poder? (Alamdari, 2005).

Tal como ocurrió con el mexicano Emiliano Zapata a comienzos del siglo XX y con la muerte del mismo Ernesto Che Guevara – que tranquilamente pueden ser considerados líderes populistas – las especulaciones de los partidos políticos sobre la perpetuación del populismo parecen marcar siempre la historia de América Latina. Por los pasillos de cualquier parlamento o en las propias calles, los líderes populistas de repente se convirtieron en sumos sacerdotes, frente a los cuales es imposible promover miradas y conductas racionales sobre la actividad política. El populismo latinoamericano constituye una simbiosis espectacular entre religiosidad pensada para la política y una gran estafa donde el simbolismo junto con la adhesión emocional valen más que mil propuestas sólidas para solucionar problemas sociales en la práctica.

En realidad se puede plantear que el populismo latinoamericano siempre ha caracterizado a cualquier tipo de liderazgo, porque nuestra cultura política está más acostumbrada a la grandilocuencia discursiva, la presión y amenazas en las negociaciones, antes que la concertación social junto a un liderazgo donde se defiendan argumentos racionales.

Lo que más llama la atención en la perpetuación del populismo latinoamericano son las convicciones de muchos seguidores e inclusive de muchos teóricos donde se afirma que la muerte de los líderes populistas marcaría la inminente destrucción del partido que los impulsó; sin embargo también podría ocurrir todo lo contrario porque los partidos tienden a fortalecerse en diferentes países al tener la oportunidad única de seguir acogiendo a las masas pues el reto en cada elección presidencial y la actividad política paternalista, exigen analizar de qué manera las acciones simbólicas del líder populista pueden prolongarse para proseguir con la apropiación emocional de las bases en la sociedad civil.

El populismo, por lo tanto, es un componente imprescindible para los partidos en América Latina, sean modernos, tradicionales e históricos; por supuesto, el populismo del siglo XXI se nutre de elementos tecnológicos al controlar los medios masivos de comunicación. El populismo obedece, tanto a las movilizaciones completamente irracionales, como a la planificación premeditada de las cúpulas partidarias que tratan, minuciosamente, de no dejar nada a la deriva, calculando cada movimiento del partido populista por medio de la propaganda y la venta de sueños gracias a la comunicación política.

Con los líderes populistas, cuando están con vida y después de su muerte, los partidos deben analizar muy hábilmente las mejores estrategias para reconstruir sus relaciones con el voto ciudadano ya que para el populismo, las masas son como niños y por ello éstos siempre buscarán una imaginada protección suprema bajo las alas del caudillo.

La democracia no podrá destruir las raíces del populismo; éste impone, no moderniza nada pero pervive con los aspectos modernos en elecciones libres. El populismo se caracteriza por ofrecer el cielo y la tierra sabiendo que no podrá cumplir casi nada, pero tiende a perpetuarse porque es la misma sociedad latinoamericana que inconscientemente busca hacerse seducir (Cf. Clanton, 1977; Holbo, 1961).

Una de las características más sobresalientes en el discurso de los líderes populistas es el tono alarmista con que analizan los problemas políticos. Para el populismo todo futuro social debe convertirse en una cruzada redentorista que busca alianzas con un supuesto pueblo descarriado y profundamente necesitado de bienes materiales a los cuales quiere acceder con carácter gratuito.

Por una parte, constituye una ficción pensar que las adhesiones populares pueden combinarse fácilmente con un programa de gobierno racional, especialmente en lo que se refiere a una serie de reformas económicas. El populismo está unido directamente a la necesidad de incrementar constantemente el gasto fiscal por medio de prestaciones sociales masivas, transmitidas hacia las grandes masas mediante el discurso del “derecho a tener más derechos sin la mediación de ningún tipo de limitaciones” (Schneider, 1994, p. 156; Radcliff, 1993).

El nacimiento de los partidos y liderazgos populistas está cinglado en una trayectoria donde se construyó una identificación profunda y directa entre el líder y las masas, así como entre la sobreoferta irracional en los programas de gobierno y las reales posibilidades de ofrecer mega-proyectos, una vez que el populismo asume el poder.

El discurso populista está cargado de símbolos culturales ancestrales y religiosos en los que se expresa un enfrentamiento entre la cultura supuestamente originaria de las mayorías pobres y nacionales, con los políticos occidentalizados de corte urbano y elitistas. Los rasgos populistas son una demostración de rencor hacia la actuación de las élites en todos los campos, desde el científico hasta el económico, pues el pueblo es lo contrario de cualquier círculo de elegidos, convirtiéndose en el escenario de la verdadera justicia social para los desposeídos.

Así se van procesando rasgos específicos en boca y manos del líder populista, quien hace creer que su llamado al pueblo marginado no puede ser apropiado por otros partidos aristocráticos como si se tratara de una destreza comercial, pues existe una relación estrecha y de mutuo condicionamiento entre los códigos del discurso populista que prefiere a la plebe:  encarnada y alimentada permanentemente con prejuicios de enfrentamiento con los ricos, y un conjunto de “enemigos del pueblo” que estarían siempre en el lado de la modernización tecnológica, el imperialismo estadounidense y las instituciones que tratan de poner trabas económicas y burocráticas a las peticiones directas del sentir doliente del pueblo.

El líder de masas, supuestamente no puede ser calcado por ningún partido discriminador pues la identidad populista radica en el liderazgo que se auto-atribuye la liberación de “los de abajo”, proponiendo una democracia directa donde impera la lógica del coro, es decir, la rebelión de las masas que acceden a todo provecho material y económico como condición previa para que funcionen luego las demás instituciones democráticas como el parlamento y el poder judicial. Esta es la voz del pueblo: la voz de las exigencias sin límites y condiciones.

El manejo estratégico e instrumental de la simbología cultural milenaria: figuras de corte andino, precolombino y muchos contenidos étnicos del discurso populista, se combinan con la técnica de los medios de comunicación, sobre todo en nuestra época donde destaca una “tele-democracia”. La muerte del principio de libre competencia entre el pluralismo partidario y la hegemonía de un solo partido multitudinario, es buscada premeditadamente por el populismo que intenta destruir otras opciones políticas. Los espejismos del populismo tratan de rescatar las presuntas identidades colectivas auténticas y un tipo de sistema político donde los derechos ciudadanos se van transformando en el disfraz del derroche que probablemente promoverá la quiebra del Estado.

El populismo en América Latina jamás representó una propuesta política original en la historia de la democracia, aunque sí revela cierta capacidad de adaptación, sobre todo gracias a un uso hábil de los medios de comunicación con el objetivo de articular y controlar a los movimientos sociales donde se amalgaman aspectos del populismo tradicional: asistencialismo, clientelismo y elementos culturales de las denominadas culturas subalternas. El populismo promueve un tipo de liderazgo ligado a los artilugios de un discurso quejumbroso para enaltecer siempre a las víctimas del sistema: los marginados y dominados del pueblo donde, supuestamente, florece el sincretismo social, cultural y político; sin embargo, la finalidad última es construir solamente una fuerza electoral.

Cualquier organización política intenta remedar a los partidos populistas por razones únicamente pragmáticas; es decir, importa mucho más apelar a los instintos irracionales, las fobias y deseos más oscuros de la mentalidad colectiva, antes que ofrecer soluciones de largo plazo con políticas públicas de orientación racionalista.

Esta es la consecuencia más nefasta del populismo desde los años cincuenta hasta la actualidad: obtener apoyo electoral mediante una interpelación electrónica donde la televisión nos hace ver el sufrimiento de miles, la traición de los líderes y al mismo tiempo aquellos momentos de enorme deslegitimación del sistema de partidos políticos; así se alimenta un déficit que afecta cualquier democracia, preservándose a propósito la discriminación y la ausencia de una ciudadanía efectiva que reclaman los sectores populares, especialmente en las grandes metrópolis. Para ganar elecciones, todo partido exagerará la crisis, alimentándose de las estrategias del populismo: el lamento y la identificación de culpables.

Cautivar la orfandad del pueblo equivale a percibirlo como mártir de la injusticia y la exclusión sistemática; el resultado de esta actitud irresponsable es profundizar los problemas de la democracia, exasperarlos y posponer la discusión equilibrada de soluciones. Para el populismo es mejor agravar la exclusión de las masas, llegando inclusive a destruir las raíces institucionales de la democracia moderna por razones estrictamente electorales y de manipulación.

En épocas de modernización, el populismo impulsa crecientes demandas de participación, tratando de convencer que tiene la capacidad de reaccionar mediante formas simbólicas y míticas ofreciendo una democracia directa, en la cual sería más importante una comunidad nacional amorfa, antes que las estructuras representativas de la democracia y un conjunto de instituciones diseñadas para aplicar soluciones sostenibles.

El populismo atrae sobre sí la imagen de un instrumento que se identifica y representa a los excluidos, dando textura a una máquina electoral que alimenta las situaciones de ruptura. Los líderes populistas se oponen a las estructuras representativas de la democracia; además, cuando otros partidos van a disputarse los artilugios del populismo, mintiendo constantemente sobre las verdaderas intenciones del liderazgo, cabe discutir si las sociedades latinoamericanas prefieren el papel de víctima asignado por el populismo mesiánico y manumisor (Cf. Laclau, 2005, 2006).

La misma sociedad canaliza la tristeza de los sectores populares para acrecentar caudales electorales y abre un dramático momento donde aparecen múltiples instintos de autodestrucción. Las masas pobres quisieran inmortalizar su situación porque en el malestar encontrarían una satisfacción para auto-inmolarse a favor de los líderes carismáticos.

¿Es razonable afirmar que el populismo, sin sus líderes reconocidos como carismáticos, apunta hacia su disolución? Sí, porque la relación del líder único con sus bases y su partido es el caudal patriarcal que le permite reproducirse a partir de la diseminación de temores y constantes amenazas, pues se tiende a hacer creer que la presencia del líder populista es la dinámica liberadora, sin la cual es imposible progresar. Por esta razón, el populismo intentará transmitir el mensaje de un liderazgo, supuestamente irreemplazable, siendo al mismo tiempo totalmente reacio para aceptar sugerencias democráticas de renovación al interior de los partidos o agrupaciones populistas.

El populismo impulsa un tipo de liderazgo con carisma situacional, directamente construido con los artificios de un discurso apesadumbrado (Cf. Canetti, 1985). En el siglo XXI, Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua y Luis Ignacio (Lula) Da Silva en Brasil, se caracterizan por encarnar al populismo del Gran Hombre, cuyo perfil descansa en la fuerza dramática y espectacular de sus imágenes personales que son comúnmente aceptadas a la hora de estudiar el liderazgo de masas en la era de la información, el internet y las campañas millonarias que endiosan a los pobres, quienes a su vez esperan demasiado de la democracia convertida en la punta de lanza de un Estado benefactor-protector.

El despliegue del carisma situacional en las democracias latinoamericanas cohabita fácilmente con el liderazgo populista que, una vez en el poder, asigna cargos como si fueran golosinas preciadas; por lo tanto, el reconocimiento del Gran Hombre proviene del acceso que el líder carismático es capaz de permitir a las altas posiciones dentro de los escenarios del poder, posibilitando que el populismo no solamente se adapte a múltiples escenarios, sino que sea instrumental al logro de intereses restringidos, bajo la apariencia de una lucha para conquistar los derechos de las masas y particularmente de los marginales.

Para estos propósitos, el carisma populista funciona mientras permite la distribución de posiciones estratégicas, además que los líderes segundones, al no poder utilizar el carisma situacional del caudillo principal, estudian minuciosamente el arte de la simulación y, entonces, la política democrática muestra su verdadero rostro: todos pueden acceder al poder de la mano del populismo al estilo Gran Hombre y en medio de un juego donde todo vale, especialmente en las campañas políticas.

El subterfugio convencional se reproduce para compensar la ausencia de carisma en muchos líderes insignificantes o de tercer orden, así como se reproducen las intenciones utilitarias de todo tipo porque la democracia impulsaría el delirio sobre la volátil posibilidad donde todos deberían alcanzar el cielo en la tierra. En estas circunstancias, la eficacia simbólica del populismo opera con gran éxito en los grandes actos de masas para ganar votos y poner un pie en las estructuras de poder.

El miedo a que las masas se queden desvalidas constituye el eje para ejercer cierta tiranía mediante la propaganda. Desde este punto de vista, el populismo y la construcción de una imagen mediática, confabulan para vender la idea de un proceso democrático donde las masas tienen el poder a través del ejercicio del voto pero la elección de los líderes se convierte, al mismo tiempo, en la entrega de un cheque en blanco cuyo objetivo sea que los candidatos populistas manejen la cosa pública a discreción de una pequeña élite, solamente leal con la actitud clientelar del caudillo.

El líder populista funciona con una estructura partidaria que se encarga de concentrar la experiencia política para el ejercicio del gobierno, pero sin desarrollar instrumentos ni conocimientos que vayan más allá del liderazgo personalista. Por lo tanto, el populismo cultiva directamente la formación de una élite política, reacia a dilucidar sus estrategias con la participación de las masas, aunque construye su discurso político apelando a una democracia directa. Las inclinaciones elitistas del accionar populista compatibilizan muy bien con la orientación tecnocrática de la democracia neoliberal moderna, así como con la vanguardia revolucionaria de aquella izquierda que quiere destacar su capacidad para introducir una conciencia transformadora en las masas, desde afuera.

Desaparecido el caudillo populista, se perdería también la experiencia y los recursos políticos adquiridos por la cúpula del partido. Las élites tecnocráticas o vanguardistas no cuestionan el mesianismo de líder único, sino que están preocupadas por dotar al partido de mayor estructura orgánica y disciplinaria, saber cómo manejar las fichas de la negociación en el momento de orientar los pactos con otros partidos, o cómo viabilizar alianzas con aquellos líderes que permitirían romper el encierro en función de la toma del poder.

El ascenso de otras figuras para el recambio del líder carismático dentro del partido es una lucha intestina que, normalmente, también está calculada por el jefe titular quien, en los hechos, se da el lujo de “elegir” al sucesor para iniciar una época, no de post-populismo, sino de continuidad con el estilo de liderazgo equipado para reproducir la ira en contra de los adversarios externos y explotando la representación política de aquellos segmentos sociales que se someten al nuevo líder para perpetuar la aflicción de las masas que siempre escogerán la defensa de la igualdad y el fin de la exclusión, siempre que la construcción populista del carisma esté acompañada de la situación programada por los medios de comunicación para agrandar los problemas, abonando el terreno del caudillo que goza de un aura electrónica, identificada como algo superior pero artificial.

Estos fenómenos son traducciones de un ámbito comercial adaptado muy bien al caudillismo latinoamericano que – supuestamente concebido como el remedio heroico contra la inestabilidad – es todo lo contrario: el gran productor de inestabilidad en el continente, combinando hábilmente el liderazgo populista, que permite la gratificación de sus masas, con la disposición de éstas para actuar como niños en un era de desorden y anomia postmoderna.

El liderazgo populista de la actualidad puede tranquilamente aplicarse a una serie de figuras que responden, tanto a posiciones de izquierda como de derecha. El eje de atención radica en que el populismo estimula su carisma situacional; es decir, aquella habilidad para adaptarse a un conjunto de circunstancias específicas donde el líder rápidamente es capaz de ofrecer a sus seguidores una satisfacción imaginaria mediante el discurso de un mundo mejor y moralmente más justo.

Para el caso de líderes fuertemente personalistas como Hugo Chávez en Venezuela e inclusive Mahmoud Ahmadinejad en Irán, la cúpula de sus partidos políticos prepara con cuidado las mejores formas para sostener el carisma situacional, sin dejarlos nunca solos y fortaleciendo el simbolismo de actos multitudinarios donde no importa si existe o no una solución clara para cualquier problema, sino que únicamente debe diseminarse la prédica de consuelo sobre un futuro siempre incierto.

La formación de una imagen indeleble del líder que fomenta la democracia directa es lo que dinamiza el carisma situacional: los líderes serían una especie de herederos directos de fuerzas extraordinarias, los depositarios más fieles y arquetípicos de las identidades culturales, populares y religiosas; sin embargo, el objetivo final del carisma situacional es mucho más terrenal: triunfar en las elecciones presidenciales y reproducirse indefinidamente en los escenarios del poder.

Conclusiones

Actualmente, es irrelevante discutir sobre la democracia formal porque las reflexiones deben reorientarse hacia cómo profundizar los estudios en torno a la calidad de democracia, y analizar los efectos que la utilización de diferentes mecanismos de democracia directa (MDD) puede tener en la calidad de los regímenes latinoamericanos. En contextos de democracias formales, la utilización de MDD genera un fortalecimiento de la calidad de las mismas. De ningún modo esto implica que a través de estos mecanismos se adopten “buenas decisiones”. La cuestión del “buen gobierno” no debe ser confundida con aquella sobre la calidad de la democracia. Una decisión democráticamente adoptada puede ser peor, en términos de eficacia para la resolución de problemas públicos, que una adoptada de otro modo.

Lo que interesa demostrar es que la utilización de MDD genera un aumento de la dimensión participativa para la calidad de las democracias, al menos por dos medios. El primero es evidente, la realización de consultas populares como referéndums y plebiscitos, genera un mayor número de instancias electorales y empodera a la ciudadanía al darle la posibilidad de tomar decisiones concretas o expresarse colectivamente cuando las consultas no tienen efectos vinculantes (lo que es distinto a la simple elección de representantes).

El segundo medio es un mayor empoderamiento de la sociedad civil. Cuando ciertos temas se ponen a consideración del cuerpo electoral, y aunque esto sea promovido por las autoridades, la movilización de organizaciones políticas y civiles en la arena pública es fortalecida (en contextos de democracia formal garantizada). En aquellos sistemas donde se protege la generación de MDD “desde abajo”, sin el concurso necesario de los representantes o parlamentos, existe un incentivo aún mayor para la movilización ciudadana.

Para que esta afirmación sea válida deben darse dos condiciones fundamentales. Por una parte, que el aumento de los valores de la dimensión “participación”, a través del uso de MDD, no implique una reducción de los valores de las otras cuatro dimensiones de calidad de democracia adoptadas: decisión electoral, respuesta a la voluntad popular, responsabilidad y soberanía popular. Si estas dimensiones se mantienen al menos constantes, la calidad de la democracia aumenta con el uso de los MDD por el efecto que las otras cuatro dimensiones producen sobre la dimensión participativa.

En segundo lugar, a diferencia de lo señalado en alguna literatura que critica los mecanismos de democracia directa, la utilización de éstos no socava las bases de la democracia formal. Las hipótesis para reflexionar hacia dónde ir con la calidad de la democracia y sus mecanismos de democracia directa (MDD), son las siguientes:

 1. La utilización de MDD en las democracias formales consolidadas no destruye las bases de las mismas.
 2. La utilización de MDD en las democracias formales consolidadas no va en detrimento de las dimensiones como decisión electoral, responsabilidad y respuesta a la voluntad popular, ni tampoco en contra de la soberanía política del Estado.
 3. La utilización de MDD en las democracias formales consolidadas, genera un mayor empoderamiento de la ciudadanía, estimulando mayor movilización social y aumentando, por lo tanto, los valores de la dimensión participativa en la calidad de cualquier democracia.
  4. El análisis del conflicto social en América Latina muestra que los partidos políticos fueron desacreditándose vertiginosamente desde 1990, sobre todo en Venezuela, Perú, Ecuador, Haití, Nicaragua, Argentina y Bolivia, de tal manera que los conflictos no se relacionan con la posibilidad que tiene un sistema de partidos políticos para atenuar el enfrentamiento y reequilibrar el sistema político. La solución y negociación de múltiples conflictos descansa ahora de manera intensa en las consultas ciudadanas y en los MDD que cuestionan a quienes detentan el poder y, eventualmente, tratan de relevarlos por medio de votos de censura o revocatoria de mandato, que ante los ojos de la sociedad civil se presentan como alternativas políticas que amplían la democracia junto a la crítica y participación.

En América Latina, el cumplimiento de las tres primeras hipótesis replantea los debates políticos más allá de los partidos y la institucionalización de una democracia formal, para abrirse a la utilización de mecanismos de democracia directa, considerando la calidad de las democracias como un eje político mucho más trascendental que la insubstancial discusión sobre izquierda y derecha, la cual solamente nubla las perspectivas de consolidación democrática en el continente (Cf. Cansino, 1998; Pipitone, 1998).

Los sistemas de partidos competitivos en la región dejaron de proteger a los países contra el descontento de sus ciudadanos, pues las protestas y los ataques, específicamente por la corrupción, uso indebido de influencias e ineficiencia gubernamental, terminaron por convertir a la dialéctica entre conflicto e integración en un detonante que pone en tela de juicio la democracia formal como escenario donde ya no brillan solamente los partidos.

El desarrollo de los conflictos plantea soluciones negociadas que otorgan a los MDD una función expresiva, desarrollando una retórica para traducir los contrastes en la estructura social y cultural, en un conjunto de demandas y presiones para la acción y la profundización de estrategias participativas. Los MDD tienden a manifestar funciones instrumentales y de ampliación de la representación pues con sus activistas se analizan los múltiples problemas e intereses desde una perspectiva global y local para luego negociar, agregar las presiones y articular las demandas, prescindiendo de los partidos.

Desde el punto de vista metodológico, se puede observar el surgimiento de momentos críticos, en los cuales diferentes MDD intentan superar los clivajes políticos, presentándose como soluciones desde las mismas fuentes del conflicto: las bases sociales, heterogéneas y clasistas de cualquier país en América Latina.

Además, los procesos de modernización en condiciones de economía de mercado expresan cómo Hugo Chávez, Rafael Correa, Daniel Ortega, Lula Da Silva y Evo Morales, impulsan crecientes demandas de participación, tratando de convencer que tienen la capacidad para reaccionar mediante formas míticas ofreciendo una democracia directa, en la cual sería más importante una comunidad nacional comprometida, antes que las estructuras representativas de la democracia y un conjunto de instituciones diseñadas para aplicar soluciones sobre la base del costo-beneficio.

Hoy día, la idea del tiempo es de vital importancia para entender un aspecto del populismo latinoamericano tipo Gran Hombre: sus ansias de inmortalidad. Si la muerte puede ser definida como la ausencia de comunicación y el fin de la propia identidad, el hecho de ser inmortal – es decir, dominar el paso del tiempo – garantizaría el afianzamiento de la identidad del líder y, en consecuencia, su comunicación con los seguidores se convertiría en algo inmanente difícil de erradicar. El Gran Hombre como líder populista alberga la idea de eternidad y permite que el carisma situacional se adapte, perdure y transmita sus proezas a través del tiempo.

El esplendor del Gran Hombre detrás del presidencialismo de Chávez, Morales, Ortega y Lula Da Silva, se basa en un supuesto valor moral superior: su amor por los desfavorecidos. Este perfil ético está unido a una noción claramente funcional ya que su aparición es fundamental para desarrollar un proceso importante en la sociedad: la domesticación del mercado y el triunfo sobre la lógica liberal, calificadas como salvajes, así como la aspiración a construir Estados fuertes para proteger a los más pobres e impulsar el desarrollo desde el fortalecimiento de una nueva soberanía contestataria en el escenario de la globalización.

La tesis del Gran Hombre se transforma así en el motor de la historia o de una parte importante de la sociedad. Habría más bondad moral, más calidad cuando la historia está hecha por él, que en el caso contrario de una ausencia de grandes líderes.

Esto se fortalece porque determinadas cualidades, no muy corrientes pero necesarias para el progreso de los pueblos, se concentrarían en tales personas como la capacidad para la hazaña. No importa el tipo de ideología sino la audacia para desafiar a otros líderes y al orden imperante; por esto es vital para Chávez – como en su momento lo fue para Fidel Castro en Cuba – retar a quienes se califica de opresores, con el fin de impresionar a los seguidores y satisfacerlos momentáneamente mediante una convención simbólica creada como forma de atenuar una evidencia: los grades hombres son un reflejo de la grandeza potencial de la sociedad.

El populismo siempre reforzará este imaginario y así se explica por qué varios líderes latinoamericanos insisten tanto en su reelección indefinida. El resultado de este tipo de populismo coloca al carisma situacional como el esfuerzo por trascender en la historia, buscando transmitir a las masas que cuando surge el Gran Hombre, ocurre algo similar a una explosión que es imposible prever y vale la pena preservar como solución histórica y mágica.

El liderazgo populista sabe que los resortes del poder son activados antes de ejercer un puesto en el Estado porque las masas siempre prefieren a un personaje fuera de lo común que se sitúa por encima de los hombres anónimos; éstos proyectan sus sueños megalomaniacos y apelan a la aclamación. Sus deseos de perfección y de sobresalir son, en el fondo, ansias de ser dominado por el Gran Hombre que sintetiza el límite del deseo de parecerse a dios. Las decisiones del líder populista serían sólo la traducción en sus actos de los deseos más o menos explícitos de la sociedad. Deseos libremente auscultados por el líder, dado que conoce y sabe lo que sus seguidores quieren.

Con la noción de Gran Hombre, la gran política y una democracia supuestamente auténtica, se produce una especie de camuflaje o enmascaramiento de la función social de la incertidumbre por medio de un simbolismo moral. Si la sociedad tiene una imagen negativa de la política y de sus líderes mediocres que ahí se desarrollan (como es el caso de América Latina), una alternativa de escape o demanda compensatoria está en la adhesión a supuestos grandes hombres dotados de integridad ética. El populismo, una vez más, es visto como la única alternativa, así como los mecanismos de democracia directa intentan transformarse en un antídoto contra la desesperación y el desaliento respecto a la política y la democracia representativa en épocas de globalización.

Finalmente, las elecciones para magistrados que se realizaron en Bolivia el domingo 3 de diciembre de 2017, dieron como resultado ganador a los votos nulos y blancos (más del 70 por ciento del total de votos emitidos). Por otra parte, el Tribunal Constitucional, abusando de sus atribuciones, autorizó la cuarta candidatura a la presidencia de Evo Morales. La democracia en Bolivia fue echada a la basura junto con los resultados de un referéndum llevado a  cabo el 21 de febrero de 2016, que negó rotundamente la posibilidad de modificar la Constitución para dar lugar a una cuarta reelección de Morales. Nada de esto importó. Aunque yo mismo me considero un firme demócrata tolerante, tengo tantas dudas de que América Latina y Bolivia, mi país, realmente quieran la democracia, que probablemente sea mejor adentrarse en lo más recóndito de Maquiavelo para dilucidar que la mejor política, no es la democrática sino la zarpa de león para romper con todo y escarmentar como se merecen a todo tipo de caudillos y dictadores.

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